Fernando Mires 22 de diciembre de 2013
“Desde el nacimiento de Cristo sólo
existe el presente” (Franz Rosenzweig, “Der Stern der Erlösung” –“La estella de
la redención”)
1.
Entre los historiadores que han
dedicado su tiempo a escribir acerca de la vida de Jesús, hay pocos tan
rigurosos como Geza Vermes, profesor de las universidades de Newcastle y Oxford
y uno de los más acuciosos interpretes del Qumram, los manuscritos del Mar
Muerto, textos que arrojan nuevas luces acerca del entorno histórico de
Jesucristo.
Geza Vermes no es cristiano. Cuenta el
autor en el prólogo a su libro “El nacimiento de Jesús, historia y leyenda” que
sus padres, judíos/ húngaros, no impedían a su pequeño celebrar la Navidad
junto con sus amigos siguiendo incluso el pagano rito de los regalos que en la
Budapest de la pre-guerra no portaba Santa Claus ni Papá Noel sino el mismo
Jesucristo (Jésuska).
La relación del niño Geza con Jesucristo, como casi siempre ocurre en los niños, fue mágica, y por eso mismo, muy positiva. Algo de esa mágica atracción debe haber permanecido en el corazón del Geza Vermes adulto, como mágica es la atracción que ejerce en muchos niños el establo, el pesebre, y los animalitos que rodean al recién nacido los que, por lo demás, no aparecen en ningún Evangelio. La verdad sea dicha: tales imágenes tienen más que ver con Walt Dysney que con los apóstoles; y eso tampoco es malo.
El acercamiento de Vermes a Jesús no
es, por supuesto, mágico. Tampoco confesional. Pero, sí, y en el más adulto
sentido del término: científico. A Geza Vermes no guía otro propósito que
descubrir la verdad del “Jesús histórico”, tarea muy difícil dada la escasez de
fuentes que permitan estudiar la vida de Jesús antes de que hiciera su
aparición frente a Juan el Bautista, en el río Jordán, cuando tenía algo más de
treinta años de edad.
A través de la vida de Jesús, Vermes
quiere descifrar claves de uno de los periodos más tumultuosos del pueblo judío
dentro del cual Jesús fue uno de sus participantes más activos. Siguiendo ese
propósito, Vermes recurre a las dos principales fuentes primarias que son los
Evangelios de Mateo y Lucas. Como es sabido, ni Marcos ni Juan se ocuparon en
sus respectivos Evangelios de la infancia de Jesús. Ausencia muy importante a
la que luego me referiré.
Muy pronto Geza Vermes llegaría a la
misma conclusión de algunos teólogos protestantes, entre varios, Peter Antes, a
saber, que en los evangelios de Mateo y Lucas con relación a la infancia de
Jesús no sólo hay diferencias de fecha y de lugar sino, además, son muy
contradictorios entre sí, constatación que hizo decir a Vermes que “es más
fácil convertir un círculo en un cuadrado que lograr la unidad entre los
evangelios de Mateo y Lucas”.
Efectivamente, el llamado Nuevo
Testamento es tan poco riguroso con los lugares y las fechas como el Antiguo.
Pero Vermes, como ocurre con los buenos historiadores es obsesivo en su
propósito de revelar hechos exactos. Esa es quizás la razón por la cual los
historiadores fracasan frente a materiales bíblicos. Vermes no fracasa, por
cierto, cuando demuestra las inexactitudes neo-testamentarias, afirmando con
ironía que Jesús nació a. C. o d. C. Pero sí fracasa cuando intenta descubrir
lugares y fechas exactas, o donde y cuando ocurrieron hechos que relatan el
nacimiento e infancia de Jesús. No obstante, ese fracaso que el mismo autor
reconoce de modo implícito en las frases finales de su libro, es la base que
induce a una reflexión acerca de la Biblia y de la gran mayoría de los textos
religiosos.
2.
Digámoslo desde un comienzo: un texto
religioso no es un texto histórico.
Un texto religioso puede ser material
insustituible para entender la historia de un periodo, pero el propósito de un
texto religioso no es dar cuenta de los hechos tal como ocurrieron, ni
registrarlos de acuerdo a coordenadas del tiempo vertical; que son las que
vivimos.
