Elina Malamud 03 de abril de 2016
Palestina
permanece arrinconada en un resquicio del corazón de la humanidad, olvidada y
latente, hasta que sobrevienen hechos trágicos a gran escala –a pequeña escala
la tragedia es cotidiana- y es entonces cuando muchas almas misericordiosas se
rasgan las vestiduras, para guardarlas y volver a rasgarlas cuando una nueva indignación lo imponga. En
los entremeses, el duro día a día de los palestinos se desliza en el descuido
de lo que se hace costumbre.
Los judíos de mi generación tenemos en la
memoria las discusiones y los realineamientos del pensamiento que se dieron en
la progresía comunitaria, especialmente
durante los años sesenta, cuando todavía el avasallamiento y la
expulsión de los palestinos se enmarcaba como “conflicto árabe israelí”.
Sucedía
que los judíos de izquierda discutían con los sionistas socialistas la
inmisericorde situación de los refugiados. Unos asumían el derecho de los
antiguos habitantes a vivir en la tierra que los había visto nacer -hacía
tantos siglos que ya no se podían contar para atrás- y a continuar su
existencia de familia y de trabajo, mientras que los otros pretextaban la seguridad del nuevo Estado y la inferida
obligación de los vecinos árabes de hacerse cargo de ellos. Sabíamos también
qué pensaban los bien y mal pensantes en Buenos Aires, en Nueva York o en
París; se nos presentaba la kefiá como la caperuza de un proto terrorista, pero
nunca tuvimos ocasión ni pretensión de escuchar la historia de la boca real de
los que lo habían perdido todo.
Yo,
personalmente, incursionando en el Este de Europa, hacia finales de los años
ochenta, di en un tour para visitar un castillo en las afueras de Praga.
Todavía con la mirada encandilada por el lujo de aquel imperio perdido al
terminar la primera Gran Guerra, por los alabastros y los cristales de Bohemia,
por las incrustaciones de marfil y los reverberos de madreperla, llegó el
momento de sentarnos a almorzar, repartidos en mesas plurinacionales y dejando
libre a las coincidencias del caos con quién compartiría el menú turístico.
Junto a decoradores neoyorquinos y señoras australianas de aire campesino nos
acompañaba un médico que regresaba de un congreso de pediatría en Estocolmo,
enfundado todavía en el traje académico de camisa clara que resaltaba su piel
morena y su ojos renegridos; tenía pasaporte jordano, pero era palestino.
Palestino. Tenía yo que haber llegado a ese lado del planeta para toparme por
primera vez con uno de aquellos hombres de la patria robada y las identidades
dolidas, de los que tanto había hablado en mis épocas universitarias y a los
que nunca había conocido. Me los había imaginado en un mapa excéntrico –en el
prístino sentido de la palabra- que mi mente simple y americana no llegaba a
comprender. Lejos del límpido horizonte de sus olivares milenarios, apretujados
en una tierra paria, en las tiendas que les proveían las Naciones Unidas o en
las casas precarias que ellos mismos habrán construido, me preguntaba dónde
guardaría, cómo plancharía su traje tan elegante ese pediatra exiliado que
prefirió no elegir las costillitas de cerdo del menú, tal como tampoco lo habría
hecho mi abuelo Elías.
