Fernando Mires 23 de diciembre de 2016
Con
ese humor siniestro del cual nunca he podido desligarme dije: “este es un lugar
ideal para que los islamistas cometan uno de sus atentados”. “No digas esas
cosas”– me respondió algo enojada mi esposa. Después de todo estábamos pasando
un buen rato.
Habíamos
ido de compras y antes de regresar a casa dimos un paseo por el Weihnachtsmarkt
de la ciudad de Oldenburg. Siempre me ha gustado el mercado de Navidad. La
forma, el lugar, el ambiente. El oscuro diciembre es plenamente iluminado bajo
el cobijo de una catedral y en los pueblos más pequeños de una simple
parroquia. Hay mucha historia antigua metida ahí.
Desde
el siglo XV los campesinos elegían las vísperas de Navidad para mercadear. Allí
concurren los habitantes de la ciudad con sus familias. Los niños felices a sus
lugares de juego. Las infaltables ruedas giratorias, las calesitas iluminadas.
Me sorprendió esta vez ver a niños turcos montados en los caballos de yeso,
acompañados de sus madres, todas con pañuelo en la cabeza. Son de otra
religión, pero agradecían el regalo que les daba la ciudad donde viven.
En los
mercados de Navidad la gente cambia el gesto duro y severo que generalmente les
acompaña y te saludan con una ancha sonrisa, aún sin conocerte. Desde las
fábricas y oficinas concurren los grupos y ríen a coro, cerveza en mano o
probando el vino caliente que tan bien viene en medio del frío. El
Weihnachtsmarkt es definitivamente un lugar de alegría socialmente compartida.
De alegría, entiéndase, no de felicidad. La felicidad es otra cosa.
La
horrible noticia esperaba en la televisión de nuestra casa. En uno de los
tantos mercados navideños de Berlín un camión había masacrado a los
concurrentes. Hasta ahora, 15 muertos. Muchísimos heridos. Recordé entonces mi
inoportuna frase cuando me referí al mercado de Navidad como un lugar ideal
para un atentado islamista. ¿Por qué la dije? ¿Pensamiento pre-monitorio? En
ningún caso. Yo no creo en esas cosas.
La
frase fue el resultado de una inevitable asociación. Mientras probábamos unos
diminutos y deliciosos panqueques holandeses se me vino a la cabeza un pasaje
de un libro que escribí poco después del 11-S norteamericano titulado “El
Islamismo”. En ese libro hay un capítulo dedicado a analizar a la personalidad
de los asesinos que cometieron el 11.S.
Ahí me di cuenta de que en cada
acto criminal que ejecutan los terroristas islámicos, atacan al Occidente, pero
no al Occidente externo, sino a ese Occidente interno que desean pero al mismo
tiempo reprimen y niegan. La destrucción de los símbolos occidentales puede ser
así vista como la proyección de la muerte de sus deseos prohibidos, entre
otros, del deseo de la alegría. No es casualidad que los lugares elegidos por
los terroristas islámicos para matar sean por lo general lugares de diversión:
una discoteque, un supermercado, un hotel de veraneo. O un simple mercado
navideño.
¿Cómo
explicar ese deseo de matar a la alegría? No intentaré hacerlo en estas breves
líneas. Aunque no puedo dejar de
recordar una explicación que una vez dio el papa Benedicto XVl. Con su
reconocida precisión, dijo: “hay patologías de la política y hay patologías de
la religión”.
Bajo
las primeras Ratzinger se refería a las ideologías cuando en nombre de la razón
se apoderan de las mentes de muchas personas, las programan y las inducen a
cometer o ser parte de horrendos crímenes como el Holocausto y el Gulag. Bajo
las segundas se refería a los crímenes cometidos en nombre de Dios.
Benedicto
no hablaba solo del Islam. Ni tampoco solo del
pasado de la Iglesia Católica (Las Cruzadas, las ”quemas de brujas”, la
Inquisición y otras gracias). También en el pasado reciente un Franco y un
Pinochet hicieron erigir capillas en sus propias casas donde junto a sus muy
devotas esposas rezaban, se confesaban y comulgaban todos las domingos para dar
ordenes de matar en nombre de Dios durante el resto de los días de la semana.
Hoy
estamos nuevamente en presencia de una profunda patología de la religión. Es la
patología de los islamistas, la predican los maestros fundamentalistas y la
llevan a la práctica con profesionalidad y maldad sus discípulos. Dentro y en
nombre del Islam ha nacido -ya casi nadie lo puede negar- una cultura de la
muerte. Su expresión más organizada es el ISIS.
El
hecho de que los lugares escogidos sean lugares de diversión si bien forma
parte de la guerra declarada por los ejércitos del ISIS al mundo occidental,
debe ser entendido de acuerdo a categorías que van más allá de la lucha
militar. Los ejecutores, en efecto, no asesinan a policías o a soldados, sino a
gente común, incluyendo a creyentes del Islam.
¿Cómo
piensa un terrorista islamista? Con un poco de esfuerzo, tratemos de imaginar.
Puede que se digan a sí mismos. ¿Qué derecho tienen esos infieles para pasarlo
bien? ¿Por qué si nuestros territorios son invadidos y bombardeados hemos de
respetar sus diversiones? Sí, nos gustaría divertirnos también; ir a una
discoteca y reír y bailar, o a un mercado a conversar con nuestros amigos. Pero
eso está prohibido a nosotros. Solo debemos hacer lo que nuestros grandes
maestros nos indican: apagar el deseo de ser libres que nos acosa y matar a los
demás. La alegría de ellos ofende nuestro eterno duelo.
En
cada ser humano, lo sabemos bien desde Freud, anidan dos pulsiones: la de la
vida y la de la muerte. En algunos la pulsión de la vida logra imponerse por
sobre la de la muerte. En otros casos, no. Muchos, viviendo profundas
depresiones, han aprendido a convivir con su propia muerte. Pero otros realizan
la muerte a través de homicidios o simplemente de suicidios. En el caso de los
terroristas no es raro que ejecuten los dos procedimientos. Primero matan y
después se matan. La religión, concebida como una práctica destinada a elevar
el espíritu hacia Dios se convierte en las manos de los terroristas en un
ceremonial de la muerte.
Los
mecanismos que llevan a la patología de la política no son muy diferentes.
Suele suceder que así como las religiones son convertidas en ideologías, las
ideologías son usadas como religiones. Y ambas patologías, las religiosas y las
ideológicas, conviven en la Europa moderna.
Paralelamente
a los terroristas religiosos cobran fuerza los grupos, partidos y hasta
gobiernos neo-fascistas. Podría decirse que entre los asesinos religiosos y los
asesinos ideológicos existe una relación inconsciente, o si se prefiere, una
suerte de pacto no firmado.
Después
de los crímenes en el mercado de Navidad en Berlín están programadas las
acciones que ejecutarán los neo-fascistas. Ya aparecen dibujos de Angela Merkel
con las manos ensangrentadas. Muy pronto los albergues para refugiados
comenzarán a ser incendiados. Matones con cabezas rapadas se aprestan a golpear
en las calles a los primeros jóvenes musulmanes que se les aparezcan en el
camino.
Son
días de pre- Navidad. Yo nunca habría querido escribir estas líneas. Pero así
son los tiempos que vivimos.
Son
malos los tiempos que vivimos.
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