Vecinos de Caracas cargan dos cadáveres durante la revuelta de 1989. |
IBSEN MARTÍNEZ 5 JUN 2014
Aquellos intelectuales
venezolanos que en 1989 firmaron una carta de adhesión a Fidel Castro rechazan
hoy el autoritarismo del régimen chavista
En el fandango de locos que es nuestra
América prosperó, hasta hace poco, la excéntrica costumbre de invitar al
dictador cubano, Fidel Castro, a la toma de posesión de presidentes electos
democráticamente. Si ya hemos dejado de hacerlo es solo porque el provecto y
protervo comandante no está ya para esos trotes.
En Venezuela aún recordamos cómo la
toma de posesión de Carlos Andrés Pérez, para su segundo y malhadado período
constitucional (1988-1993), revistió la apariencia de una coronación
monárquica. De todos los invitados a aquella apoteosis, Fidel Castro fue la
estelar figura por quien se desmoñaron las damas del Country Club en su afán de
estrechar la mano del Comandante durante un sarao muy mentado en aquel tiempo.
Fue también por esos días cuando Castro dio en vestir traje oscuro y corbata
para ocasiones muy señaladas, como la audiencia que le concedió el papa Juan
Pablo II en 1996.
A los ojos de cualquier venezolano de
mi generación, el traje azul marino y las coloridas corbatas que lució el
Máximo Líder en la ceremonia inaugural de Pérez contrastaban socarronamente con
la Colt 45 colgada al cinto con que pretendió dirigir un discurso ante el
Congreso de mi país en su primera visita a Caracas, en 1959. Felizmente, Rómulo
Betancourt, quizá el único ser humano en toda América Latina que no había
sucumbido al hechizo de los barbudos era, al mismo tiempo, presidente de
Venezuela (1958-1963) y ordenó desarmar a Castro, junto con sus hombres (cuesta
llamar comitiva a aquella panda verde olivo de hirsutos cortagangantas), no
bien aterrizaron en Maiquetía, apenas 22 días después de haber derrocado a
Fulgencio Batista, el dictador saliente. Pero, ¿qué tiene que ver la evocación
de ocurrencias del siglo pasado caribeño con el título de esta bagatela de
asunto, digamos, cultural?
La respuesta quizá esté en un exaltado
manifiesto de bienvenida, firmado nada menos que por 911 sedicentes
intelectuales, entre académicos, poetas y artistas venezolanos, a la llegada de
Castro a Caracas hace ya un cuarto de siglo. Me serviré de él porque ofrece una
muestra, sin duda parcial pero significativa, de nuestro poetariado progresista
que quizá permita caracterizar las tortuosas relaciones que hoy sostienen
intelectuales y artistas venezolanos con la vociferante satrapía militar que
expolia y desangra mi país ante la indiferencia de casi todo el mundo.
Como espécimen de un género
latinoamericano por excelencia, el Manifiesto de los 911 es muy breve pero cabrillean
suficientemente en él frases imbuidas de garciamarquezca postración ante el
Hombre Imprescindible como para dudar de su linaje izquierdista.
Nada menos que 911 sedicentes
intelectuales, entre académicos, poetas y artistas venezolanos, firmaron un
manifiesto de bienvenida a Castro
“En esta hora dramática del Continente
—declaraban los firmantes—, solo la ceguera ideológica puede negar el lugar que
ocupa el proceso que usted representa en la historia de la liberación de
nuestros pueblos”. Sigue diciendo el documento que en 1959 Castro triunfó sobre
“la tiranía, la corrupción y el vasallaje” batistianos. Y termina así:
“...afirmamos que Fidel Castro, en medio de los terribles avatares que ha
enfrentado la transformación social por él liderizada y de los nuevos desafíos
que implica su propio avance colectivo, continúa siendo una entrañable
referencia en lo hondo de nuestra esperanza, la de construir una América Latina
justa, independiente y solidaria”. Luego firman mis compatriotas, en orden
alfabético: Abdala, Guillermo; Acosta, Vladimir y así, sucesivamente, hasta
llegar a Zapata, Pedro León.
Junto a cada nombre, la lista añade
una sucinta descripción del arte u oficio o disciplina, nivel de escolaridad,
rango académico del abajo firmante y, en ocasiones, la opinión que de sí mismos
tienen los infaltables wannabes: los igualados de siempre, los parejeros, los
quiero y no puedo colados mayoritariamente en la lista. Así, junto a
reconocidos escritores, artistas plásticos y académicos, se asoman borrosos
“promotores culturales”, “artistas del fuego”, “editores alternativos” de no se
supo nunca qué tipo de publicaciones, catedráticos de materias introductorias y
el consabido batallón de cineastas de filme inconcluso de quienes nada se sabía
entonces ni se ha podido saber.