El tiempo histórico no es igual al
religioso. En este último -si no fuera así, no sería religioso- prima la noción
de eternidad por sobre la temporalidad. Ahora, desde la perspectiva del tiempo
eterno, que es la religiosa, los hechos no se ajustan a una lógica causal sino
siguiendo el curso de intervenciones que proceden desde un “más allá” (supuesto
o real, no viene al caso) e irrumpen en el mundo del “más acá”. No quiero
afirmar empero que el texto religioso carece de lógica. Lo que sí afirmo es que
la lógica religiosa no puede ser igual a la historiográfica, de tal modo que
suele ocurrir que cuando un historiador enfrenta con criterio historiográfico
un texto religioso, lo encuentre, naturalmente, ilógico.
A fin de entender la palabra neo-testamentaria
hay que tomar en cuenta que las tareas que impone la exégesis resultan de una
lógica más similar a la poética que a la científica. Y si hablamos de poesía
hay que hablar también de la lógica onírica pues tanto en la poesía como en los
sueños los significados surgen disociados de sus significantes social y
culturalmente acordados. Lo sabemos desde Freud quien no por casualidad trabajó
intensamente los mitos judeo-cristianos.
Por cierto, no hay que recurrir a
Freud para saber que ningún significante da cuenta total de un significado,
habiendo siempre un exceso de significación que escapa a todo significante. La
poesía, el arte en general, y en cierta medida la religión, buscan dar cuenta
–sabiéndose de antemano que será una batalla perdida- de aquello que está más
allá de nuestra lógica; de lo que no se puede decir con palabras; de lo que
sabemos que existe, mas nunca alcanzaremos. Pues lo que buscamos, lo que
deseamos conocer (ver, tocar, amar) está más allá de nuestras vidas: en otros
tiempos y en otros lugares que nunca sabremos donde están.
Hay por lo tanto entre la narración
histórica y la religiosa una tensión no superada. Eso no quiere decir, por
supuesto, que la narración histórica no necesita de la religiosa ni la
religiosa de la histórica. Ambas se buscan y se requieren con insistencia y
avidez. Pero nunca una será igual a la otra; de ahí la tensión. Desde el punto
de vista religioso, el Jesús de la fe necesita del Jesús histórico: del que
nació, vivió y murió. A la vez, el Jesús de la historia, necesita de documentos
religiosos para orientarse, buscar rastros y signos que ayuden a encontrar “la
verdad de los hechos”. Luego, para entender a Jesús necesitamos ambos relatos.
Y como ha sido insinuado, el de Geza Vermes es un prototipo acabado del relato
histórico. Pero existe, además, el otro extremo: el del Jesús puramente
teológico.
No sé si fue causalidad o destino que
después de haber leído el libro de Geza Vermes me entregara a la lectura del
profundo “Jesús” de Rudolf Bultmann cuya teología ha sido permanentemente
impugnada por Joseph Ratzinger (Benedicto XVl), lo que para mí al menos hacía
más interesante su lectura
Rudolf Bultmann, durante el periodo de
pre-guerra amigo de Martin Heidegger y maestro de la entonces muy joven Hannah
Arendt, nos muestra en su libro “Jesús”, un nazareno incorpóreo, sin materia,
fuera de tiempo y lugar, un Jesús casi heideggeriano, más allá de la historia,
espíritu total, consumación definitiva del ser con su más allá; un Jesús que no
sangra ni sufre, en fin: un Jesús sin Cristo y un Cristo sin Jesús. Ese Jesús
puramente teológico (o filosófico) no es, de acuerdo a Ratzinger, el Jesús que
necesita el cristiano.
El Hijo del Hombre, el Jesús histórico
y el Hijo de Dios, el Jesús teológico son, de acuerdo a Ratzinger, una sola
persona; y ninguna puede existir sin la otra. No se trata por supuesto de
levantar al Cristo de la Pasión como alternativa al Jesús de su infancia, como
casi lo logra una sangrienta película protagonizada por Mel Gibson. Pero sí de
entender la unidad que se da entre ambos. Ahora, esa unidad solamente puede ser
entendida a partir de una lectura que descifre no sólo los significados de la
vida de Jesús sino atendiendo a su sentido.
