Benigno Alarcón 26 de agosto de 2017
He
querido tomarme unas semanas para meditar y reflexionar sobre lo ocurrido y lo
que hemos vivido durante más de tres meses de conflicto que nos dejó con el
terrible saldo de, al menos, 127 personas fallecidas, cientos de personas
heridas, otros tantos detenidas o desaparecidas, y miles de desplazados, como
resultado de las protestas ciudadanas que se originaron a partir de la
denuncias hechas en el canal del Estado por la Fiscal General de la República,
en relación a la ruptura del hilo constitucional, y la posterior convocatoria a
una asamblea constituyente, hoy instalada y tomando decisiones.
Los
demócratas hemos perdido el pasado 30 de Julio una nueva batalla contra la
barbarie autoritaria que ha sumido al país en uno de los periodos más oscuros
de su historia republicana. Es así como el régimen traspasó hoy el umbral de
aquel escenario sobre el que tantas veces advertimos desde el declive y muerte
de Chávez, cuando decíamos que todo régimen híbrido llega en algún momento a la
encrucijada en la que, por haber perdido su base de apoyo político, tiene que
decidir entre negociar las consecuencias de su salida por la vía electoral –que
hasta hace poco mantenía su legitimidad en el poder– o continuar en el poder
por la fuerza, autocratizándose y evitando medirse electoralmente. El régimen
evadirá cualquier proceso que implique su salida, bien sea cambiando las reglas
electorales (como es el caso de la Asamblea Nacional Constituyente), evitando
las elecciones, o preparándose para recurrir a un fraude electoral. Sin
lugar a más dudas, ha optado por el camino de su autocratización, y para ello
se ha decidido por una forma inédita de golpe institucional, ejecutado mediante
la instalación de una Constituyente a la que se le atribuyen facultades que
están por encima de todo límite establecido por la Constitución vigente. Con
ella pretende hacer lo que sea necesario, desde ejercer facultades propias del
Poder Legislativo hasta postergar o adelantar elecciones a conveniencia, así
como cualquier otra decisión, imaginable o no, que sirva para seguir en el
poder.
La
situación de Venezuela, tras la instalación de la Asamblea Constituyente, y su
involución hacia un autoritarismo hegemónico, hará mucho más difícil su retorno
a la democracia, así como la recuperación de la crisis económica y social. Si
hasta hoy a la oposición se le ha demandado coherencia y un manejo responsable
e inteligente del conflicto, a partir de ahora esa es una condición sine
qua non.
En
medio de este escenario se discute si el Gobierno será capaz de sostenerse en
medio de la crisis creciente económica y social. La realidad es que no hay una
relación directa o causal entre la sustentabilidad de un régimen autoritario y
las condiciones económicas del país. De hecho, abundan casos de regímenes
autoritarios muy longevos en medio de situaciones económicas paupérrimas. Es la
historia de Cuba, con los Castro en el poder ya casi por 60 años, un país
hundido en la miseria. O el caso de Mugabe, quien continúa gobernando con
procesos hiperinflacionarios que han alcanzado el 231.000.000 %, donde el
gobierno ha tomado medidas tan ridículas como declarar ilegal la inflación en
2008. Mientras, Mugabe emitía billetes de 200 millones de dólares zimbabuenses
a pocos días de introducir el billete de 100 millones. Contrario a lo que se
piensa, eso ha constituido una ventaja para la estabilización de un país en el
que sus ciudadanos están demasiado ocupados en su supervivencia para desviar
energías en la lucha política. En este sentido, Przeworki demuestra en uno de
sus estudios las dificultades para democratizar cuando el ingreso personal es
menor a $ 6.5 diarios.
En más
de tres meses de confrontación fue notable la ausencia de un manejo estratégico
de la protesta. En su anarquización tienen responsabilidad líderes políticos y
sociales, incluso ese movimiento auto-denominado “Resistencia”. Sin dudar de
sus buenas intenciones, resultó obvio que nunca tuvieron claros los objetivos,
lo que se podía lograr y lo que no, ni el tipo de protesta que es efectiva y
tiene incidencia. Eso degeneró en formas que, lejos de incidir sobre el
régimen, lo hizo contra otros ciudadanos que compartían la misma causa. Los
“guarimberos” decidieron ofender, agredir, y hasta cobrar peaje a sus propios vecinos
si necesitaban llegar a sus casas o atender alguna emergencia en medio de un
toque de queda auto-impuesto y sin sentido.
Lo
importante ahora, para que todo no quede en un balance negativo, es
preguntarnos ¿qué lecciones podemos sacar de este proceso?
1. Cuando
calificamos este proceso como derrota, debemos tener presente que una derrota
no determina un destino definitivo, al menos que así lo decidamos y dejemos de
luchar. El éxito en cualquier emprendimiento de la vida no es el resultado de
la ausencia de fracaso sino de la determinación de superarlo y superarnos a
nosotros mismos hasta lograr los objetivos, pero para ello es imprescindible
aceptar las derrotas, aprender de ellas, y jamás, nunca, darse por vencidos.
