Por Alejandro Moreno
La violencia, tomada como
fenómeno social, es casi infinita en sus manifestaciones. Podemos incluir en el
concepto desde el simple insulto verbal hasta la guerra y las más atroces
masacres, como la última sucedida en Tumeremo. En una sociedad, como la
venezolana, que no se encuentra en estado de guerra se da una inmensa variedad
de actos violentos tales como, dejando de lado los menos dañinos, robos,
secuestros, agresiones con saldo de heridos y muchos más.
Sin embargo, cuando
se trata de calibrar el estado de la violencia en un momento determinado de la
vida de una comunidad nacional, se recurre a estudiar la cantidad y la calidad
de los homicidios por distintas razones entre la cuales hay que considerar dos
principalmente. Una, que estudiando la situación de la violencia interpersonal
en su manifestación extrema, el asesinato, se puede tener una apreciación
bastante objetiva de la inseguridad reinante en la vida cotidiana de los
ciudadanos, pues normalmente los actos violentos de menor peligrosidad son mucho
más abundantes que los homicidios y su número se correlaciona con el de éstos
de modo que a más homicidios, más delitos menores.
En segundo lugar, el homicidio
permite una mayor objetividad en la investigación pues resulta mucho más
difícil de ocultar en número y calidad que el secuestro, por ejemplo, pocas
veces denunciado y por ende conocido, dado que el cadáver pronto o tarde
aparece. Para tener una apreciación lo más aproximada posible de la violencia
asesina se utiliza como medida la tasa de homicidios, esto es, el número de
personas asesinadas por cada cien mil habitantes durante un año.
En Venezuela quienes han hecho
el estudio más serio del aspecto cuantitativo de la violencia extrema han sido
los investigadores del Observatorio Venezolano de Violencia (OVV), dirigido por
Roberto Briceño León, adscrito al Laboratorio de Ciencias Sociales de la
Universidad Central, el cual coordina, desde el año 2004, el trabajo conjunto
de las siete universidades públicas y privadas más prestigiosas del país. A sus
datos me atendré en este artículo por ser los que dan mayores garantías de
confiabilidad.
En abril del año 2012, el
Ministerio del Interior creó el Observatorio Venezolano de Seguridad (OVS)
aparentemente con el propósito de contrarrestar el impacto que los datos del
OVV pueden producir sobre todo internacionalmente. Dado su carácter
gubernamental, sus cifras no son de fiar, sobre todo cuando ya se sabe cómo las
elabora el ministerio que por otra parte ha prohibido información oficial desde
el año 2005. En efecto, excluye de la estadística los asesinatos caracterizados
como “averiguación de muerte” que, por supuesto, son muertes pero no aclaradas
y que normalmente nunca se aclaran, los definidos como “resistencia a la
autoridad”, simples ejecuciones la mayoría de las veces, los producidos por
“enfrentamiento entre bandas”, entre otros.
De esta manera mientras el OVV
cuantifica los homicidios cometidos durante el año 2015 en 27.835, lo que da
una tasa de 90, la más alta del mundo, la Fiscal General de la República aporta
como dato solamente 17.778 para una tasa de 58,1, que de todos modos es
horrorosa cuando la tasa promedio mundial está actualmente en 6,2. Se le
perdieron 10.097 muertos por algún lado.
Cuantitativamente el
crecimiento de la violencia criminal en Venezuela ha sido exponencial. En 1988
teníamos de tasa 9, siendo entonces el promedio mundial 8. En 1989, después del
“caracazo” la tasa da un salto a 13. Ahí se mantiene hasta 1992 cuando, después
de los dos intentos de golpe, sube a 16 y en 1993 a 21, promedio en el que se
mantiene hasta 1998. En 1999 se ubica en 25 y desde ahí la subida es
vertiginosa hasta hoy. Como se puede ver, cada empeoramiento coincide con algún
acontecimiento que pone en jaque la fortaleza de las instituciones y sus
posibilidades de dominio. Sin embargo, después del “caracazo” y los dos
“golpes”, parece que hubo en la institucionalidad cierta capacidad de control
que, si bien no hizo retroceder esa violencia, la estabilizó. Después del 99,
con la asunción de Chávez al poder, desaparece completamente esa capacidad de
control y la violencia se dispara.
¿Qué ha sucedido en estos
diecisiete años para que las cosas hayan empeorado de tal manera?
Ante todo, el crecimiento
explosivo de la impunidad. En 1998 los homicidios fueron 4.550 y las
detenciones por homicidio 5.017, esto es, 467 más detenciones que delitos
puesto que en un homicidio pueden intervenir dos personas o más. Si la
impunidad la medimos por estos parámetros, en ese momento estaba en negativo.
Un año después, ya gobernando Chávez, ésta pasa a positivo y se ubica en un 19
% de homicidios no sancionados. Hoy se está hablando del 98 %, o sea, de una
impunidad absoluta.
En segundo lugar,
tenemos la proliferación de armas de fuego en todo el país y especialmente en
manos de quienes están inclinados a ejercer la violencia asesina delincuencial.