La diferencia entre significado y
sentido la debemos a Gotlob Frege, uno de los fundadores de la semiótica
moderna. Según Frege casi nunca el significado corresponde con el sentido de la
palabra de modo que cuando decimos que alguien habla sin sentido no quiere
decir que usa palabras sin significado. El sentido de la palabra, afirma Frege,
siguiendo una tesis de Saussure, sólo podemos percibirlo después de haber
conocido el texto en donde cada palabra va inserta. El texto, en este caso los
Evangelios, dan sentido a las palabras que los constituyen. Y bien, esa
diferencia entre sentido y significado es la misma que lleva a Ludwig
Wittgenstein a formular la tesis relativa a la imposibilidad de entender el
lenguaje de acuerdo a una lógica formal, algo que saben muy bien los poetas y
los psicoanalistas. Así, el sentido puede prescindir del significado. Por
ejemplo, podemos “sentir” el Oratorio de Navidad de J. S. Bach sin necesidad de
seguir un curso de alemán.
Pero, ya lo hemos dicho, Geza Vermes
es un historiador y su tarea, aunque casi imposible, es lograr el máximo
acercamiento entre las palabras y los hechos. Esa es quizás una razón por la
cual Vermes, maestro en el desciframiento de significados, no pudo captar el
sentido de las contradicciones inter-evangélicas. Ratzinger, después Benedicto
XVl, teólogo y no historiador, conoce sin duda esas contradicciones –por lo
demás, uno de los temas preferidos de la teología protestante- y es por eso que
comienza su libro “Jesús de Nazaret” no siguiendo a Mateo o a Lucas, pero sí a
Marcos y a Juan; esto es, no con el nacimiento, pero sí con el bautismo de
Jesús.
El bautismo de Jesús según Benedicto
XVl es el hecho que da sentido al nacimiento, y además, a la propia crucifixión
en tanto la anticipa con las palabras de Dios “Éste es mi hijo amado; yo lo he
decidido” (Mt. 3:17). “Es el cordero de Dios que quita el pecado del mundo”
(Juan 1:29) En otros términos, el bautismo, para Marcos, Juan y, mucho después,
Benedicto XVl, es el significante que torna teológicamente inteligible la vida
de Jesús en tanto permite reinterpretar el sentido de su nacimiento y de su
muerte.
Por lo demás, cuando recordamos el
curso de nuestras vidas ¿lo hacemos en sentido cronológico o de acuerdo a los
momentos significantes que han dado sentido a lo vivido? El sentido de las
cosas –parece no haber otra alternativa- se descubre después que éstas han
sucedido. A veces, recién al borde de la muerte, descubrimos el sentido que
tuvo la vida que vivimos. “El origen se encuentra al final, no al comienzo”
(Heidegger).
El final de los Evangelios, es decir,
la muerte y resurrección del Cristo, sobre-determina sus comienzos. De ahí que
el sentido (y no el significado) del bautismo de Jesús anticipa su muerte y,
por lo menos para dos apóstoles, Mateo y Lucas, “anticipa” su nacimiento. O en
otras palabras: sólo frente a la muerte violenta de Jesús y su posterior
resurrección percibimos el sentido de su nacimiento y de su bautismo.
Si leyéramos, por ejemplo, el
evangelio de Lucas sin conocer nada de la historia de Jesús nos preguntaríamos
acerca de cual es el sentido de que al comienzo de su relato aparezca una mujer
madura llamada Isabel esposa del sacerdote Zacarías y pariente (no sabemos sí
lejana o cercana) de María (Lc.1: 26-38). Isabel era estéril, mas, por decisión
de Dios, quien se había anunciado frente al incrédulo esposo, al igual que
María después, daría luz a un hijo a quien pusieron como nombre Juan. Ahora
bien, el sentido de la visita de Isabel a María aparece mucho después, cuando
el asceta Juan el Bautista, hijo de Isabel, bautiza a Jesús, acto sacramental
que dará origen a la apasionada vida evangélica del Cristo. El bautismo da así
sentido a la visita de Isabel a María y luego, según Lucas, a la de María a
Isabel. Es sólo un ejemplo entre tantos.
3.
Muy importante para indagar el sentido
evangélico en Mateo y Lucas es el esfuerzo que realizan ambos para demostrar la
filiación “noble” del recién nacido en tanto descendiente de la “Casa de
David”, representada en el larguísimo árbol genealógico de José, el “padre
adoptivo” de Jesús. El esfuerzo encuentra justificación en la creencia judía de
que el “salvador” (liberador) debería provenir de la “prole” de David.
