RAFAEL LUCIANI 02 de abril de 2016
@rafluciani
Son ya
muchos los llamamientos internacionales sobre la situación venezolana. El más
reciente y conocido ha sido el que hiciera el papa Francisco durante su mensaje
Pascual desde la plaza de San Pedro haciendo un llamado a los responsables del
destino político del país a que «se trabaje en pos del bien común, buscando
formas de diálogo y colaboración entre todos». Sin embargo, estas palabras
chocan con la persistente actitud del gobierno central y los poderes públicos
de generar continuamente un choque de poderes que hace precaria a la
gobernabilidad y van creando una emergencia humanitaria.
Al final
de su mensaje, el Papa pidió «asegurar el bienestar espiritual y material de
los ciudadanos». Esto habla de la responsabilidad que tienen los gobernantes de
un país en proveer las condiciones necesarias para el desarrollo integral de
sus ciudadanos. Que un Papa pida por esto significa reconocer que tales
condiciones no existen o no se dan de modo pleno en la actualidad.
Todos
anhelamos una sociedad donde no reinen la violencia y el miedo; donde las
condiciones de vida y trabajo favorezcan el desarrollo personal de cada uno y
permitan un futuro mejor; una sociedad con instituciones que no cedan a la
impunidad y la corrupción, y que puedan colaborar recíprocamente.
Hay
que romper con dos falsas premisas. Por una parte, creer que la paz pueda
llegar por medio de la imposición de una ideología política. Por otra, ante la
desesperanza, creer en que sirve recurrir a nuevos Mesías políticos o salidas
rápidas que no pasen por un proceso de transición democrático y no traumático.
No
podremos alcanzar una paz individual plena —espiritual y material— sin lograr
la paz social, porque la paz no se impone, sino que se construye con palabras y
gestos, con voluntades políticas y acciones personales. Aún más, no habrá paz
mientras no haya justicia, porque ésta es la condición sine qua non para que
puedan existir el bienestar y la felicidad que hagan de la paz una realidad
permanente. Esta es la condición previa a toda «cultura del encuentro». De otro
modo, lo que se logre será siempre provisorio y destinado a un fracaso a corto
o mediano plazo, produciendo un ciclo de violencia y cambios traumáticos para
el país.
Si
tomamos como modelo humano a Jesús, encontraremos que tanto la felicidad
personal como el bienestar social son posibles en dos tipologías de sujetos.
Primero, en «los que trabajan por la paz». Segundo, en «los perseguidos por
causa de la justicia» (Mt 5,9-10), es decir, en los que se ponen del lado de
las víctimas y no de los victimarios. La paz es el único camino que nos llevará
a la felicidad, y ésta solo la podrán disfrutar quienes sean constructores de
la paz y defensores de las víctimas.
Creer
que podemos vivir tranquilos, sin problemas, mientras son tantos los que
carecen de los bienes básicos, es un falso irenismo. Jesús lo comprendió al
sentarse a comer con todos, sin excluir; al asumir la causa de las víctimas y
de los enfermos; cuando no justificó lo injustificable y, con humildad, oró por
un cambio, sin ceder ante los chantajes de políticos y religiosos que vivían de
los beneficios de su status quo.
Optar
por una vida así, que clame justicia y anhele bienaventuranza, implica un
verdadero conflicto de fidelidades porque exige la coherencia moral debida
frente al rechazo de sistemas políticos que se empeñan en la lógica del poder y
se olvidan de las necesidades reales de las personas. Ciertamente no hay paz
sin consecuencias, pero únicamente apostando por ella podremos alcanzar un
bienestar social, espiritual y material.
Rafael
Luciani
Doctor
en Teología
@rafluciani
rlteologiahoy@gmail.com
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