MARIO VARGAS LLOSA 27 de agosto de 2017
El
portavoz del PSOE (Partido Socialista Obrero Español) y alcalde de Valladolid,
Óscar Puente, declaró hace unos días que, a su juicio, hay en España “un
sobredimensionamiento” de lo que ocurre en Venezuela, porque cuando un país
vive el drama que experimenta la nación bolivariana aquello no es sólo culpa de
un Gobierno sino “responsabilidad colectiva de los venezolanos”.
Semejante
afirmación demuestra una total ignorancia de la tragedia que vive Venezuela o
un fanatismo ideológico cuadriculado. Hace falta más de un individuo para
deshonrar a un partido, desde luego, habiendo socialistas que, con Felipe
González a la cabeza, han demostrado una solidaridad tan activa con los
demócratas venezolanos que, pese a los asesinatos, las torturas y la represión
enloquecida desatada por Maduro y su pandilla, han impedido hasta ahora que el
régimen convierta a ese país en una segunda Cuba. Pero que haya en España
socialistas capaces de deformar de manera tan extrema la realidad venezolana
sin que sean reprobados por la dirección, delata la inquietante deriva de un
partido que contribuyó de manera tan decisiva a la democratización de España
luego de la Transición.
La
verdad es que Venezuela fue, por 40 años (1959 a 1999), una democracia ejemplar
y un país muy próspero al que inmigrantes de todo el mundo acudían en busca de
trabajo y que, tanto los Gobiernos “adecos” como “copeyanos”, dieron una
batalla sin cuartel contra las dictaduras que prosperaban en el resto de
América Latina. El presidente Rómulo Betancourt intentó convencer a los
Gobiernos democráticos del continente para que rompieran relaciones
diplomáticas y comerciales y sometieran a un boicot sistemático a todas las
tiranías militares y populistas a fin de acelerar su caída. No fue respaldado,
pero, décadas después, su iniciativa acaba de ser reivindicada por la
Declaración de Lima, en la que, invitados por el Perú, todos los grandes países
de América Latina —Brasil, Argentina, México, Colombia, Chile, Uruguay y cinco
países más de la región— además de Estados Unidos, Canadá, Italia y Alemania,
han decidido aislar a la dictadura de Maduro y no reconocer las decisiones de
la espuria Asamblea Constituyente con la que el régimen trata de reemplazar a
la legítima Asamblea Nacional donde la oposición detenta la mayoría de los
escaños.
El
portavoz socialista no parece haberse enterado tampoco de que las Naciones
Unidas han denunciado, a través de su Alto Comisionado para los Derechos
Humanos, las torturas a las que la dictadura venezolana somete a los opositores
desde hace varios meses, que incluyen descargas eléctricas, palizas
sistemáticas, horas colgados de las muñecas o los tobillos, asfixia con gases,
violaciones con palos de escoba, detenciones arbitrarias e invasión y destrozos
de las viviendas de los sospechosos de colaborar con la oposición. Más de 5.000
personas han sido detenidas sin ser llevadas a los tribunales, las fuerzas de
seguridad han asesinado a medio centenar en las últimas manifestaciones y las
bandas de malhechores del régimen, llamadas los colectivos, a 27.
El
asedio sistemático a los adversarios de la dictadura se extiende a sus
familias, que pierden su trabajo, son discriminadas en los racionamientos y
víctimas de expropiaciones. Y la corrupción del Gobierno alcanza extremos de
vértigo, como acaba de denunciar la fiscal Luisa Ortega en Brasil, revelando,
entre otros horrores, que el segundo hombre del chavismo, Diosdado Cabello,
recibió 100 millones de dólares de soborno de Odebrecht a través de una
compañía española.