Con aguda mirada Geza Vermes percibe
dos detalles que pueden ser formulados en las siguientes preguntas. ¿Cuál es la
intención que guía a ambos narradores en su afán de demostrar la aristocrática
procedencia de Jesús si es que por otro lado afirman que Jesús es hijo de Dios?
¿No existe una competencia entre la descendencia divina de Jesús y su
descendencia nobiliaria? La respuesta lógica debería ser: si el linaje de Jesús
es divino, su linaje familiar ha de carecer de toda importancia; y así lo
estimaron Marcos y Juan.
Vermes, conocedor del por los
cristianos llamado Antiguo Testamento, afirma, además, que la Biblia está llena
de árboles genealógicos, de tal modo que Mateo y Lucas no hacían más que
cumplir con la tradición establecida. Pero, por otra parte, hay que tener en
cuenta que hasta el nacimiento de Jesús no hay ningún otro personaje bíblico a
quien le fuera atribuida no sólo una descendencia directa de Dios sino la
propia representación de Dios “hecho hombre”. Así se explica por qué Marcos
eliminó de su narración la ascendencia terrenal de Jesús y Juan, de acuerdo con
los dictámenes paulinos decide de una vez por todas hacer aparecer a Jesús como
descendiendo directamente de Dios, sin ninguna otra mediación.
De los cuatro evangelistas Mateo es,
sin duda, quien está más cerca del pueblo y como tal vio a Jesús no sólo con
los ojos de un discípulo sino como miembro del pueblo. Marcos, breve, conciso y
a la vez muy poético, se limita a escribir lo que vio. Lucas era el historiador
y como tal completó su testimonio con narraciones de contemporáneos de Jesús,
es decir: fue a las fuentes. El misterioso teólogo Juan no vio nunca a Jesús,
pero quizás, por lo mismo, entendió el sentido (teológico, filosófico) de su
representación. Los extremos narrativos son Mateo y Juan.
En Mateo anidaba la misma
contradicción no resuelta del pueblo que “vivió” a Jesús, y que a la vez era un
dilema: ¿Era Jesús un líder político o espiritual? Mateo y Lucas no resuelven
la contradicción. El testimonio de Mateo, a su vez, es el más político de los
cuatro. No negando la ascendencia divina de Jesús, concede mucha importancia,
quizás demasiada, a su linaje. El Cristo de Mateo es el hijo de Dios venido del
cielo a reivindicar los derechos del pueblo judío; así lo vio al menos
Passolini en su legendario, pero también ideológico film.
No escapará a la observación de Vermes
que en el árbol genealógico de Mateo figuren antepasados no judíos de Jesús, lo
que no ocurre en Lucas, cuyo árbol genealógico es bastante más largo. En ese
breve matiz observamos, sin embargo, una diferencia: el pueblo de Mateo es más
social que nacional y el de Lucas es más nacional que social. La diferencia no
carece, por supuesto, de cierta importancia histórica, la que para no desviarme
de los objetivos trazados no abordaré en este trabajo.
De los cuatro evangelistas Marcos es
el único que no aporta filiación. Juan, a su vez, deja de lado cualquiera
filiación y comienza su Evangelio con esta frase: “En el principio fue la
Palabra y la palabra estaba con Dios, y la palabra era Dios” (Juan.1). Vale la
pena entonces detenernos algunos segundos en esa magistral formulación.
La palabra es el Logos griego, que no
sólo es la palabra de la letra oral o escrita. También es el saber, el
pensamiento, y no por último, la lógica.
El Logos de Juan no sólo precede a la
Gnosis (el conocimiento) Además, la hace posible. El Logos es el Ser que está
antes de cada ser pero que sólo puede ser conocido en su lógica por medio de la
palabra: en ese “yo soy el que soy” pronunciado por Dios frente a Moisés. “Soy
el que soy” es el ser que no tiene más límites que su propio ser, el principio
y el final, lo que es, ha sido y siempre será. Frente a “ese ser que es”, María
y José no son para Juan más que simples intermediarios quienes para la comprensión
del Dios hecho hombre, que es Cristo, carecen de toda significación y sentido,
hasta el punto que apenas los nombra. En fin, de acuerdo a Juan, Jesús no es
hijo de María y José sino de Dios, pero no hijo en sentido biológico sino en su
filiación, a saber, como el Dios mismo que desciende desde su absoluta y total
ascendencia a mostrarnos “el camino, la verdad y la vida” (Juan 14:6)
4.
