Por Boris Muñoz
A mediados de 2014, cuando el
presidente Nicolás Maduro había logrado extinguir con una brutal represión la
oleada de protestas denominadas #LaSalida, su gobierno comenzó a discutir un
programa de ajustes para remediar la crisis económica que ya era imposible
negar. Pese a los nubarrones, el petróleo estaba a 90 dólares por barril. Se
flexibilizarían el control cambiario y los controles de precios y se revisarían
las leyes laborales.
Había todavía margen de
maniobra.
El plan había sido preparado
por economistas competentes. No representaba un verdadero cambio de modelo, ni
una panacea. Pero hubiese aliviado algunas de las aristas más dañinas de la
crisis y podía haber sido el principio de un nuevo de rumbo.
La población estaba consciente
de la necesidad de darle un giro a la economía. Pero los intereses particulares
de los distintos grupos del chavismo privaron sobre el interés nacional.
En cuanto al poder de esos
intereses, vale recordar tan solo que el programa le costó la cabeza a Rafael
Ramírez, su principal arquitecto, entonces todopoderoso Ministro de Petróleo,
quien era considerado un pilar del régimen chavista.
Ni entonces ni después se
tomaron los correctivos indispensables.
Lo cierto es que en menos de
dos años, la economía venezolana, dependiente en más de 90% del ingreso
petrolero, ha llegado a la parálisis casi total.
Estos son temas que Nicolás
Maduro ha querido esconder debajo de la alfombra usando el subterfugio de una
supuesta “guerra económica”, promovida por los sospechosos habituales: la
oligarquía y el imperialismo yanqui. La verdad es que el enorme agujero fiscal,
que hoy alcanza 20% del Producto Interno Bruto, no tiene un solo culpable.
Es una suma de despilfarro,
corrupción, políticas económicas destructivas, el asalto incesante al tesoro
público y, last but not least, el monstruoso derroche de la última campaña
presidencial de Hugo Chávez, algo que han reconocido y documentado sus propios
ministros.
Durante casi una década, el
boom petrolero y el endeudamiento imprudente lograron crear el espejismo de una
movilidad social ascendente. No importa si sólo se trataba de una
redistribución de la renta petrolera que Chávez repartía entre la población
pobre en forma de lavadoras, carros, apartamentos y comida, como si él fuera el
animador de un show de concursos. El dispendio tuvo sentido mientras Venezuela
recibía los petrodólares de su mayor bonanza histórica. Cuando murió Chávez y
se acabó la bonanza se hizo evidente que la prosperidad era un acto de
ilusionismo, sin sostén en las capacidades económicas reales del país.
Esto es un dato revelador
sobre la naturaleza del chavismo: no es una revolución ni una democracia, sino
una cleptocracia sustentada en los hombros de un líder carismático.
La crisis que hoy se vive en
Venezuela se ha irradiado a todos los ámbitos de la sociedad con una velocidad
exponencial, arrasando todo a su paso y generando los peores vicios de una
economía del desastre dirigida por un Estado no sólo ineficiente y autoritario
sino profundamente corrupto.
La respuesta de Maduro ha sido
más controles, confiscaciones e intimidaciones al sector privado, y más
represión para la oposición. Como si intentara apagar un incendio con gasolina,
ha acelerado el deterioro apostando por las mismas fórmulas fallidas.
Pero el problema real de
Venezuela es que la economía es solo un aspecto sintomático de cuestiones que
son estructurales.
Chávez agravó todos los
problemas históricos asociados con un modelo económico basado en la
extracción de riquezas naturales. Pero para operar ese modelo le añadió la
monopolización total de las instituciones. Tras 17 años de chavismo en el
poder, el control es hoy tan absoluto que la sociedad no tiene mecanismos para
defenderse. Quienes sufren la violencia no tienen autoridades que hagan
justicia. Quienes van a los hospitales los encuentran en ruinas. Quienes hacen
colas para comprar alimentos, medicinas y artículos del sustento diario no
encuentran casi nada. Y cuando lo encuentran la inflación (que puede alcanzar
100% de un mes a otro en ciertos rubros) ya ha devorado su dinero. Pero lo peor
es que quienes quieren remover a Maduro democráticamente, a través de un
referéndum presidencial, no pueden hacerlo porque el Consejo Nacional Electoral
y todos los poderes públicos, salvo el Parlamento, están férreamente
controlados por el chavismo.