2. En
ninguna confrontación la persistencia en las dinámicas antagónicas es
saludable. La confrontación es una llama que se agota a sí misma al consumir
los recursos materiales, humanos –sean salud mental y física– y espirituales,
necesarios para mantener alta la moral de la gente cuando enfrenta dificultades
como las presentes. La gente necesita trabajar, asistir al médico, hacer
mercado, atender a la familia, etc, para poder continuar luchando. La
confrontación, aunque no sea violenta, agota esos recursos. Toda batalla debe
tener objetivos claramente definidos y una ejecución cuidadosamente
planificada. Solo así es posible lograr resultados capaces de darle
sustentabilidad al compromiso de lucha de cientos de miles de personas.
3. Las
protestas con incidencia política son, generalmente, aquellas que logran
masificarse a niveles del 3.5 al 5%, según el estudio de Erica Chenoweth y
María Stephan (2011). Para que esto sea posibles es necesario reducir las
barreras a la participación y el principal obstáculo es la violencia que eleva
esas barreras físicas, psicológicas y morales. Como advertimos desde abril en
esta columna y en decenas de entrevistas, en la medida en que la violencia en
las protestas escalara, el número de participantes se reduciría. Así sucedió,
independientemente de si la violencia se originó por la acción de los cuerpos
represivos o por la audacia de los manifestantes. La escalada de violencia crea
una dinámica que a medida que los niveles de confrontación aumentan, el número
de participantes se reduce. Las pocas personas que van quedando están más
dispuestas a confrontar a los cuerpos de seguridad y eso contribuye a la
espiral. Así se vuelven presas fáciles de la represión, expresada en decesos,
heridos y detenidos.
4. Las
protesta con ejecución eficiente, objetivos claramente definidos, posibilidades
de éxito, control sobre los niveles de violencia, y sustentantes como acción
colectiva, implican una organización que hasta hoy no ha estado presente. La
protesta sin organización, apostando a la espontaneidad y la buena voluntad de
la gente, tendrá siempre, como resultado más probable, su anarquización y, en
consecuencia, su agotamiento sin logros concretos.
5. Los
responsables de la toma de decisiones políticas parecieron olvidar que el
aumento de los costos de represión, a través de la protesta, no genera cambios
políticos por sí mismo. La protesta es un medio, no un fin, y mal utilizada
puede generar costos más altos para los manifestantes que para el Gobierno. Así
lo demuestran múltiples casos, como los de la Primavera Árabe, con su expresión
más dramática en Siria. Los costos de tolerancia o de salida del poder también
cuentan, y estos costos no son los mismos para todos los que están en el poder
o sustentan a los gobernantes. Esto implica la posibilidad de procesos de
negociación y de tratamientos diferenciados que la oposición pudo haber
expresado a través de mecanismos como el proyecto de Ley de garantías democráticas,
anunciada por la Asamblea Nacional, pero nunca discutida. La tarea incompleta
de aumentar costos de represión sin reducir los de tolerancia, trajo como
consecuencia la instalación de una Asamblea Constituyente sin que se produjesen
las esperadas expresiones públicas de fracturas en el bloque de poder; o sin
que se concretaran las expectativas sobre la posición institucional de la FANB.
Si tal disposición al deslinde existió en algún momento, la oposición no generó
los incentivos necesarios, mientras el Gobierno sí tuvo la habilidad para
detener deserciones, más allá de la ocurrida con la Fiscal General de la
República. Luisa Ortega, después de ser destituida de su cargo, es ahora una
perseguida, ejemplo de las consecuencias que enfrentarán quienes consideren
desertar.
6. Aunque
algunos insistan en desconocerlo, el proceso de protestas demuestra que el
ejercicio de la represión acarrea costos muy elevados para quienes la ejercen.
Hoy el régimen está en sus peores niveles históricos de aceptación, mientras
instituciones como la Fuerza Armada, históricamente con niveles muy altos de
apoyo, le acompaña en la mala calificación, confundiéndose con el Gobierno. El
haber restringido la represión a la Policía Nacional Bolivariana, los
colectivos y la Guardia Nacional, así como la solicitud de Maduro –siendo del
mismo sector castrense– de pasar los casos que están en la justicia militar a
la jurisdicción penal ordinaria, implican la sensibilidad de este sector hacia
los costos de represión, a los que se suman los derivados de una justicia
militar aplicada de manera indebida, y que acarrea responsabilidad penal
internacional y no prescriptible.
7. Las
contradicciones en el seno de la Asamblea Constituyente sobre el cierre
definitivo de la Asamblea Nacional demuestran que hay ciertos límites y la
preocupación por la legitimidad de la ANC. La viabilidad de las acciones de la
Constituyente dependen de poder subordinar y dar reconocimiento y validez a sus
resoluciones y tomar decisiones que hoy tienen como límite la Constitución y el
Poder Legislativo, en manos de la oposición. El centro estratégico del debate
se mueve hoy de la legitimidad de Maduro a la legitimidad de la Asamblea
Constituyente. De ella dependerá la sustentabilidad misma del régimen. Tal
legitimidad de la Constituyente dependerá, a su vez, del reconocimiento que,
tanto la oposición como los ciudadanos, le otorguen con su subordinación.
