VÍCTOR LAPUENTE GINÉ 18 de abril de 2016
Andamos
confundidos. Los ciudadanos no queremos elecciones, pero nos disgustan todas
las coaliciones sobre la mesa. Los políticos no ponen líneas rojas, pero
levantan muros a los del otro bando. Y los periodistas sueltan el “pónganse de
acuerdo de una vez” en sus sermones matinales para, a continuación, pasar a
destripar las declaraciones de fulanito de tal contra menganito de cual.
Montañas de nobles aspiraciones políticas paren ratones de cotilleo.
Cuando
todos los integrantes de un ecosistema están despistados suele deberse a que
falla algo básico. Como el aire o el agua. Algo tan primordial que lo damos por
descontado. Y, en nuestro caso, creo que lo que nos falla es una definición
compartida de política. Los españoles no nos ponemos de acuerdo sobre qué es la
política. Y, si no sabemos qué es, no podemos mejorarla.
No es
que carezcamos de definiciones teóricas. Tenemos muchas reflexiones escritas
sobre el sentido de la política. Lo que nos falta es una definición operacional
que nos permita navegar en un contexto socioeconómico crecientemente complejo e
impredecible. Hasta hace poco vivíamos en un mundo con muchos riesgos. Por
ejemplo, no sabíamos si tendríamos un año de vacas gordas o de vacas flacas. Y,
en ese contexto, era relativamente fácil ponerse de acuerdo en cuál es el
ámbito de la política. En realidad, se trataba de continuar con la lógica
anticipada ya en la Biblia: guardar en los años de vacas gordas en previsión de
los años de vacas flacas. Pero ahora vivimos en una realidad con muchas
incertidumbres, que son más amenazantes que los riesgos. No sabemos si nos
aguarda un año de vacas o de patos. O de cisnes negros. La labor de la política
no está tan clara. Las fronteras entre lo que nos concierne a todos y lo que
concierne sólo a los individuos son más difusas que nunca.
Así,
en España se han consolidado dos visiones antagónicas de la política que, una
por defecto y otra por exceso, dificultan la comunicación entre los adversarios
políticos. Y polarizan el país hacia dos tentaciones igualmente peligrosas: el
populismo, para quienes la política debe impregnarlo todo, y la tecnocracia,
para quienes la política debe evaporarse y dejar paso a los expertos.
Unos,
sobre todo idealistas de izquierdas, piensan que “todo es política”. Su
objetivo es “conquistar espacios para la política”, arrebatándoselos a los
mercados. Cuantos más aspectos abarque la política, más justa será una
sociedad, pues política es sinónimo de justicia. De forma que, cada conflicto
aislado (de los retrasos de los trenes y los accidentes de tráfico en
autopistas de peaje a las cuentas offshore en paraísos fiscales), cualquier
molino de viento, se convierte en una excusa para emprender una quijotesca
batalla contra los gigantes mercados. Los problemas son sistémicos. Los casos
de corrupción no son hechos aislados o contingentes a unas instituciones
determinadas, sino el resultado de un sistema corrupto. Esta actitud es la
antesala de populismo, el “poscapitalismo” o cualquier otro “ismo” que nos
salvará de este valle de lágrimas.
Los
otros, fundamentalmente realistas de derechas, achican tanto la definición de
política que la reducen a su factor humano. La política son los políticos. Si
hay corrupción es porque hay políticos deshonestos. En toda cesta habrá algunas
manzanas podridas. Se quitan y ya está. La política consiste en sustituir a los
individuos (o partidos) malos por los buenos. Luego, los más conservadores
propondrán oposiciones hasta para el cargo de ministro y los más aperturistas
mecanismos de selección propios de una start-up, pero con el mismo sustrato de
fondo: el gobierno de los mejores.
Pero
la buena política no es ni una cosa ni la otra: ni cuestionar el “sistema” en
general ni a unas personas en particular. La política es lo que está en medio,
entre el sistema y el individuo. La política es la discusión sobre las normas
formales, las instituciones, que regulan el comportamiento de los miembros de
una comunidad. Las sociedades que circunscriben el ámbito de la política a este
terreno intermedio tienen más posibilidades de superar los problemas colectivos
que aquellas, como la española, donde no existe un consenso mínimo sobre cuál
es la esfera de actuación de la política.
Veámoslo
con la discusión en torno a los papeles de Panamá. En España predominan dos
visiones. Por un lado, se discuten hasta la saciedad los casos individuales. De
forma justificada o no, hemos hecho juicios mediáticos a numerosas
personalidades con relevancia política. La asunción de fondo es que se trata de
un problema de moralidad individual: hay buena gente, que paga sus impuestos, y
mala gente (o una mala tribu político-empresarial), que crea sociedades
offshore para evadirlos. Y, por el otro, abundan las grandes reflexiones sobre
el sistema económico global y la imperiosa necesidad de coordinar una acción
internacional contra los paraísos fiscales. Aquí la asunción de fondo es que
falla el sistema capitalista o la globalización en su conjunto. La sed de
sangre de unos y otros es saciada: sabemos que hay unos individuos (y algún
partido político) pérfidos o un sistema global perverso. Pero, como es fácil de
imaginar, ni de una visión ni de la otra salen prescripciones útiles.
Al
contrario, en otros países europeos la discusión transcurre más en el ámbito
propio de actuación de la política, sin caer en los casos individuales y, a la
vez, sin elevarse a las nubes abstractas del sistema. Obviamente, también se ha
hablado de personas particulares y se ha especulado sobre la globalización
económica, pero periodistas y analistas han puesto el foco sobre las reglas
impersonales que han permitido la fuga de capitales a paraísos fiscales. La
asunción de fondo es que el problema no es individual ni sistémico, sino
institucional. ¿Qué normas y protocolos de actuación de las instituciones
públicas, pero también de las privadas como los bancos, han propiciado la
evasión de impuestos? Y, en consecuencia ¿qué cambios normativos habría que
introducir para revertir esta situación? En estos países se habla más de, y
con, representantes de bancos y de reguladores públicos que de evasores
concretos. Más de las instituciones que han fomentado el pecado que de los
pecadores.
Algo
similar ocurre con muchos otros debates políticos, como, por ejemplo, la lucha
contra la corrupción. Nos obsesionamos con los casos particulares (de personas
o partidos) o nos dejamos arrastrar en meditaciones vagas sobre el sistema.
Olvidando que la política es la gestión de las reglas comunes y no de los
nombres propios.
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