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lunes, 21 de marzo de 2016

Para prevenir y afrontar crisis y desastres, los gobiernos deben garantizar el derecho a la información, @amnistia



Por Víctor Molina Valladares, 11/03/2016

Hace 5 años uno de los terremotos más grandes de la historia sacudió Japón, produciendo un enorme tsunami que arrasó ciudades enteras y el segundo mayor desastre nuclear en la historia: el accidente nuclear de Fukushima.

La central nuclear Fukushima I, construida al borde del mar, no pudo soportar la fuerza del terremoto ni la del agua –no contaba si quiera con un muro de contención para este escenario –, que hicieron que buena parte de sus sistemas colapsaran, emitiéndose al exterior una cantidad considerable y altamente dañina de material radioactivo, que llegó incluso a contaminar las costas al otro lado del enorme Océano Pacífico. El incidente fue tan grave que en España, y en otros países de Europa, se detectó un aumento de la radioactividad en el aire.

Los efectos de la radiactividad sobre la salud y sobre la naturaleza son complejos. Entre los más conocidos y perjudiciales para el ser humano a corto y mediano plazo se encuentra el aumento en la probabilidad de contraer cáncer, quemaduras y en muchos casos la muerte. La radioactividad puede permanecer en el ambiente por miles de años, por los que su efecto en un prolongado periodo de tiempo aún no ha sido documentado.

Lo cierto es que siempre pero sobre todo ante crisis humanas y desastres naturales, los gobiernos tienen la obligación de garantizar el derecho a la información. Este no fue el caso. Con Fukushima, las autoridades japonesas, a pesar de llevar las riendas de un país altamente industrializado, democrático y con unos estándares de vidas altísimos, demostraron una irresponsabilidad similar al de las autoridades soviéticas en la oportunidad del famoso accidente nuclear de Chernóbil, en lo que actualmente es Ucrania. Las consecuencias en ambas ocasiones fueron devastadoras.

Más allá de la relación demasiado estrecha entre la industria de la energía nuclear y el gobierno de Japón, que contribuyó a la débil regulación de la referida industria –por lo que se le dijo desde antes a las personas que vivían en la zona de Fukushima que la planta eran segura cuando evidentemente no lo era, porque los terremotos y tsunamis en Japón son tan frecuentes que era cuestión de tiempo que esto pasara y la central tenía que haber estado preparada para ese contexto –una vez que tuvo lugar el desastre, el gobierno, tratando de minimizar responsabilidades, ocultó información al público, lo que no hizo más que empeorar la situación.

Según Salil Shetty, Secretario General de Amnistía Internacional, “el gobierno retrasó la evacuación de personas de las zonas afectadas, dio consejos contradictorios sobre los niveles aceptables de radiación en las zonas donde se encontraban escuelas, fracasó en compartir información con expertos que podrían haber ayudado a evaluar la gravedad de la situación en el momento oportuno. En pocas palabras, la respuesta del gobierno no le dio prioridad a la seguridad y bienestar de las personas en el área.”

“Un elemento clave de la libertad de expresión es el derecho a recabar información. Los gobiernos deben garantizar que la información precisa sea oportuna y esté disponible para las personas a las que gobiernan, puesto que el acceso a información fidedigna y oportuna es crucial para que las personas que luchan por sobrevivir en las secuelas de un desastre natural puedan tomar decisiones informadas sobre la mejor manera de proceder. En lugar de ello, las personas en la zona que estaban sufriendo de la conmoción del terremoto y la devastación del tsunami se vieron en mayor riesgo por la incapacidad del gobierno de actuar con rapidez y basándose en la mejor información disponible para proteger la salud y el bienestar de la gente.”

El hecho de que los habitantes de la zona no estuvieran al corriente del peligro que corrían antes del desastre ya era una afrenta al derecho de acceso a la información. Ocultar información después del desastre fue el colmo.


El accidente nuclear de Fukushima dejó varias lecciones para toda la humanidad en cuanto al manejo de crisis y su prevención. La primera es que los estados deben asegurarse de que la supervisión de las industrias sea verdaderamente independiente y eficaz, y más en el caso de la industria nuclear, cuyos riesgos son tan altos y traspasan todas las fronteras, pero aplica a tantas otras: minera, manufacturera, etc. La segunda lección, es la de que los gobiernos deben establecer un sistema de intercambio de información en momentos de crisis que facilite la comunicación oportuna con las personas y los organismos internacionales. Por último, los gobiernos deben promover el derecho a la información y la libertad de expresión de todas las personas, así como el fortalecimiento de la sociedad civil, puesto que son las ONG y los defensores y defensoras de derechos –entre quienes se pueden encontrar no sólo los activistas sino también periodistas, representantes de comunidades, académicos, y un largo etcétera –quienes tienen la posibilidad de hacer rendir cuentas a instituciones, funcionarios y empresas, para así evitar tragedias como la de Fukushima, y tener mayores herramientas con qué afrontarlas.

Hay que escuchar las voces de advertencia de la sociedad civil. Ya Greenpeace había advertido, 10 años antes, a la Comisión Reguladora Nuclear de Estados Unidos, que debían dejársele de suministrar insumos a la central de Fukushima porque era obsoleta y peligrosa; y quién sabe cuántas otras denuncias se hubiesen formulado si la sociedad civil japonesa hubiese estado mejor informada sobre el estado de esa planta antes del desastre y si hubiese logrado que se tomasen las medidas oportunas para evitar semejante tragedia.

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