PAUL KRUGMAN 06 de marzo de 2016
De
modo que los republicanos van a elegir a un candidato que no dice más que
estupideces cuando habla de política nacional; que cree que la política
exterior puede basarse en la intimidación y la beligerancia; y que saca partido
con cinismo del odio racial y étnico para obtener réditos políticos. Pero eso
iba a ser así en cualquier caso, al margen de los resultados de las primarias.
La única novedad es que el candidato en cuestión probablemente sea Donald
Trump.
La
cúpula republicana tacha a Trump de fraude, cosa que es. ¿Pero es él más
fraudulento que los poderes establecidos que tratan de detenerlo? La verdad es
que no.
De
hecho, cuando uno se fija en la gente que lo critica, no queda más remedio que
preguntarse: ¿cómo pueden tener tan poca conciencia de sí mismos?
Donald
Trump es un “farsante”, dice Marco Rubio, quien ha prometido aprobar unas
gigantescas rebajas fiscales, emprender un enorme rearme militar y equilibrar
el presupuesto sin reducir ni un ápice las ayudas de los estadounidenses
mayores de 55 años.
“No
puede haber evasión ni juegos”, brama Paul Ryan, presidente de la Cámara de
Representantes, cuyos promocionadísimos presupuestos dependen por completo de
una “receta misteriosa”, es decir, afirma que pueden recaudarse miles de
millones de dólares tapando unas lagunas fiscales no especificadas y que se
pueden ahorrar miles de millones más gracias a unos recortes del gasto no
especificados.
Ryan
también afirma que el “partido de Lincoln” debe “rechazar a cualquier grupo o
causa que se base en el fanatismo”. ¿Habrá oído hablar alguna vez de la
“estrategia sureña” de Nixon, de los comentarios de Ronald Reagan sobre las
reinas del bienestar y de los “fornidos jovenzuelos” que usaban los vales de
alimentos de Willie Horton?
Digámoslo
de este modo: hay una razón por la que alrededor del 90% de los blancos del sur
profundo votan a los republicanos, y no es su adhesión filosófica a los
principios libertarios.
Luego
está la política exterior, un terreno en el que Trump es, si cabe, más
razonable —o para ser más exacto, menos irrazonable— que sus rivales. No tiene
problemas con la tortura, ¿pero quién los tiene en su bando? Es beligerante,
pero, a diferencia de Rubio, no es el favorito de los neoconservadores, o sea,
la gente responsable del desastre de Irak. Hasta ha llegado a decir lo que todo
el mundo sabe pero nadie de la derecha debe, en teoría, admitir: que el
Gobierno de Bush condujo deliberadamente a Estados Unidos a aquella guerra
desastrosa.
Ah, y
es Ted Cruz, no Trump, quien parece deseoso de “bombardear indiscriminadamente”
a la gente, sin que parezca saber lo que eso significa.
De
hecho, es inevitable preguntarse por qué, exactamente, al sistema republicano
le horroriza tanto Trump. Sí, es un farsante, pero todos ellos lo son.
Entonces, ¿en qué se diferencia esta farsa de las demás?
La
respuesta, diría yo, es que el problema del sistema con Trump no tiene que ver
con la farsa que él interpreta, sino con la que interrumpe.
En
primer lugar, está la farsa que los republicanos normalmente se las apañan para
representar en las elecciones nacionales (esas en las que aparentan ser un
partido serio y maduro que procura sinceramente enfrentarse a los problemas de
Estados Unidos). La verdad es que ese partido desapareció hace mucho tiempo,
que en la actualidad no quedan más que fantasías neoconservadoras y economía
vudú. Pero el sistema quiere guardar las apariencias, lo que será más difícil
si el candidato elegido es alguien que se niega a interpretar su papel.
Por
cierto, preveo que en el caso de que Trump resulte elegido, los expertos y
otros que afirman ser conservadores reflexivos se tocarán la barbilla y
declararán, tras grandes muestras de cuidadosa deliberación, que él es la mejor
opción dados los defectos de carácter de Hillary, o algo así. Y los
autoproclamados centristas encontrarán el modo de afirmar que los dos bandos
son igual de malos. Pero ambas actuaciones resultarán especialmente forzadas.
Y, lo
que es igual de importante, el fenómeno de Trump pone en peligro el engaño al
que el sistema republicano ha estado sometiendo a sus propias bases. Me refiero
a las tácticas engañosas mediante las que se induce a los votantes blancos a
odiar las grandes Administraciones recurriendo a mensajes encubiertos sobre Esa
Gente, mientras que las políticas reales solo pretenden recompensar a los
donantes.
Lo que
ha hecho Donald Trump es decirles a las bases que no tienen que aceptar el
paquete completo. Promete conseguir que Estados Unidos vuelva a ser blanco —sin
duda, todo el mundo sabe que ese es el verdadero eslogan, ¿verdad?— a la vez
que promete proteger la Seguridad Social y Medicare, y alude (aunque no lo
proponga claramente) a una subida de impuestos a los ricos. Los republicanos
del sistema, indignados, farfullan que Trump no es un conservador de verdad,
pero resulta que muchos de los votantes del partido tampoco lo son.
Para
que quede claro, la perspectiva de un Gobierno presidido por Trump me parece
aterradora, y a ustedes se lo debería parecer también. Pero también debería
aterrarles la perspectiva de un presidente Rubio, sentado en la Casa Blanca con
su círculo de belicistas, o un presidente Cruz, del que uno sospecha que
estaría encantado de reinstaurar la inquisición española.
De
modo que, en mi opinión, la verdad es que deberíamos alegrarnos del auge de
Trump. Sí, es un farsante, pero de hecho también está destapando los fraudes de
otros. Esto, lo crean o no, es un avance en estos tiempos extraños y agitados.
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