FÉLIX PALAZZI 26 de agosto de 2017
@FelixPalazzi
El día
en que privaron de libertad a Lisbeth Añez (conocida como Mamá Liz) ella se
encontraba en el aeropuerto camino a buscar las medicinas para tratar su
hepatitis C. Lisbeth Añez se ganó el apodo de “Mamá Liz” por el hecho de
visitar a los presos y proveerles alimentos y la ayuda necesaria para su
sostenimiento. Este hecho es lo que no puede pasar por desapercibido para todo
cristiano que escuche y conozca sobre este caso. Su privativa de libertad, ya
hace más de cien días, muestra lo más vil e inhumano, y en consecuencia
anticristiano, de este régimen y de quienes hacen silencio ante este y tantos
otros casos similares que conocemos.
Lisbeth
Añez aparece en varias fotografías acompañada de la Virgen y con un rosario
colgado de su cuello. Ella se limitaba a cumplir lo que el mismo Señor nos
invitó a realizar para reconocerle: “porque tuve hambre y me diste de comer,
tuve sed y me diste de beber, estaba desnudo y me vestiste, enfermo y me
curaste, en la cárcel y me visitaste” (Mt 25,36). Por querer vivir siguiendo el
espíritu del Evangelio, hoy la han encarcelado los verdugos de nuestra
historia. Esto no puede ser indiferente a los ojos de los que nos confesamos
como cristianos.
Ella
es, sin la menor duda, una de esas bienaventuradas de las que nos habla el
Evangelio: “dichosos los perseguidos por causa de la justicia, porque el reino
de los cielos les pertenece. Dichosos ustedes cuando por mi causa les insulten,
los persigan y levanten contra ustedes toda clase de calumnias” (Mt 5, 10-12).
Todo ello podría parecer contradictorio y paradójico. ¿Cómo afirmar que
alguien, una mujer enferma, madre de familia y que se encuentra privada de
libertad es “dichosa” y que con ella está el “reino de los cielos”? A esto
queremos dedicar nuestra atención y apelar a nuestra fe.
La esperanza
A
veces confundimos la noción de esperanza con la fuga o negación de la realidad.
La esperanza es, ante todo, esperanza en la justicia, pues sin la búsqueda de
la justicia la esperanza se convierte en una ilusión, una ideología, y la
justicia sin la esperanza pierde toda capacidad de dar sentido. Es por ello que
la esperanza para el cristiano, especialmente en nuestra realidad actual
venezolana, no puede ser una simple idea abstracta. Esta se expresa en rostros
y casos concretos. En el rostro del enfermo, del prisionero, del desnudo. En
fin, en los olvidados y hambrientos de hoy (cfr. Mt 25,36).
La
esperanza nos mueve a transformar la realidad. Vivimos en un mundo sin
esperanza porque nos hundimos en el mar de la indiferencia. La construcción de
un proyecto de nación o de Iglesia implica una participación de todos que se
inicia con el simple gesto de permitir y acoger la diferencia en la que el otro
se muestra. No hay justicia donde no se reconoce y se garantiza esa diferencia,
pues toda lucha por la justicia comienza con el reconocimiento y la aceptación
del otro. Este reconocimiento tiene que hacerse real en las relaciones
cotidianas y en el fortalecimiento de espacios comunes. Por ello, la esperanza
ha de expresarse en la dinámica de nuestra participación en la construcción de
una realidad donde la justicia sea posible en todos los ámbitos de nuestra vida
y para todos.
Ante
la crueldad de lo que vivimos, la esperanza se traduce en la petición firme y
activa que deben hacer tanto la sociedad civil como la Iglesia por la
liberación de todos los presos políticos. En especial, por la liberación de
Mamá Liz. Los cristianos no podemos ser indiferentes ante esta realidad que
clama al cielo.
Félix
Palazzi
Doctor
en Teología
felixpalazzi@hotmail.com
@FelixPalazzi
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Para comentar usted debe colocar una dirección de correo electrónico