Después del profundo prólogo teológico
de Juan uno casi no se atreve a volver a las terrenales visiones de los
sinópticos. Sin embargo, hay que hacerlo pues ellos –personas rudas, humildes,
pobres- vieron a, y vivieron con, ese Jesús “existente y real” que no vio Juan;
con ese “Hijo del Hombre” quien fue formado desde el vientre de la muy joven
María y como tal, nació, murió y, según los cuatro evangelistas, resucitó entre
los muertos. Ese, “el que una vez nació” es, por supuesto, el que interesa al
historiador Geza Vermes.
Siempre recurriendo a los testimonios
de Mateo y Lucas (sus “testigos de cargo”) Vermes continúa descubriendo
diversas discordancias entre los dos narradores. Entre ellas llama la atención
las razones que llevaron a María y José a Belén.
Según Mateo, María y José llegaron a
Belén escapando de las persecuciones de Herodes (Mt. 2:7-8) Según Lucas, en
cambio, María y José, al igual que muchos galileos, llegaron a Belén escapando
de un censo que había mandado a realizar el emperador César Augusto para que
fueran inscritas todas las tierras habitadas (Lc. 2: 1-7). Del mismo modo,
según Mateo, María, José y el niño emprendieron después el viaje desde Belén a
Egipto huyendo de los esbirros de Herodes, enviados por el tirano a asesinar a
todos los niños de la región (Mt. 2:13). Pero según Lucas, María, José y Jesús,
regresaron a Nazaret.
La verdad es que tanto de uno como de
otro relato hay sólo muy leves indicios, de modo que no podemos saber cuál es
más verdadero, más aún si tenemos en cuenta que ambos no se excluyen
totalmente, como supone Vermes. Aquello que sí quisiera destacar es que el
imaginario cristiano, sin desechar el relato de Lucas, ha hecho suyo gran parte
del relato de Mateo. Seguramente hay ciertas razones estéticas: el relato de
Mateo acerca del niño visitado por tres magos de Oriente quienes siguen la luz
de la estrella de Belén, no sólo es bellísimo; además, es dramático, es decir,
es más digno de un “hijo de Dios” que el relato de Lucas en donde María y José
aparecen como un matrimonio que huye para no pagar impuestos. Pero Vermes
destaca otra razón, a saber, que el relato de Mateo es una recreación del mito
mosaico.
Como ocurrió en el caso de Moisés,
salvado de las aguas durante las matanzas a niños ordenadas por el faraón,
Jesús escapó del holocausto a los niños ordenado por Herodes. Enseguida, si
Moisés emprendió el éxodo con su pueblo desde Egipto, el Jesús de Mateo fue
llevado por sus padres a Egipto. Eso significa: Jesús cierra el ciclo de Moisés
dando origen, de acuerdo a la narrativa de Mateo, a un nuevo capítulo de la
historia del pueblo judío. De tal manera Mateo deja el camino libre para que
años después, Jesús, desde una montaña (¿nuevo Sinaí?) reivindique mediante el
Sermón a la ley mosaica, aunque acentuando el amor al prójimo por sobre el
cumplimento formal de la ley escrita. De este modo, así como de acuerdo al
Evangelio de Juan, Jesús es el “nuevo Adán”, de acuerdo al de Mateo, es “el
nuevo Moisés”.
A los argumentos de Geza Vermes
podrían agregarse otros. Entre ellos, que las imágenes del nacimiento que
surgen del Evangelio de Mateo tienen un enorme poder simbólico del que carece
el de Lucas. Si Freud hubiera analizado el nacimiento de Jesús según Mateo se
habría dado, sin duda, un gran festín.
Por de pronto, la estrella. Es
evidente que se trata de la estrella de David, la “estrella de la redención”.
Pero, además, es la estrella que brilla entre las tinieblas. Es entonces,
también la luz (platónica) que vence a la oscuridad, mito helénico que ya había
impregnado al judaísmo de los tiempos de Jesús. La estrella judía-griega brilla
sobre Belén, sobre la cuna del niño judío, pero además guía, atrae y conduce a
los representantes de otros pueblos, los “magos”. Es decir, a través del niño
judío, el judaísmo abre sus puertas al mundo y es por eso que los “magos”,
agradecidos, obsequian al niño y a sus padres con regalos: mirra, incienso, oro.
