Fernando Mires 28 de mayo de 2017
Hay
que decirlo: nunca ha habido grandes movimientos de multitudes que, a pesar de
haber sido orientados a través de una línea pacífica, estén exentos de
violencia. Violencia practicada incluso por personas que en la vida cotidiana
son enemigas de todo acto brutal. Con eso hay que contar. No hay torrentes sin
desbordes. La racionalidad de los grandes grupos no es la misma que la de los
individuos.
En la
masa, una parte del yo decisional desaparece y es sustituido por un “nosotros”,
es decir, por una unidad colectiva que obedece a una lógica muy distinta a la
individual. De lo que se trata entonces en un movimiento democrático pacífico
es de minimizar al máximo la violencia. Evitarla es difícil. Quizás imposible
En las
grandes demostraciones públicas suelen perfilarse vanguardias formadas por
jóvenes aguerridos organizados de un modo diferente a las organizaciones
políticas y sociales convocantes. Ellos juegan un papel importante, incluso
insustituible en los inevitables enfrentamientos con los organismos represivos.
El problema aparece cuando los comandos juveniles sustituyen al movimiento de
las multitudes. Si además se tiene en cuenta la enorme predominancia masculina
en los enfrentamientos, podemos entender por qué, cuando la violencia se
autonomiza de la política, puede llegar a conspirar en contra del crecimiento
de las propias manifestaciones democráticas. La violencia es exclusiva, nunca
inclusiva. La violencia resta, nunca suma.
Por
supuesto, los ritmos y formas de acción de los jóvenes son muy diferentes a los
que corresponden a madres y padres o a grupos religiosos, culturales y
vecinales. Pensar que estos últimos deben imitar a la energía juvenil, sería
absurdo. Absurdo también es creer que los jóvenes deben actuar igual que sus
padres y abuelos en las demostraciones públicas.
Sin
intentar intelectualismos innecesarios, hay que aceptar que en toda
manifestación juvenil hay un componente edípico. Allí los jóvenes practican de
modo colectivo una desobediencia no siempre posible de realizar en sus casas.
Esa desobediencia la dirigen, fundamentalmente, en contra del poder
establecido. ¿Y puede haber una expresión más nítida del poder que esos
soldados robotizados, dispuestos a matar
para defender a un grupo de desalmados enchufados en el Estado? La sola
presencia de esas tropas en las calles es una incitación a la violencia. La de
los jóvenes, en el peor de los casos, es contraviolencia.
La
contraviolencia, en un movimiento definido como pacífico, debe ser reducida al
mínimo. En ese punto están de acuerdo los partidos y organizaciones de la
oposición democrática venezolana. Sin embargo, hoy voces directivas que, no
llamando directamente a la violencia, la estimulan. Por ejemplo, cuando algunas
y algunos afirman que el objetivo es solo “la caída” del régimen sin mencionar
el restablecimiento de la Constitución de 1999, despojan al movimiento de su
principal característica política: la de ser expresión de una insurrección
constitucional y constitucionalista. Y por eso mismo pacífica.
Más
irresponsables son todavía aquellos dirigentes que, sin tener ningún dato en la
mano, aseguran que la caída de la dictadura es solo cosa de días. Puede incluso
que eso sea así. Pero la tarea de los líderes es fijar los objetivos a cumplir
y no inventar plazos que no conocen ni pueden conocer. Mucho menos crear
expectativas que, si no son cumplidas, producirán grandes desilusiones
Si en
un gran movimiento democrático aparecen algunos jóvenes exaltados es casi un
hecho normal. La aparición de líderes exaltados, en cambio, está de más.
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