El documento se lee hoy con nostalgia
del año en que, con la caída del muro de Berlín, comenzó el colapso de la Unión
Soviética. También con desengañada sonrisa al ver el nombre de entrañables,
auténticos hombres y mujeres de ideas y de letras, de músicos, cineastas, gente
de teatro y artistas plásticos, entreverado con el de los sempiternos logreros
y lobbystas del presupuesto cultural del petroestado venezolano; todos
saludando a un tiempo la visita de un tirano que en cosa de meses habría de
fusilar, tras un juicio farsesco, a quienes se pensaban sus mejores amigos.
Podría pensarse que aquel manifiesto
fue pura efusión de simpatía caribe por el Máximo Líder pero lo cierto es que
se presentó también como respuesta obligada a otra carta abierta que los
desaparecidos Reinaldo Arenas y Jorge Camacho, escritor el primero y pintor el
segundo, ambos disidentes cubanos por entonces ya exilados, enviaron a Fidel
Castro en diciembre del año anterior, apenas dos meses antes de la visita de
éste a Caracas, emplazándolo a convocar un plebiscito luego de treinta años de
ejercer poder omnímodo sobre la isla.
La Carta de París, como pronto fue
conocida aquella exhortación, halló muchísimo eco en el mundo intelectual
europeo y estadounidense y concitó la firma de unas cien personalidades; gente
como Octavio Paz, Jack Nicholson, Juan Goytisolo, Saul Bellow, Yves Montand,
Claude Simon, José Luis Aranguren, Bernard-Henri Lévy, Federico Fellini o
Gérard Depardieu.
En la carta de los 911, como es de
suponer, “no están todos lo que son ni son todos los que están”. Ciertamente,
no figura nadie nacido a la vida pública venezolana a este lado del caracazo,
nombre con que son conocidos los sangrientos motines y saqueos que estallaron
en febrero de 1989, no bien se marcharon los dignatarios invitados a la
coronación de Pérez.
Comparada con la lista de
ultraconservadores —los llamados notables— que, encabezados por el humanista
burgués por excelencia, Arturo Uslar Pietri, firmaba un año más tarde una
artera declaración, modelo de antipolítica, que en opinión de muchos contribuyó
enérgicamente a validar la defenestración constitucional de Pérez, gracias a
una leguleya conspiración de la dirigencia de Acción Democrática —su propio
partido—, los barones de la prensa y buena parte del empresariado, la lista de
los 911 filocastristas podría pasar por una nómina de ingenuos, borreguiles
buenos lectores de Las venas abiertas de América Latina, pero no es del todo
así.
Por ejemplo, ese Alí Rodríguez, que en
1989 se definía escuetamente como “ensayista”, ¿será el mismo Alí Rodríguez,
exguerrillero contumaz, que con Chávez llegó a ser embajador de Venezuela en
Cuba, canciller, ministro de petróleos, presidente de la empresa petrolera
estatal, ministro de economía y finanzas, secretario general de la Opep y,
actualmente, secretario general de Unasur?
Un poco más arriba figura Elías Pino
Iturrieta, brillante historiador que por entonces era decano de la Facultad de
Humanidades en la Universidad de Central de Venezuela, autor de muchos libros y
de uno muy especial: El divino Bolívar: ensayo sobre una religión republicana
(Catarata, 2003), texto sin duda seminal para el desmonte del culto a Bolívar.
Hoy, Pino Iturrieta es editor adjunto de El Nacional, acosado e insumiso
matutino de oposición.
Abundan en la lista marxistas que, sin
haber dejado de serlo, hoy denuncian los extravíos de la petrodiplomacia
chavista, como lo hace el economista Héctor Malavé Mata, o los dislates del
culto a la personalidad, como lo hace el profesor Alexis Márquez Rodríguez,
paisano de Chávez, filólogo y académico de la lengua quien durante décadas
mantuvo una popular columna sobre el castellano en América, columna de mucho
predicamento entre nosotros.
Transcurrido un cuarto de siglo desde
aquella visita, luego de quince años de hegemonía chavista, muchos de aquellos
firmantes venezolanos siguen siendo figuras relevantes en nuestra cultura,
aunque hoy bien podrían decir con Neruda: “nosotros, los de entonces, ya no
somos los mismos”.
En efecto, si atendemos tan solo a los
123 abajo firmantes que en 1989 se describían a sí mismos como escritores (algo
así como el 13,3 % del total de saludantes), vemos que la abrumadora mayoría de
ellos enfrenta hoy decididamente el modelo castrochavista —de algún modo hay
que llamarlo, sobre todo ahora que [el líder del partido Podemos] Pablo
Iglesias, autoproclamado bolivariano peninsular, lo ha propuesto a los
españoles—.