Más aún, el niño ha nacido pese a las amenazas de muerte que vienen de la
dictadura de Herodes. Eso significa que gracias al nacimiento de Jesús, la vida
ha vencido a la muerte. El niño que nace es la esperanza de una vida que
terminará imponiéndose sobre la muerte.
Puede que el nacimiento según Lucas
haya sido más fidedigno ¿quién sabe? Lo único que sabemos es que “el
pueblo cristiano” (como lo llama Benedicto XVl) que sumaba en sus comienzos a
los judíos cristianos y a los “prosélitos” (casi todos griegos) hizo suya las
escenas de Mateo, escenas que continuaron re-inventándose a través del mundo
con árboles invernales, heréticos viejos pascueros, copos de algodón,
serpentinas, papel de aluminio, luces digitales y otros paganos ornamentos,
para celebrar, en el nacimiento de ese niño, la natalidad humana. La Navidad:
la natividad: el día del nacimiento.
5.
He dejado para el final el tema de “la
virginidad de la virgen” (redundancia intencional) no porque tenga un interés
demasiado grande en la monótona polémica inter-cristiana librada en el pasado
reciente, sino porque pienso que la simbología de la virginidad trasciende
lejos las absurdas discusiones entre “biologistas” y “milagristas”.
Siguiendo por última vez a Geza
Vermes, hay que señalar que de acuerdo al riguroso (a veces un tanto rígido)
método historiográfico por él escogido, el tema de la concepción divina de
Jesús distaba de ser un despropósito para los contemporáneos de María y José.
En efecto, el Antiguo Testamento abunda en anuncios relativos a mujeres
embarazadas sin mediación masculina. De la misma manera, otras fuente del
cristianismo, la mitología griega, contiene innumerables episodios que narran
deslices fálico-celestiales de dioses que descienden a satisfacer apetitos poco
divinos con mujeres de esta tierra. De tal modo, tanto Mateo como Lucas
escriben de acuerdo a la tradición establecida, y en estricta continuidad con
su legado religioso pues, hay que decirlo, ni Mateo ni Lucas imaginaron que
alguna vez sus relatos iban a formar parte de algún “nuevo testamento”. No fue,
esa, en todo caso, la intención de Jesús.
Quizás hay que repetirlo hasta el
cansancio: Jesús fue un judío ortodoxo que nació, vivió y murió siguiendo a su
religión, la judía. La palabra de Cristo, además, fue -por lo menos hasta el
siglo tercero D.C. – predicada al interior de las sinagogas. De tal modo, Mateo
y Lucas escribieron en continuidad con las tradiciones religiosas –y
literarias- del tiempo que vivieron, tradiciones judías y en menor medida,
helénicas.
Volviendo al tema del nacimiento vale
la pena destacar otra diferencia importante entre Mateo y Lucas. En Mateo, el
ángel Gabriel dio la noticia de la inmaculada concepción al atribulado José
(Mt. 1: 18-23). En Lucas, en cambio, el ángel anunció directamente a María la
buena nueva, dejando de lado a José (Lc. 1: 26-33). En Lucas, por lo tanto, la
relación entre la divinidad y María fue directa, sin mediación patriarcal, como
en Mateo. De acuerdo a Lucas, entonces, María es la interlocutora de Dios a
través del ángel. La “mariología”, parte insustituible del cristianismo
católico, encuentra así sus antecedentes remotos en el Evangelio según San
Lucas.
Ahora bien ¿tiene alguna importancia
teológica o histórica la virginidad de María? Desde el punto de vista
teológico, no hay duda que la tiene, pues la descendencia divina de Jesús queda
así materialmente asegurada, aunque siempre habrá teólogos que sostengan que no
hay ninguna contradicción en el hecho de que Jesús sea Dios y su concepción sea
humana. Desde el punto de vista historiográfico no tiene en cambio ninguna
importancia, salvo aquella de dar cuenta de la discusión teológica como parte
de la historia del cristianismo. Sin embargo, en este texto he sostenido que
más allá de discusiones teológicas e historiográficas, hay una tarea que desde
una perspectiva filosófica es imposible soslayar y esa es la de descifrar
símbolos.