En un chat de WhatsApp que
mantengo con mis compañeros de escuela primaria y secundaria, María Zenayda
Fuentes, una amiga, que vive en Puerto La Cruz, ciudad en la costa oriental del
país, resume el espíritu de los tiempos:
“No sólo en Caracas hay
hambre, sino en todo el país. Caracas es donde menos se ha sufrido la miseria.
Ya [los gobernantes] no pueden mantener la mentira, ya no pueden callar las
voces de los barrios. Chávez le temía a eso. Sabía que era el punto débil. Hoy
no tienen como callarlos y si Caracas explota será el fin de la revolución, el
resto del país hará como indica el himno nacional: ‘Seguid el ejemplo que
Caracas dio’”
Este clamor crece cada día. La
gente que es obligada a hacer colas declara que está harta de la demagogia de
los voceros oficiales y que está blindada contra la manipulación. Quiere
soluciones. Encuestas recientes confirman el malestar popular. Más de 70% de la
población no cree en el discurso del gobierno. Escenas de saqueos,
linchamientos y represión policial circulan profusamente todos los días por las
redes sociales y es cada vez más común escuchar que la crisis no se arreglará
por vías pacíficas y democráticas, sino de manera violenta.
Observadores como Michael
Penfold creen que se ha llegado al punto en que las apuestas son tan altas
que ni el gobierno ni la oposición ni los empresarios ve ningún beneficio en
trabar acuerdos con el adversario. Cada quien en su
trinchera cuida su interés particular.
El deterioro de las
condiciones de vida es el caldo de cultivo para un estallido social como El
Caracazo, la ola de saqueos de 1989 que fue salvajemente reprimida por el
ejército y dejó más de 300 muertos. Esta coyuntura creó las condiciones que
hicieron posible la llegada de Hugo Chávez al poder una década más tarde. Un
evento así perturbaría aun más el forzado balance de poder existente alternado
radicalmente el tablero político.
La incógnita es si los
militares respaldarán a Maduro saliendo a la calle a reprimir o si dejarán que
las cosas pasen sin usar la fuerza, una tácita señal de que le han retirado su
apoyo al gobierno.
El Vaticano está trabajando
intensamente por una solución. Se sabe que ha habido reuniones con altos
funcionarios del gobierno chavista, como el vicepresidente Aristóbulo Istúriz y
la canciller, Delcy Rodríguez. En la Secretaría General de la Organización de
Estados Americanos, en Washington, se evalúan medidas posibles, incluyendo la
aplicación de la Carta Democrática Interamericana. Dado que lo que piensa el
estamento militar es una caja negra, el enigma militar sólo será despejado si
hay un gran acontecimiento. Pero, en cualquier escenario, los militares son
vistos como un factor decisorio.
Lo que vive Venezuela es el
dilatado crepúsculo de una utopía arcaica basada en el delirio de un caudillo.
No hay dudas de que Chávez y
el chavismo seguirán dando de qué hablar durante largos años. Pero, en
rigor, los sueños que Chávez encendió cuando irrumpió en la escena política se
han apagado. Aunque el gobierno continúe, Chávez es una estrella muerta cuya
luz mortecina podemos seguir viendo largamente después de su extinción.
No es la primera vez que esto
sucede en la historia venezolana, marcada por golpes, revoluciones y caudillos
monstruosos y delirantes, como lúcidamente lo captó el historiador Jesús Sanoja
Hernández. Décadas después de la muerte del tirano Juan Vicente Gómez, sus
acólitos seguían hablando de “El Benemérito”. Incluso sus víctimas más
torturadas lo evocaban sin querer cuando se referían al pasado terrible como
“En los tiempos del general…”.
19-05-16
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