Pero,
probablemente, con toda la crueldad que denotan las violaciones a los derechos
humanos y el saqueo del patrimonio nacional por los jerarcas del régimen, nada
de aquello sea tan terrible como el empobrecimiento vertiginoso que la política
económica de Chávez y su heredero ha acarreado al pueblo venezolano. Uno de los
países más ricos del mundo, que debería tener los niveles de vida de Suecia o
Suiza, padece hoy día los índices de supervivencia de las más empobrecidas
naciones africanas: la pobreza afecta al 83% de la población, sufre la
inflación más alta del mundo —este año alcanzará el 720%— y un PIB que según el
Fondo Monetario Internacional cae 7,4%. Sólo se libran del hambre y la escasez
de todo —empezando por las medicinas y las divisas y terminando por el papel
higiénico— el puñado de privilegiados de la nomenclatura —buen número de
generales entre ellos, comprados asociándolos a las grandes operaciones del
narcotráfico— que pueden adquirir alimentos, medicinas, repuestos, ropa, a
precios de oro, en el mercado negro. La gente común y corriente, entre tanto,
ve caer sus niveles de vida día a día.
¿A
cuántos cientos de miles de venezolanos han obligado a emigrar las fechorías
económicas y sociales del régimen? Es difícil averiguarlo con exactitud, pero
los cálculos hablan de por lo menos dos millones de personas que, agobiadas por
la inseguridad, la pobreza, el terror, el hambre y la perspectiva de un
empeoramiento de la crisis, se han desparramado por el mundo en busca de mejores
condiciones de vida, o, cuando menos, un poco más de libertad. No hay
precedentes en la historia de América Latina de un país al que la demagogia
estatista y colectivista haya destruido económica y socialmente como ha
ocurrido en Venezuela. Lo extraordinario es que la política de destruir las
empresas privadas, agigantando el sector público de manera elefantiásica, y
poniendo cada vez más trabas a la inversión extranjera, se llevara a cabo
cuando todo el mundo socialista, de la desaparecida URSS a China, de Vietnam a
Cuba, comenzaba a dar marcha atrás, luego del fracaso de la socialización
forzada de la economía. ¿Qué idea pasó por la cabeza de semejantes ignorantes?
La utopía del paraíso socialista, una fabulación que, pese a los desmentidos
que le inflige la realidad, siempre vuelve a levantar la cabeza y a seducir a
masas ingenuas, que, pronto, serán las primeras víctimas de ese error.
Es
verdad que la Venezuela de la democracia contra la que se rebeló el comandante
Chávez había sido víctima de la corrupción —un juego de niños comparada a la de
ahora— y que, en la abundancia de recursos de aquellos años, los de la
Venezuela saudí, surgieron fortunas ilícitas a la sombra del poder. Pero
aquello tenía compostura dentro de la legalidad democrática y los electores
podían castigar a los gobernantes corruptos mediante unas elecciones, que
entonces eran libres. Ahora ya no lo son, sino manipuladas por un régimen que,
en las últimas, por ejemplo, se inventó un millón de votos más de los que tuvo,
según la propia compañía contratada para verificar los comicios. Pese a ello,
la oposición ha inscrito candidatos para las elecciones regionales de
gobernadores convocadas por Maduro. ¿Hay alguna posibilidad de que sean unos
comicios de verdad, donde gane el más votado? Yo creo que no y, por supuesto,
me gustaría equivocarme. Pero, después de la grotesca patraña de la “elección”
de la Asamblea Constituyente y de la defenestración manu militari de la fiscal
general Luisa Ortega Díaz, ahora en el exilio, ¿alguien cree a Maduro capaz de
dejarse derrotar en las urnas? Él ha hecho todos los últimos embelecos
electorales, quitándose la careta y mostrando la verdadera condición
dictatorial del régimen, precisamente porque sabe que tiene en contra a la
mayoría del país y que él y sus compinches tendrían un exilio muy difícil, por
sus robos cuantiosos y su estrecha vinculación con el narcotráfico. En la
triste situación a la que ha llegado Venezuela es poco menos que imposible —a
menos de una fractura traumática del propio régimen— que recupere la democracia
de manera pacífica, a través de unas elecciones limpias.
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