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martes, 3 de junio de 2014

El socialismo del siglo XXI se contagia

GINA MONTANER Lunes 02 de junio de 2014

Resurge en el mundo el peligro de la propagación del virus mortal Ébola y los científicos se apresuran a encontrar una vacuna que neutralice el mal. Ahora, con el auge en las elecciones europeas de partidos radicales como la ultra derecha en Francia y la ultra izquierda en España, es inevitable preguntarse si alguna vez habrá un antídoto que nos vacune contra los riesgos de los extremismos políticos.

En lo que respecta al éxito del discurso de la dinastía Le Pen en el país galo, se ha debido, en gran parte, al voto xenofóbico y al de los nacionales que están en paro. En España el partido Podemos, más a la izquierda, si cabe, de los antiguos comunistas refundidos bajo Izquierda Unida, ha obtenido cinco escaños en el Parlamento Europeo, convirtiéndose de la noche a la mañana en la cuarta fuerza política del país.

El líder de Podemos es Pablo Iglesias, un profesor de Ciencias Políticas de la Universidad Complutense que ha alcanzado gran popularidad gracias a las tertulias políticas en televisión. Verboso y defensor de los movimientos anti sistema, Iglesias enarbola un ideario populista inspirado, en gran medida, en los preceptos que el desaparecido Hugo Chávez impulsó hace 15 años en Venezuela bajo la bandera del socialismo del siglo XXI y con el auspicio de su mentor Fidel Castro. Precisamente el ideólogo de Podemos es otro profesor, Juan Carlos Monedero, admirador del chavismo y del eje del Alba conformado por los actuales gobernantes de Bolivia, Nicaragua, Ecuador y el propio heredero de Chávez, Nicolás Maduro.

Resultan muy reveladores (por no decir inquietantes) los vídeos en YouTube de Iglesias haciendo alabanzas de Chávez y de su revolución. Con motivo de su muerte, el dirigente de Podemos da una lección televisiva explicando en qué consiste la grandeza del artífice del socialismo del siglo XXI y cómo su mito es un referente universal para las revoluciones que están por hacer.

Son muchos en España los que en estos momentos manifiestan su desencanto con los dos grandes partidos tradicionales, en el centro-derecha el PP y en la socialdemocracia el PSOE. No les falta razón a la hora de ejercer un voto de castigo contra la corrupción institucional, un 24% de desempleo que condena a los más jóvenes al paro y el anquilosamiento de un sistema principalmente bipartidista, cuyas estructuras internas son poco democráticas y con escaso margen para la renovación dentro de los partidos.

De hecho en las cúpulas del PP y el PSOE se vive un estado de emergencia (con más o menos capacidad de autocrítica) para frenar el descalabro que se les avecina en las elecciones generales. Los ciudadanos exigen respuestas concretas que resuelvan la crisis nacional. En la calle se respira cero tolerancia frente a los desmanes de políticos corruptos y predispuestos a un nepotismo que bloquea la meritocracia en una sociedad cuyo último refugio continúa siendo el elefantiásico funcionariado público.

Se entiende perfectamente la desilusión generalizada con las dos grandes fuerzas políticas desde la transición a la democracia hace ya más de treinta años. Es evidente que en el seno de PP y PSOE apremia una profunda renovación y mayor conexión con las necesidades del electorado, si no quieren que sus votos se diseminen aún más entre los pequeños partidos que han ido tomando fuerza con programas más a la carta. Pero los desencantos en tiempos difíciles (y toda Europa está aquejada de una crisis de identidad que pone en jaque el sueño de la Unión Europea) son muchas veces caldo de cultivo para una pesadilla de la Razón que produce monstruos.

No es para menos el desasosiego y el temor a los fantasmas del pasado cuando la derecha radical sube como la espuma con arengas nacionalistas que azuzan el odio a lo foráneo. Y también es preocupante que los jóvenes, ante un lúgubre panorama vital y laboral, se inclinen a pensar que la salida del túnel pasa por el descabellado recetario del socialismo del siglo XXI que ensalza el mediático Pablo Iglesias. Eso sería ignorar a todas luces el desastre del experimento en Venezuela, hoy abocada al abismo con más pobreza que antes del chavismo, más crimen, más desempleo, la inflación por los aires, los medios independientes clausurados y la oposición perseguida.

El propio ex presidente del Gobierno Felipe González ha advertido que España y Europa enfrentarían una “catástrofe” si se impone el modelo bolivariano. Urge una vacuna contra el desastre al que conduce la ceguera política


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