Por Armando Janssens
Una idea impactante: ¡Somos un
diálogo! Por cierto lo encontré en El País, escrito por la filósofa Adela
Cortina, la que me sirve para desarrollar esta idea. Es una definición
reveladora y prometedora.
Me atrevo a aplicarlo desde el
nacimiento de un niño o niña que continúa su aventura humana iniciada en el
seno de su madre, con palabras de amor, caricias y canciones. En todos sus
primeros años realiza paulatinamente un apasionante diálogo con su entorno
presente y particular, por medio de sus sentidos, vista, tacto, gusto, olor,
audición y sabor. Y no olvidar los kinestésicos que incorporan paulatinamente
movimientos y espacios. ¡Qué belleza!
Es un diálogo permanente donde
estas débiles criaturas, en sus variadas experiencias, modelan sus propios
sentimientos, conductas y construyen lentamente la columna vertebral de su
vida. Sin saber, han comenzado a participar en la vida con el mejor regalo que
la humanidad puede ofrecer: vivir en un hogar y en una comunidad con un
permanente diálogo, con todas las limitaciones como es también la realidad de
la vida humana. Pero igualmente, definimos así nuestros nudos personales,
nuestras fobias, nuestros enredos que nos caracterizan igualmente: son luces y
sombras, yin y yang, virtudes y pecados que conforman el resultado de este
diálogo humano.
Tal verdad: “Somos un
diálogo”, sigue vigente como reto en la vida del joven y del adulto, hombres y
mujeres de todos los colores y naciones y de todos los tiempos. En cada etapa
de la humanidad aumenta la exigencia y complejidad que las sociedades expresan
en sus creencias y culturas, descubriendo las nuevas exigencias del diálogo y
confrontando con dolor sus obstáculos y limitaciones que afectan a cada
sociedad y la humanidad en su totalidad. No somos tan perfectos ni tan capaces,
como alguna vez nos imaginamos. La fantasía de lo ideal debe obligatoriamente
incorporar sus límites. O para decir cristianamente, debe incorporar la
realidad de lo imperfecto, la debilidad en su diaria expresión, por lo cual
debo saber pedir sencillamente perdón.
Así observamos, aunque nos
duela: la xenofobia para con los extranjeros, como constatamos de manera
llamativa en Europa, en esta época, pero igualmente entre nosotros, en menor
grado, para con determinados grupos y pueblos.
El racismo que condena
apresuradamente ciertas razas y pueblos originales. Vemos sus dramas en Estados
Unidos y en muchos otros países. Largo tiempo disfrutamos en nuestro país de
una convivencia hermosa y progresiva hacia la integración de las distintas
razas. En los últimos largos años se han introducido acusaciones y juicios que
dañaron este proceso para llevarnos a prejuicios y falsas “prudencias” que nos
afean.
La homofobia para con los
homosexuales, muy común en grandes sectores de nuestra sociedad, que
puede llegar algunas veces a violencia ocasional. El papel de la Iglesia en la
línea de Francisco, obliga a un respeto y a cierto reconocimiento. Además, en
nuestras comunidades encontramos y respetamos su presencia permitida con las
normales exigencias.
La aporofobia quizás es menos
reconocida, pero resulta en el rechazo y el enjuiciamiento moral hacia los más
pobres y marginados. Nos da asco acercarnos a los barrios más pobres o atender
a gente de mal aspecto.
Pero lo que más de todo esto
hoy en día nos afea son los prejuicios y los insultos políticos que afectan a
toda nuestra sociedad, a sus instituciones y a nuestras familias. Las palabras
más humillantes, agresivas y decadentes forman parte de nuestro léxico diario y
nos moldea la mente y nuestra conducta. Diariamente lo podemos vivir en las
relaciones sociales, pero también dentro nuestro propio corazón donde surgen
con una evidencia inusual. A todos nos toca las consecuencias, pero igualmente
la obligación de cambiarlo en diálogo.
Si aceptamos el punto de
partida: “Somos un diálogo”, necesitamos tomar conciencia sobre las respectivas
consecuencias de esta fuente de mi ser que está en esta idea. Debo
sanarme de esta fobia de la división social, del odio que se transpira y que
define tantas vidas. Debo sanarme de los prejuicios simples y supuestamente
evidentes que normalmente tienen una alta dosis de superficialidad. Debo
sanarme de pensar en blanco y negro, y permitir matices y variantes que
incluyen al otro, a sus pensamientos y sentires. Debo sanarme de mi verdad como
algo absoluta, aceptar que solo en la buena escucha y el real respeto (no
fingido) podemos conformar nuestra verdad alcanzable y progresiva.
¡Somos diálogo! Es una de las
esencias de nuestra vida. No lo puedo desconocer ni ridiculizar. Lo debo
promover en la práctica diaria donde se desarrolla mi vida. En especial, los
que tenemos tareas sociales y pastorales, donde se encuentra mucha gente con
sus variadas opiniones y puntos de vista. El invalorable hablar sincero. Saber
escuchar y saber entrar en la piel del otro para entender mejor su punto de
vista, y percibir la realidad. Nuestras actividades de encuentro, celebración y
convivencia son los espacios para vivir y sentir que somos un diálogo.
13-03-16

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