Quiero decir simplemente que más allá
de la discusión inter-teológica acerca de María, es decir, no negando pero
tampoco aceptando su virginidad, esa virginidad aparece en el espacio de las
visiones colectivas como algo cuya representación simbólica es imposible negar.
Eso significa que estando de acuerdo o en desacuerdo con la tesis de la
virginidad, María nunca será “simplemente María” sino siempre, aún para muchos
no cristianos, “la virgen”. Los pueblos, las oraciones, la liturgia, la música
de Bach, el poderoso arte renacentista, incluso el moderno, la reconocen y la
reconocerán siempre como “la virgen”. Ni la más acuciosa investigación
histórica, ni el más agudo argumento teológico, ni la más racional de las
argumentaciones, podrán quitarle ese rango que le otorgaron millones de
habitantes de la tierra, sobre todo los más pobres y humildes: la madre virgen
del niño Dios.
María es, o ha llegado a ser, la
representación universal de La Madre. Eso quiere decir: ella ha sido y es
virgen no tanto por haber sido virgen sino por ser madre ¿Se entiende la idea?
Ese es el sentido no biológico y no teológico de la virginidad de María: la
representación del amor de madre. El amor de madre al recién nacido como fase
superior del amor, amor que aún no siendo divino es el que más se acerca al
amor divino. El amor de madre que no pide nada y está dispuesto a darlo todo,
amor sin condiciones, amor que siempre perdona. Amor que se emancipó del amor
como deseo, amor siempre dispuesto a la renuncia y al sacrificio. Amor que
limpia y purifica, es decir, amor que convierte en virgen a cada madre.
Quiero así destacar: desde la visión
de los pueblos no es la virginidad de María la que hace posible el nacimiento
de Jesús sino al revés: el nacimiento de Jesús hizo de su madre una virgen. Y
así como no hay amor más verdadero que el amor de María, que es el amor de
todas las madres, no hay dolor más terrible en este mundo que el dolor de madre
frente a su hijo muerto. Y quien no me crea, vea, mire La Pietá de Miguel
Angel. Vea, mire, aunque sea una simple reproducción. En la María que sostiene
el cuerpo inerte del hijo amado está el dolor de todas las madres del mundo.
Ese dolor hizo y hace de ella “la virgen”. Nadie podrá quitarle ese título: es
suyo; y para siempre.
María, como toda madre, es la
mediación simbólica y real entre la vida y la muerte.
Cada nacimiento, cada natividad
es, en cierto modo, si no una resurrección, un re-nacimiento, uno desde la
oscuridad hacia la luz, un triunfo de la vida frente a la muerte. Es, en fin,
la vida que vuelve a la vida. O para decirlo en clave reflexiva: a veces pienso
que antes de cada nacimiento hay una muerte.
A veces pienso que aún nuestro
calendario, el cristiano, no ha podido evitar esa “otra” relación temporal.
Quizás no es casualidad que en ese mismo calendario la muerte de Jesús,
incluyendo su resurrección, vale decir, la Semana Santa, se encuentre antes de
la Navidad. Y entre la pasión de Jesús y su nacimiento hay un periodo de
aproximadamente nueve meses: el periodo de la gestación. Puede ser entonces que
aún sin saberlo, en cada Navidad no sólo celebramos un nacimiento. También
celebramos un regreso. ¿Será así?
Referencias:
Antes, P. Jesus, eine
Einführung, Panorama, Wiesbaden, sin fecha
Benedikt
XVl. Jesus von Nazareth, Herder, Freiburg, Basel, Wien 2007
Bultmann,
R. Jesus, UTB, Tübingen 1988
Frege.
G. Über Sinn und Bedeutung, en Berners Chr. Sprachphilosophie, Friburg, Münich
1999
Mires, F. El pensamiento de
Benedicto XVl, La Araucaria, Buenos Aires 2008
Rosenzweig,
F. Der Stern der Erlösung, Suhrkamp, Frankfurt 1988
Vermes,
G. Die Passion, Primus, Darmstadt, 2006
Vermes,
G. The Nativity. History and Legend, Penguin Books, New York 2006
Wittgenstein,
L. Philosophische Gramatik 4, Suhrkamp, Frankfurt 1988
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