Por Miro Popic
El pastel de maíz envuelto
en hojas que llamamos hallaca, fue comida de indios incluso hasta bien avanzada
la colonia. Desde su llegada, el conquistador trató de reproducir en suelo
venezolano el paisaje alimentario europeo, objetivo no logrado totalmente,
primero por las condiciones subtropicales del territorio que impedían la
implantación de ciertos cultivos, como el trigo, la vid y el olivo, luego por
la dependencia del trabajo femenino indígena en la preparación de los
alimentos, trabajo compartido posteriormente con la mano esclava africana
utilizada en la cocina de los peninsulares, que se fueron convirtiendo en criollos
hasta que rompen con la Corona española, en 1811, y comienzan a asumir el rol
de venezolanos.
El arraigo indígena se
aferra al maíz como factor de resistencia, el cereal actúa como protector
contra la aculturación y pérdida de identidad y poco a poco comienza a penetrar
el nuevo gusto en formación. Las preparaciones aborígenes originales se
enriquecen con la incorporación de carne de res, de aves, de cerdo,
complementados con nuevos cultivos que hacen aparición en el conuco, como
cebolla, ajo, etc., modificando el paisaje agrario y, en consecuencia, la
cocina se transforma, deja de ser indígena pero sin ser totalmente europea, se
criolliza. Al pastel de maíz se le incorpora lo que se cría o cultiva en la
unidad de producción que alimenta las haciendas, la hallaca crece y se
enriquece pero sin dejar de ser un condumio totalmente autártico, sus
ingredientes vienen todos del paisaje, se consiguen fácilmente, no son
costosos, así se hace cotidiana, familiar, popular.
Con el pastel convertido en
hallaca se produce un proceso de traslación que supera la codificación
social-cultural y trasciende los diferentes niveles de jerarquía política,
delineando una cocina con personalidad propia. Deja de ser una comida rural
restringida a lo que produce el conuco, como maíz, carnes de ave, cerdo o res,
hojas de plátano, onoto, y la preparación se enriquece con elementos exóticos
traídos de la metrópoli, no tanto para mejorar el sabor del guiso sino para
demostrar que se es más, luego, que se puede comer mejor. ¿Por qué? Porque esos
ingredientes foráneos, contrastantes, lejanos, importados, incorporados casi
hasta la exageración podían ser adquiridos sólo por los más pudientes, las
clases dominantes. El pastel indígena pasa a ser, como lo dice Mario
Briceño-Iragorry, “… la más perfecta expresión del barroquismo culinario de la
Colonia”.
Los dueños de la tierra cuya
riqueza se medía en función de la cantidad de árboles de cacao que poseían,
llamados así los grandes cacaos, la nobleza criolla, los mantuanos, comparten
mesa con los grandes comerciantes, donde el intercambio entre mercaderes y
cosecheros no era sólo de productos españoles y europeos, sino también de
estilos, de ideas, de símbolos. Los barcos que salían cargados de cacao de La
Guaira y Puerto Cabello rumbo a Veracruz, Cádiz y Vizcaya, regresaban llenos de
vinos, aceites, harina, aceitunas, pasas, alcaparras, almendras, pimienta,
clavo, canela, etcétera, además de lencería, vestidos, muebles y, obviamente,
esclavos.
Fueron manos femeninas
esclavas las que incorporaron al pastel estos elementos (¿por iniciativa propia
o por indicación de sus señoras?) y la hallaca sube de categoría, asciende
socialmente a la mesa de los grandes señores, deja de ser rural, se hace
cosmopolita en su doble condición americana-europea, exquisita en su
composición, clasista, pero sin renunciar a su condición de alimento nacional,
integrador.
El dominador cautivo de
Carrera Damas no renuncia a ella sino que trata de hacerla suya incorporándole
elementos que les son propios para reafirmar su superioridad pero sin abandonar
la identidad unificadora. Amo y esclavo, señor y siervo, urbano y rural, todos
comparten simbólicamente el mismo alimento pero se diferencian en el contenido,
complejo y abigarrado en unos, más modesto y simple en otros, pero siempre con
el mismo significado. Comemos lo mismo pero no igual porque no somos iguales,
como de había establecido ya en tiempos coloniales. La hallaca se convierte en
expresión de estatus social.
Territorio e ideología
marcan desde sus comienzos la elaboración y consumo de la hallaca,
estableciendo condicionamientos que sólo son superados en el siglo XX cuando
Venezuela deja de ser un país agropecuario, pasa de rural a urbano con la
explotación del petróleo, se impone la ciudad sobre el campo y, finalmente
unificado, administrativa pero no políticamente, entra en la modernidad y
comienza a conocerse y reconocerse a si mismo.
Contenga lo que contenga
cada hallaca según la región, hay una armadura de propiedades que se mantienen
invariables, un código de funciones que les son propias y un mensaje singular,
coincidente, de cohesión, adherencia y continuidad.
24-12-16
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