La comisión correspondiente de la antigua Asamblea Nacional (AN) habló en un
momento de entre nueve y quince millones de armas ilegales dispersas por todo
el país. La impresionante imprecisión de la información habla de la ignorancia
de esa comisión. Luego se ha hablado de millón y medio o dos millones. Como las
cifras son oficiales, ni unas ni otras son confiables. La experiencia, sin
embargo, sobre todo de los que vivimos en sectores populares y en ellos
investigamos, nos ha puesto en contacto durante estos últimos diecisiete años
con toda clase de armas, desde pistolas de todo calibre hasta granadas y armas
largas de la más variada condición, tales como metralletas, fal, ak, etc., en manos
de jovencitos de catorce y quince años y, por supuesto, de todo tipo de
malandros. Si por los años noventa una pistola glock se podía comprar con tres
mil bolívares, hoy cuesta en el mercado ilegal, en el mejor de los casos, más
de medio millón, o sea, entre quinientos y ochocientos mil. Esta subida de
precio acorde con la inflación general y posiblemente cierto control sobre los
traficantes detallistas, casi todos funcionarios corruptos, para concentrar el
mismo comercio en menos y más “autorizadas” manos, explica que en el año 2015 y
lo que llevamos del 2016 por lo menos el 50 % de los policías asesinados lo
hayan sido para robarles el arma. Es un hecho reconocido públicamente por los
mismos directivos policiales que todas las conchas de los proyectiles
utilizados por el hampa en sus delitos llevan la marca de CAVIM.
El tercer factor, entre otros
muchos de menor peso, que explica el fenómeno que vengo señalando, es la
corrupción generalizada de jueces, policías, guardias nacionales, vigilantes de
cárceles y altos y bajos cargos de la FANB. Los malandros han aprendido a
mantener en el banco cuentas de ahorro, e incluso a invertir los productos de
sus fechorías en actividades económicas, legales e ilegales, en previsión de
tener con qué pagar a las distintas autoridades si caen en su poder.
Dejo de lado por
inconsistentes las razones que alega el gobierno, tales como la pobreza, la
desintegración familiar, la pérdida de valores, el capitalismo egoísta, el
consumismo, los medios de comunicación, los paramilitares, la guerra económica,
las intrigas de la oposición, etc., etc. Los estudios del Centro de
Investigaciones Populares (CIP) dejan en claro que ni la pobreza, ni la
estructura familiar supuestamente infuncional, ni el consumismo y mucho menos
las supuestas causas elaboradas por la ideología, explican la violencia asesina
actual tanto porque los factores de la realidad económica y social de los
sectores populares han estado presentes igualmente cuando la tasa de homicidios
coincidía con la media mundial cuanto porque a estas alturas hay suficientes
estudios nacionales e internacionales que descartan su incidencia.
Factores,
como la pobreza o la familia desintegrada, pueden explicar algunos casos
individuales pero no el fenómeno en cuanto tal. Nuestros sujetos de estudio
nunca delinquen por pobreza sino por una motivación que ellos llaman la
búsqueda de “respeto” que viene a ser la combinación de muchos deseos y
necesidades psicosociales, tales como estima, aceptación, valoración y
autovaloración, exhibición de valentía y virilidad y en último término
capacidad de ejercer poder. En cuanto a la situación de la familia, es cierto
que hemos encontrado en todos los delincuentes de nuestro estudio
relaciones tempranas dañadas con la figura materna, pero esto como
característica individual pues la estructura matricentrada, con carencia de
padre significativo, está presente en la gran mayoría de las familias populares
y no por ello todos los hijos de tales familias son delincuentes.
La violencia asesina no sólo
ha crecido desbocadamente en estos años sino que se ha hecho mucho más compleja
y ha tenido manifestaciones cada vez más preocupantes por su crueldad,
arbitrariedad, inclemencia, ferocidad y monstruosidad, para decir algo.
La situación actual se
caracteriza por la aparición y profusión de las macrobandas que con una
estructura semejante a la de las cárceles actuales, a imitación de ellas y con
ellas conectadas, han ido ocupando, durante el año 2015, la mayor parte, —no
exagero—, del territorio nacional tanto en las ciudades como en los pueblos, en
cada caso con una inteligente, implacable y eficaz estrategia adaptada a las
circunstancias, que las ha convertido en el poder verdadero más allá del de un
Estado minado por la corrupción, la incapacidad y los diagnósticos elaborados
por la ideología y no por el conocimiento de la realidad. Tumeremo, Maracay,
Ocumare del Tuy, Maracaibo, Maturín, así como El Cementerio, la 905 y muchos
otros sectores de Caracas, por citar algunos, están bajo el poder de
organizaciones criminales contra las cuales las acciones igualmente feroces y
brutales de los organismos de seguridad resultan impotentes si no conniventes.
Nuestro estado actual es de
tal naturaleza que el “malandraje”, además, ha emitido tentáculos hacia los
organismos del poder y se ha enlazado con los que éstos también han emitido
hacia él de modo que forman una madeja de complicidades, casi imposible
de desenredar.
De esta manera la convivencia
se deteriora. Para protegerse, el ciudadano se aísla, se defiende y se va
creando en él un sentimiento y una actitud de desconfianza ante los demás
porque no puede saber de quién fiarse.
Mientras esta intrincada
madeja se mantenga, no habrá ninguna esperanza real para la tranquilidad y
seguridad ciudadanas.
Alejandro Moreno: Psicólogo,
teólogo y doctor en Ciencias Sociales.
12-03-16

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