Por Angel Oropeza
Para los creyentes, gracias
a la acción inspiradora del Espíritu Santo. Para los que no, gracias a su
experiencia de 2.000 años bregando con las miserias humanas. Lo cierto es que,
en materia política, la Iglesia Católica suele ser más sabia y competente que
muchos gobernantes y dirigentes. Y las muestras, si nos queremos limitar solo a
las más recientes, solo a nuestra región y solo al actual papa, están a la
vista.
Desde el inicio de su pontificado,
Francisco ha hecho suya aquella expresión de Pablo VI según la cual actuar en
política “es la más alta forma de caridad cristiana”, porque va al carácter
estructural de los problemas y eleva la piedad y la compasión a una nueva
dimensión espiritual, más colectiva y socialmente transformadora.
Fiel a esta tradición y bajo
su guía, la Iglesia ha actuado –de manera intensa y muchas veces de tan bajo
perfil que no deja ver fácilmente su real influencia– en conflictos políticos
de vieja data y complicada resolución, como los casos del restablecimiento de
relaciones entre Estados Unidos y Cuba, y el proceso de paz entre la guerrilla
y el Estado colombiano. Ahora, su más reciente atención –aunque no nueva ni
improvisada– se dirige a Venezuela.
El pasado Domingo de
Resurrección, utilizando de manera para nada ingenua el marco de atención
mediática universal que representa la bendición Urbi et Orbi (la
bendición más solemne que imparten los papas, y que se realiza solo ese día y
el de Navidad), pidió que “el amor de Jesús se proyecte sobre el pueblo
venezolano, en las difíciles condiciones en las que vive, así como sobre los
que tienen en sus manos el destino del país, para que trabajen en pos del bien
común, buscando formas de diálogo y colaboración entre todos”.
El mensaje es claro: la
Iglesia espera que gobierno y MUD decidan encarar un diálogo urgente que evite
de una vez por todas más violencia y muerte. Frente a esto, algunas reacciones
han comenzado a aparecer.
Para los radicales
oficialistas, lo de la Iglesia es una muestra de inaceptable injerencismo y de
irrespeto al gobierno, al sugerir que los venezolanos están sufriendo. Para los
radicales de la oposición purista, Francisco es un papa ingenuo que no conoce
la realidad venezolana, y la Iglesia no es más que una alcahueta
colaboracionista que juega a la supervivencia del régimen. Ninguno de ambos
radicalismos entiende ni acepta qué hay detrás de la propuesta de la Iglesia,
pues los dos comparten la misma visión primitiva y rígida que les hace incapaces
de siquiera comprender las complejidades de la política real, que al final del
día es la única que existe.
Los venezolanos no podemos
seguir esperando. Cerca de 23 millones tienen problemas para satisfacer sus
necesidades básicas. Por primera vez la pobreza extrema es mayor que la no
extrema. La gente está muriendo por falta de fármacos esenciales. Lo que no
mata el hampa lo hace la indigencia de medicamentos en farmacias y hospitales.
El símil de la tribalización del país dejó de ser un recurso docente. Ya se
habla en el mundo de cómo Venezuela se parece cada vez más a la Zimbabue de
Mugabe de finales de los años noventa.
Seguir esperando es
criminal. Por eso, para quienes no queremos esperar más, es crucial y
prioritario evitar errores del pasado que han servido para fortalecer el modelo
militarista de dominación y para afianzar su permanencia en el poder.
La Iglesia propone un
diálogo de la MUD con el oficialismo, sin el cual no parece haber hoy solución
política a la crisis. Desde la acera civil democrática se entiende esto como
una estrategia inteligente, no para “calmar” las cosas sino para viabilizar y
agilizar las opciones de cambio. No “en vez” de la necesaria presión de calle,
sino justamente para fortalecerla y darle a esta direccionalidad y eficacia.
Lo hemos dicho antes y hay
que repetirlo ahora. La situación es de tal gravedad que clama por un
desenlace. Pero no cualquier desenlace es solución. Y la solución, para ser
tal, tiene que ser política. Es decir, construida, viable y realista.
05-04-16
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