Esa mayoría ha generado desde hace
mucho más de quince años no solo obras laureadas (tal el caso de Alberto
Barrera Tyszka, premio Herralde de novela 2006, coautor de una autorizada
biografía crítica de Chávez, columnista y acérrimo adversario del régimen),
sino toda una masa de significados críticos del neopopulismo latinoamericano,
la manipulación política de la memoria histórica, la militarización de la
sociedad, la constitucionalidad política, el papel del Estado en la educación y
la cultura, la gestión de la riqueza petrolera, la violencia criminal y, last
but not least, la pérdida de soberanía que entraña haber convertido al poder
ejecutivo venezolano en un aberrante protectorado político de Cuba.
¿Circulan ideas en Venezuela? ¿Debaten
los intelectuales de mi país? Hace tres lustros la conversación pública se
afanaba en discernir la verdadera naturaleza del chavismo. ¿Populismo carismático
radical o militarismo latinoamericano a secas? ¿peronismo caribeño?
¿neotorrijismo patrimonialista? ¿y qué rayos debíamos entender por bolivariano?
¿Por qué había que nacionalizar de nuevo, una y mil veces, el petróleo? Los
accidentes del proceso revolucionario han forzado a aterrizar los temas.
Así, hoy se interpela duramente al
gobierno, como lo hace la historiadora Inés Quintero, autora de best sellers
sobre el procerato independentista, sobre la adoctrinadora versión de la
historia patria que el poschavismo ha hecho obligatoria en los libros de texto
de escuela elemental. Angel Alayón, economista y director de Prodavinci, el más
influyente medio digital del país, exclusivamente dedicado a literatura e
ideas, desenmascara persuasiva y garbosamente la inviabilidad del socialismo
del siglo XXI.
Desbocado ya, desde hace meses, el
autoritarismo, adoptado por Nicolás Maduro el método fidelista —machacar,
intimidar, encarcelar— como única manera de lidiar con más de cien días de
protestas estudiantiles que, a fines de mayo, arrojaba un saldo de 44
asesinatos impunes, más de mil detenciones y decenas de denuncias de torturas,
el cariz dictatorial de este régimen híbrido no está ya en discusión. Moisés
Naím parece haber zanjado al fin el debate caracterizando atinadamente el
régimen venezolano como “dictadura posmoderna”. Venezuela no es ya escenario
acogedor para los equilibristas fiadores intelectuales del neopopulismo
latinoamericano, a la manera del posmarxista argentino Ernesto Laclau.
La concentración de todo el poder en
una misma persona, el verticalismo centralizador tan caro a Fidel Castro y sus
epígonos, ha ahogado hasta las leales, zalameras disidencias que tanto aprecian
algunos dictadores. El régimen instaurado por Chávez no admite sino la obsecuente
adulación de los mujiquitas, derivación del bachiller Mujica, personaje de Doña
Bárbara con que Rómulo Gallegos satirizó a los áulicos civiles de los
espadones.
Así, un país de poetas como Rafael
Cadenas, laureado en 2009 con el Premio Feria Internacional del Libro de
Guadalajara para la Literatura en Lenguas Romances, hombre cuyos poemas
memoriza todo venezolano culto desde hace generaciones, o el desaparecido Eugenio
Montejo (1938-2008), que en 2004 obtuvo el Premio Internacional Octavio Paz de
poesía y ensayo, no han merecido sino el escarnio propio de guardias rojos
chinos de parte de las autoridades culturales venezolanas.
Característicamente, el poeta Luis Alberto
Crespo (1941), antiguo director del Papel Literario de El Nacional, y de quien
no vacilo en decir que en su columna semanal Unión Libre desplegaba hace ya
treinta años una de las mejores prosas de la lengua, es desde 2013 embajador de
Venezuela ante la Unesco. “Chávez es el mejor poeta del país”, afirmó
galanamente Crespo al instalar un Festival Internacional de Poesía. El actual
ministro del Poder Popular para la Cultura, el músico Fidel Barbarito, piensa
lo mismo. Farruco Sesto, el anterior ministro de Cultura, opina igual.
Es claro que el núcleo duro de la
intelligentsia venezolana actual, la crema de la crema de aquellos 911, ha
terminado encarnando una obstinada oposición “de centro izquierda” al chavismo.
Para irnos entendiendo, estarían ellos más cerca de la española Rosa Díez, del
partido Unión Progreso y Democracia (UPyD) que de Pablo Iglesias, el telegénico
chavista vallecano de Podemos.
Algo que, bien o mal debería tener en
cuenta el viajero, corresponsal, o simple observador de pájaros que aún piense
que todo lo que en Venezuela se opone al chavismo es élite blanca, ultraderecha
pura y dura, nómina de contratados de la CIA o todo lo anterior.
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