No se
trata de renegar de los judíos que llegaron a Palestina para fundar una vida
nueva lejos de la discriminación, de las persecuciones, de la pobreza, de los
límites trasvasados por la ferocidad humana, del intento mismo de eliminación
de su estirpe -que presenciaron azorados-como lo hicieron tantos que, en el
entresiglo, migraron también a Estados Unidos, a Argentina, a Brasil o a
Canadá. Se trata de encontrar la rara ética, los erráticos principios de
aquellos banqueros, de aquellas asociaciones judías que compraban tierras para
sus colonos y de los terratenientes árabes o turcos que las vendían, sentados
en sus palacios de Damasco sin poner en sus cálculos a las gentes pobladoras
que nacían, vivían y morían en Palestina a lo largo de los siglos, mientras
cosechaban y saboreaban sus aceitunas, pacían sus cabras, producían y
comerciaban sus aceites, reían y estudiaban, rezaban y folgaban y que pasaron a ser, en la
literatura de Occidente, no más que sombras al acecho en el entorno del kibutz
o del moshav. No fue así el barón Hirsch que, a diferencia del banquero
Rotschild, nunca quiso comprar tierras en Palestina para sus colonos y prefirió
la Argentina …donde ya, desde mucho antes la conquista del siglo XVI y la
generación del general Roca se habían ocupado de dejar llanuras vacías. También se trata de dos culturas que
desconocían mutuamente sus realidades, una que abandonaba su Europa sabida
hacia una esperanza, la otra dispuesta a resistir al desconocido que invadía y
perturbaba su mundo. Y además se trata
de la ética política de las potencias y de sus guerras: los imperios vencidos
firman hipotecas y los vencedores trazan líneas de puntos, dibujan países,
especulan puertos, se babean por los recursos naturales, estructuran pensamientos
y opiniones submediáticas y caretean disposiciones desde las Naciones
Unidas. Y acaso la religión y la pelea
contra el invasor descarriaran conflictos de clase, de la misma manera que el
credo bíblico, la inversión externa y la invocada seguridad los relegan en
Israel.
¿Qué
posibilidad tenía una minoría de judíos de sobrepasar la idea de un hogar
vaticano para fundarse su propio Estado, solo para judíos, con el concepto de
democracia de Occidente, en una tierra poblada mayoritariamente por no judíos,
y amarrocando solo para ellos las inversiones y las ayudas económicas externas
que promovieron su desarrollo educativo, científico, tecnológico, industrial
militar? Solo cabía la expulsión, la degradación identitaria y, si pretendían
expandir esa nación hasta límites que se pierden en las nieblas de antiguos
evangelios… se agregaría la asfixia de sus primitivos habitantes, los
asesinatos selectivos y las masacres reiteradas. Tal vez alguno se vea tentado
de llamar limpieza étnica a lo que hoy en día, muy recatadamente, los
palestinos llaman ocupación colonialista. Y nos habían llamado a los judíos del
mundo para que nos uniéramos a ese Estado como a aquella Torre de Babel que en
la antigüedad bíblica post diluviana debía reunir a la humanidad toda a su
alrededor. Solo dos caminos –dijeron- nos quedaban: asimilarnos y desaparecer
como judíos o ascender hacia esa torre construida sobre cimientos infaustos
como única manera de mantener nuestra condición milenaria. Pero muchos
recordamos cómo el propio Dios se había mofado de la pretensión de aquella
Babel.
En los
casi treinta años que siguieron a aquel almuerzo de Praga conocí a otros
palestinos. En sus relatos veo a un padre o a un abuelo, terminada la guerra de
1948, humillado de impotencia ante la familia que siempre había protegido,
todos partiendo hacia Ramallah, mirando hacia atrás para grabar el recuerdo de
su tierra en la memoria, para no olvidarla hasta el momento de volver, porque
allá quedaba un mundo al que ningún dios le había quitado su bendición.
No
quedarían estatuas de sal como la mujer de Lot, sino ojos incrédulos para
testimoniar el éxodo. Llevaban la llave de la casa que quedaba sola a merced
del invasor, muy parecida a la que tal vez guardaron, en un cofrecito de
terciopelo, los antepasados del soldado usurpador, cuando abandonaron la
judería de Sevilla…
No habrán podido creer cuando, en 1967, vieron
llegar nuevamente a los soldados israelíes, sobre lo llovido de su llanto y de
su enojo, pasando a desnaturalizarles la
propia condición de refugiados, deglutidos por el mismo vientre del que había
sido su verdugo expulsor. Y le siguieron los muros y las vallas electrizadas
que zigzaguean entre las ciudades, asfixian los barrios y desguazan los campos
que el agricultor mira por entre los alambres, aguaitando el día o los dos días
por semana en que el soldado de aire entre displicente, altivo y malamente
socarrón le abrirá la puerta para que riegue. Y el campesino abrazará los
troncos retorcidos del olivo que, como él y los suyos, toman distintas
direcciones, pero agarrados todos a una misma raíz hundida en la propia tierra.