8. En una
situación como la que vivimos, una oposición cohesionada en torno a algo como
la Mesa de la Unidad Democrática tiene todo el sentido sí, y solo sí, esa
unidad, más allá de su denominación, incluye unidad de propósito, de objetivos
y una estrategia unitaria. La situación de la oposición frente a un régimen
hegemónico que camina a pasos agigantados hacia el control totalitario del
Estado, es muy débil como para desgastarse en concursos de egos o en un dilema
de prisionero[1] en el que
cada partido o liderazgo, teniendo la posibilidad de lograr mayores ganancias
mediante la cooperación, termina con un mal resultado producto de la
no-cooperación. Si bien esos actores tienen como objetivo común alcanzar el
mejor resultado posible, terminan con uno indeseable al competir entre ellos, de
manera egoísta, tratando de alcanzar el mejor resultado individual posible.
Expresiones de tal falta de cohesión las vimos durante las protestas, cuando
cada quien llevaba la contraria en la convocatoria a las acciones; o cuando
emergieron las diferencias sobre participar o no en las elecciones regionales.
Una dinámica como esta es una gran debilidad que, de no cambiar, implicará la
derrota de la oposición, bien por la estrategia de un régimen cohesionado en
torno al objetivo de mantener el poder, o porque los mismos actores de la
Unidad terminen neutralizándose mutuamente en sus dinámicas competitivas.
9. Para
superar la situación de no-cooperación, o cooperación insuficiente entre
actores y partidos de oposición, se necesita con urgencia aceptar tal debilidad
y sus consecuencias, para tomar al menos tres medidas correctivas: Primero,
constituir una dirección política que dé sentido a la lucha, que gane respeto y
legitimidad entre los actores (partidistas o no) que se oponen al Gobierno. Así
se responderá a ella con la confianza de que existen un plan y objetivos
definidos y evaluados. Segundo, aceptar que no hay una estrategia unitaria, y
entonces lograr un compromiso responsable entre partidos y líderes sobre un
plan unitario, que incluya a quienes no son parte de la MUD hoy, que conformen
una plataforma amplia con el objetivo de la democratización y la superación de
la crisis. Tal plan debe incluir: una gran plataforma de organización política
y social, de base amplia e inclusiva; la institucionalización de las reglas de
juego entre actores de oposición, el mecanismo de cambio político que se
impulsará, las alianzas nacionales e internacionales, las estrategias de lucha
política, las condiciones para negociar un acuerdo de gobernabilidad, y un plan
de consolidación democrática. Ese plan de consolidación debe incluir aquellas
políticas necesarias –y que serán aceptadas por todos los actores y partidos–
sobre la cuales se dará viabilidad a un plan de Gobierno que retorne al país al
camino democrático y emprenda la recuperación social y económica del país.
Tercero, es necesario consolidar una alternativa democrática viable y con
credibilidad. La oposición debe escoger, lo antes posible, quién será la cara
visible de este proceso, en consonancia con aquella primaria anunciada a
finales del 2016 para gobernadores, alcaldes, e incluso presidencial, y con el
mandato derivado de la pregunta 3 de la consulta popular del 16 de julio, como
primer paso hacia la constitución de un nuevo gobierno legitimado por el voto
popular. No es posible avanzar en una empresa tan compleja como la transición
democrática en una situación que comienza a asemejarse a un estado fallido,
liderado por múltiples voces que se contradicen, mientras se posterga definir
un liderazgo único hasta poco antes de una elección. Este proceso necesita hoy,
más que nunca, un liderazgo fuerte que unifique al país en torno a una visión
compartida y sea capaz de mostrar el camino hacia una salida democrática.
10. Como
última lección aplicable a este proceso, rescato una de las muchas que aprendí
de mi querido y sabio amigo Abraham Lowenthal, quien escribió el libro sobre
transiciones democráticas, junto a otro entrañable amigo de esta causa, Sergio
Bitar. Durante una conversación sobre nuestra situación con un grupo de
académicos, Abraham describía la situación de Venezuela con la anécdota sobre
una respuesta que Shimon Péres[2] dio a un
periodista al ser preguntado sobre la paz entre Israel y Palestina: “Veo la luz
al final del túnel, no veo el túnel”. En Venezuela somos muchos los que nos
negamos a irnos porque vemos la luz al final del túnel, pero nos toca construir
pacientemente y caminar el túnel que nos lleve a ella.
Benigno
Alarcón Deza
Director
Centro
de Estudios Políticos
Universidad
Católica Andrés Bello
[1] El
dilema del prisionero es un problema fundamental de la teoría de juegos que
muestra que dos personas pueden no cooperar incluso si ello va en contra del
interés de ambas. Fue desarrollado originariamente por Merrill M. Flood y
Melvin Dresher mientras trabajaban en RAND en 1950. Ver: Wikipedia.
[2] Shimon
Perski; Wlczyn, Polonia, 1923 – Tel Aviv, 2016) Político israelí. Premio Nobel
de la Paz en 1994
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Para comentar usted debe colocar una dirección de correo electrónico