Por Ibsen Martínez
Aquel se apellidaba Brecht,
sin la partícula “ode” como prefijo, y murió en la antigua Alemania comunista
en 1954. Lo cierto, lo casual y sorprendente que me lleva a postular a Herr
Odebrecht como mi hombre del año en Latinoamérica es que también él es, si no
un dramaturgo de tomo y lomo, ciertamente hombre de inusual creatividad. Acaso
el ser humano más mefistofélicamente listo, en el sentido “goetheano” de la
palabra, que he conocido.
Es persona colosalmente
influyente en todo el continente, pero no se da ínfulas: este caballero no
pasaría jamás por una celebridad digna de la vigilia de los papparazzi.
Sin embargo, es la “eminencia
gris”, el cerebro detrás de los más sonados encándalos de corrupción que
últimamente han minado la poca salud de la democracia en nuestra América. Con
todo, es un sujeto fascinante.
Si lo llamo “senhor” es porque
así, en portugués, figura su nombre en la tarjeta personal de presentación que
conservo: “ Senhor B. Odebrecht. Apodrecimiento global de instituições.
Assuntos nauseabundos. Porcarias revoltantes”.
Por eso tal vez merezca evocar
las circunstancias de mi encuentro casual con este personaje cuya sola
inquietante presencia me hizo pensar en algo ya mil veces dicho: que la mejor
argucia del Diablo es hacernos pensar a los agnósticos que, en realidad, él no
existe.
Estaba yo una tarde, semanas
atrás, en el bar del hotel “Bristol” de Ciudad de Panamá, leyendo un rimero de
guiones de cine que competían por fondos públicos en un concurso del cual yo
era uno de los jurados. El senhor Odebrecht se sentó a mi lado en la
estrecha barra, ordenó un “Tom Collins”, se quitó el sombrero ( de Panamá, se
entiende) y se volvió para sonreírme esa sonrisa desabridamente cortés que, por
un segundo, cambian entre sí los huéspedes de hoteles caros.
La enorme estatura y
contextura de Bertoldt recuerdan la del excanciller alemán Helmut Kohl. Pero
volvamos a mi cuento.
Muchas historias plasmadas en
los guiones sometidos a mi consideración eran desmañados intentos de
“denunciar” la rapacidad imperialista en tiempos de Theodore Roosevelt o los
efectos perversos de la corrupción corporativa en el medio ambiente del paraíso
fiscal istmeño. Nadie más que yo y el resto del jurado los había leído, pero
Bertoldt comenzó a referirse a ellos desdeñosamente, aunque con gran precisión
y lujo de detalles.
“Puedo contarle historias muchísimo
más sorprendentes”, dijo, hablando con leve deje “portuñol”.
Siguió una “conferencia” que
versaba, con facundia, sobre la historia de nuestra América, desde el siglo XV
a la fecha, entendida como caso particular de la corrupción planetaria. Sus ejemplos,
registrados todos en el año que termina, me impresionaron sobremanera.
Uno, entre tantos, es el del
ocurrente gobernador de Veracruz, señero fanal de la regeneración del PRI, que
escapa en helicóptero, desaparece de la faz de la tierra tras arramblar con
todo, y luego cuelga en Facebook “posts” que parecen anuncios institucionales
que lo exculpan de todo.
Le pregunté a Odebrecht sobre
el “caso” de sobornos internacionales que lleva su apellido y colma los
titulares. Como todo agente del Mal, Bertoldt se ciñe a un raro código de
ética. Encuentra escandaloso que en los EE.UU. se zanje el muy turbio asunto
con tan solo una multa de tres mil millones de dólares. “Es como sobornar al
tribunal para que olvide todo y la empresa constructora vuelva a empezar”,
opina, moviendo la cabeza. “Uma irracionalidade crescente: capitalismo selvagem”.
28-12-16
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