Después, desde su casa, mirará la autopista que solo pueden frecuentar los
israelíes para trasladarse raudamente de un asentamiento a otro mientras que él
ya ha renunciado a visitar a sus parientes, que no viven tan lejos, pero tanto
permiso requerido, tanto check point, tanto soldado insensible, tantas horas de
espera en una fila indigna, alimentan su desgano y su cansancio moral.
Hoy sé
qué significa un pasaporte jordano. Entre sus vecinos, solo el reino de
Jordania -quién sabe si redimido aquel septiembre negro cuando la guerrilla de
Fatah fue masacrada- acoge a los refugiados palestinos otorgándoles todos los
derechos para que puedan estudiar, trabajar, atender su salud y se muevan por
el mundo como les dé la gana, a diferencia del Líbano, donde están confinados,
no pueden acceder a un pasaporte, no tienen derecho a la educación pública, ni
a elegir su trabajo porque les está prohibido el ejercicio de setenta
profesiones, siempre soportando las negativas de los sindicatos o pagando
precios exorbitantes por un permiso laboral; siempre son extranjeros al igual
que en Egipto, donde sus hijos nunca llegan a obtener la nacionalidad, de manera
que necesitan un visado especial si quieren salir del país y volver a entrar; y
guay que no cumplan con el lapso
previsto para su regreso porque pierden el derecho a retornar… viniendo a
quedar así en el limbo interreno de su
condición palestina…
La
frontera con Egipto es, justamente, la única instancia hacia la libertad desde
ese territorio cárcel que es Gaza, donde es difícil vivir y desde donde es casi
imposible salir.
Con la
infraestructura derrumbada, no más de seis horas de energía eléctrica por día,
escasez de agua potable, escuelas destruidas, insumos hospitalarios
inexistentes, partidas presupuestarias confiscadas, casas bombardeadas,
habitantes sin techo y sin trabajo, prohibición de abandonar la Franja… la
única posibilidad de irse es enfermarse y solicitar un certificado para
realizar un tratamiento en Egipto. Alguien conoce a alguien que, por una suma
tal, te lo consigue. Entregas el dinero y quedas citado un día a una hora en
una esquina de Rafah, el paso fronterizo. No sabes con quién ni si vendrá o no
vendrá. Lo tomas o lo dejas. Después
deambulas por El Cairo hasta que consigues el dinero para seguir tu destino. ¿Y
así llegaste a Buenos Aires? Sí, así llegué
De la
tierra de Palestina se levanta el mismo clamor que llegó a los oídos de Dios en
los albores del relato bíblico, cuando los suelos del mundo se estremecieron
porque Caín había asesinado a su hermano Abel. Y el Señor le preguntó a Caín:
¿Dónde está tu hermano? Y él: No sé, ¿acaso soy su guardián? Y Dios: No
mientas, su sangre clama desde la tierra. Has matado a tu hermano, por eso
marcaré tu frente con la señal del asesino. Pero el alarido de la tierra
palestina es de audición condicionada. Los clones de Caín -hoy atrincherados en esa tierra tan cargada de
deudas- no se miran al espejo. El que fue desterrado expulsa, el que lloró por
su templo destruido mansilla los lugares sagrados, el que vio crecer el huevo
de la serpiente pretende sembrar su veneno
en la matriz del prójimo, el que clamó por su pueblo masacrado no oye
los gemidos a su alrededor, el que justificó el regreso a una tierra
míticamente ancestral niega a los palestinos el derecho al retorno… No, los
judíos como yo no somos esos, ni ahí.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Para comentar usted debe colocar una dirección de correo electrónico