Fernando Mires 10 de diciembre de 2013
Puede ser una coma y un cero, la
diferencia será siempre ínfima.
Como si la política fuera una
actividad geométrica la población electoral venezolana -ya antes del 8D- ha
sido dividida en dos mitades casi exactas. Si a ello agregamos un cuarenta por
ciento de esa ciudadanía a la que importa un rábano la política, cualquier
gobierno que se diga revolucionario -cualquiera menos el de Maduro- debería
sentirse humillado y ofendido. Porque ese es el resultado plebiscitario de las
elecciones del 8D: En Venezuela es imposible una revolución. Así habló el
pueblo.
A nadie que no resida en un manicomio,
ni siquiera a un chavista cuando está a solas, se le podría ocurrir que con una
mitad electoral gobiernera, con otra mitad electoral en activa oposición y con
un por lo menos 40% de absoluta indiferencia, es posible imponer a troche y
moche un sistema que ha fracasado en todo el mundo. O una revolución es totalmente
mayoritaria o nunca será una revolución; cuando más un golpe de estado, civil o
militar. O ambos a la vez.
Toda elección nacional es un
plebiscito, se quiera o no. Mucho más plebiscitaria es cuando solo hay dos
opciones. De modo que, y en contra de la opinión de tantos mariscales
post-electorales, hay que decir que Capriles no inventó la idea del plebiscito.
Si alguien la inventó fue Chávez.
No hubo ninguna elección durante el
largo mandato de Chávez a la que él no hubiera conferido carácter plebiscitario.
Capriles solo continuó la tradición. Debía incluso hacerlo. Si ya había
cuestionado -y con toda razón- la legitimidad de las elecciones del 14A,
cualquiera elección después de esa fecha habría tenido objetivamente un
carácter plebiscitario. Y bien, ese es el punto: El plebiscito del 8D lo perdió
el gobierno. Lo perdió en términos cuantitativos al no obtener mayoría
absoluta, y lo perdió en términos cualitativos al ser derrotado en las ciudades
más importantes del país.
Ahora, en cualquier país normal,
cuando se produce una situación de empate, las dos partes tienden a establecer
un pacto destinado a despolarizar el ambiente y crear mínimas condiciones de
gobernabilidad. Pero Venezuela no es un país normal. Todo lo contrario. El
discurso de Maduro del 8D fue el de un hombre que tiene detrás de sí, delirando
de pasión por su persona, a más del 80 por ciento de la ciudadanía. Razón de
más para pensar que definitivamente no va haber dialogo. Por el contrario, va a
continuar la represión a los medios; los adversarios serán declarados
delincuentes, agredidos, insultados; muchos irán presos, y las instituciones
seguirán secuestradas por una secta fanática incrustada en el Estado. Así lo
dio a entender Maduro.
El problema es que si analizamos el
tema desde un punto de vista militar y no político, Maduro tiene cierta razón.
Pues todo dialogo es una negociación sobre la base de relaciones de poder. Sin
negociación, obvio, no hay dialogo. Y bien: ¿Qué puede negociar la oposición
con Maduro? La oposición no controla ningún poder fáctico, ningún poder
estatal, ningún gran medio de comunicación, ninguna central sindical, ninguna
parte del ejército, y pese a que representa a la mayoría ciudadana en la
Asamblea Nacional, su nominalidad es minoritaria. Solo tiene detrás de sí a una
inmensa cantidad de electores, a las mentes más esclarecidas del país, a los
principales intelectuales, a los mejores profesionales. Pero eso no se puede
negociar. Para negociar se requieren dos partes políticas y el gobierno de
Maduro es profundamente antipolítico. Ahí está la raíz. No habiendo diálogo
solo puede haber confrontación.
Estamos hablando de una confrontación
anunciada. Lo han dicho moros y cristianos. Pero -es la novedad- no será una
nueva confrontación política pues ésta solo se da en Venezuela durante periodos
electorales. Será una confrontación en el espacio social. Más evidente aún si
tomamos en cuenta que la realidad económica le pasará la cuenta a las
aberraciones de Maduro, sobre todo a aquellas destinadas a controlar los
precios a punta de bayonetas. Escasez, pérdida de fuentes de trabajo, inflación, mercado negro,
informalización cambiaria, son solo algunas
de las expresiones que asumirá en 2014 la crisis económica inducida por
el chavismo y el madurismo.
La pregunta es entonces ¿posee la MUD,
o la oposición en general, dispositivos
que le permitan conectarse con las movilizaciones sociales que ya tienen lugar
en Venezuela?
Venezuela debe ser el país
latinoamericano en donde hay más protestas sociales. Las huelgas, los paros,
las tomas de calle y carreteras, las guarimbas, todo eso es pan de cada día.
Gran paradoja es que Venezuela debe ser también el país latinoamericano en el
cual las movilizaciones sociales tienen el más bajo nivel político. No solo no
se conectan entre sí. Hay, además, una carencia casi total de organismos
populares en condiciones de coordinar regional y nacionalmente las luchas
sociales.
Si en algo tuvo éxito la
administración Chávez fue haber destruido las organizaciones independientes de
trabajadores convirtiendo a la mayoría de ellas en simples dependencias del
Estado. Con ello rompió la espina dorsal de la sociedad venezolana. En la
Venezuela de hoy no hay nada que sea parecido a lo que fue la CGT argentina, a
los sindicatos automotrices de Sao Paulo, a la CUT de Chile, a la COB
boliviana.
No se trata por cierto de suscribir la
afirmación de Lenin relativa a que en
cada huelga se esconde la hidra de la revolución. Pero en cada huelga sí se
esconde un mínimo de potencial político. Mas no en Venezuela. Allí puede haber
cientos de protestas sociales al día sin que ninguna raspe la piel del más
grande empresario capitalista del país: el Estado chavista.
El problema es mayor si se considera
que el malestar social solo ha podido, hasta ahora, articularse a través de lo
político sin que lo político sea articulado a través de lo social.
La misma MUD creó sus fuerzas en
grandes eventos electorales. Gracias a las elecciones la MUD llegó a ser la
organización opositora más poderosa de todos los países del ALBA. Gracias
también a las elecciones aparecieron excelentes líderes políticos pero muy
pocos líderes sociales. ¿Tendrán los actuales líderes políticos capacidad para
entender las demandas sociales y dar a ellas alguna orientación política? Es la
pregunta decisiva.
Tanto más decisiva si consideramos que
ante la ausencia de convocatorias políticas las movilizaciones sociales no
pasan de ser simples estallidos anómicos. El Caracazo (1989) como el Bogotazo
en Colombia (1948), ocurrieron como cualquier "azo", no gracias
a la existencia de conducción política,
sino a su ausencia. Estallidos que solo conducen a la militarización de las
calles, o a masivas represiones cuya sangre pavimenta el camino que lleva a los
gorilas al poder.
El desafío que enfrentará la oposición
durante 2014 será entonces todavía más grande que ganar una elección.
La luchas del 2014 no estarán
centradas en plazas citadinas sino al interior de cada fábrica, recinto
comercial, dependencias públicas y asambleas populares. Será también la
oportunidad para que las numerosísimas luchas sociales venezolanas adquieran
ese contenido político del que hoy carecen. Y a la vez, para que la oposición
desarrolle una vocación social que todavía no ha podido demostrar. Si esa
oportunidad es bien aprovechada, el mismo Maduro se verá obligado a hacer lo
que más detesta: dialogar.
En política un dialogo no se solicita:
se impone.
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