Fernando Mires 04 de noviembre de 2017
No se
sabe si es ironía o paradoja. El premio Sajárov fue otorgado a la
oposición venezolana justo en uno de los peores momentos de su historia: una
crisis política de enorme magnitud. Crisis aparentemente derivada de los
resultados de las fraudulentas elecciones del 15-O pero agravada por la
decisión de uno de sus partidos más tradicionales, AD, al hacer juramentar a
sus cuatro gobernadores elegidos frente a una constituyente inconstitucional.
Pero
seamos claros: la juramentación no produjo a la crisis. Solo fue su detonante.
La
crisis venía gestándose antes de las regionales. Para
ser más precisos, fue evidente cuando desde la MUD se desprendió una
organización autodenominada SoyVenezuela cuyo objetivo,
concordante con el de Maduro, era dinamitar las elecciones, llamando
abiertamente a la abstención. Pero aún antes de esa evidencia, la crisis, como
si fuera un virus que aguarda el instante para aparecer en la piel, comenzó a
tomar formas en las postrimerías de las grandes protestas comenzadas en abril,
convocadas para defender a la AN y a la Constitución. Ese fue el momento cuando
las festivas manifestaciones comenzaron a ser sustituidas por jóvenes que ya no
exigían la restitución de las libertades constitucionales sino simplemente la
caída de la dictadura sin que nadie les dijera como iba a ser posible realizar
tamaña empresa. Ante esa espectativa, la participción en las elecciones
regionales -una de las exigencias primarias de la oposición- fue presentada por
los más extremistas como traición a una supuesta resistencia. Con ese
estigma, del cual la oposición democrática no supo liberarse, era difícil ganar
cualquiera elección. Menos frente a una dictadura, por definición tramposa.
No
vamos a hablar aquí de las CLAP, del carné de la patria, de las firmas chimbas,
de los votos asistidos, de los traslados de centro de votación y de los
resultados alterados. Todo eso se sabía con anticipación y con eso había que
contar.
El
hecho inobjetable es que el resultado anunciado por el CNE tuvo el efecto de
desmoralizar a la ciudadanía democrática. ¿Cómo podía ser posible que
un régimen cuyas propias encuestas no le daban más del 20 % de popularidad haya
arrasado en casi todas las gobernaciones? A través de una primera mirada
parecía que con esa “máquina de manipular elecciones” (Héctor Briceño) nadie
podía competir. Pocos fueron los que pensaron en que competir con las propias
fuerzas divididas es imposible vencer a una dictadura. El 15-O hubo
mega-fraude, claro que sí, pero también hubo una mega-derrota.
Al
marchar hacia las elecciones arrastrando una profunda división endógena, la
oposición debió bregar con dos enemigos: el régimen y los abstencionistas, cuyo
débil poder numérico es inversamente proporcional a su fuerte poder agitativo. Ello
llevó a su paralización interna, hecho que condujo, a su vez, a la incapacidad
para levantar una alternativa unitaria en el camino hacia las regionales. Esa
alternativa unitaria, ya inscrita durante las grandes protestas, no podía ser
sino la defensa de la Constitución en contra de la falsa constituyente.
Precisamente,
al no haber sabido delimitar la contradicción fundamental (Constitución vs.
constituyente) los cuatro candidatos adecos creyeron que su deber era
asegurar las gobernaciones y para lograrlo no solo se sentaron sobre la
Constitución sino, además, hicieron sus necesidades básicas sobre ella.
Al
igual que para una fracción de los abstencionistas cuyo objetivo es facilitar
la aparición de generales golpistas, la de los constituyentistas adecos fue
poner sus propias gobernaciones por sobre la Constitución. No
se dieron cuenta de que sin esa Constitución la oposición no es nada. Sin
Constitución, en efecto, no habría nada que defender, y sin nada que defender,
no puede haber oposición. Tampoco se dieron cuenta de que la política no
solo se deja regir por los criterios de la pura razón práctica.
La
acción política comporta una enorme fuerza simbólica. Si los cinco
gobernadores hubieran planteado un decidido “no” a la juramentación, habrían
reactivado la ruta constitucionalista de la que cuatro de ellos se apartaron. El
problema, por lo tanto, no fue humillarse o no humillarse. El problema fue
romper con la línea política que se había dado la oposición: electoral,
pacífica, democrática y constitucional. Cuatro puntos cardinales
complementarios e interdependientes. Pues así como lo constitucional no puede
prescindir de lo electoral, lo electoral, tampoco – y mucho menos- puede
prescindir de lo constitucional.
¿Ir a
las elecciones y luego no juramentarse ante la falsa constituyente? Exacto, de
eso se trata: no renunciar ni a la legitimidad del voto ni a la legitimidad de
la Constitución. O en otras palabras: unir la opción política-electoral
con la desobediencia civil parece ser la única salida a la profunda crisis que
vive la oposición venezolana.
Pero
no nos engañemos: la crisis de la oposición había existido siempre en
estado latente. El secreto a voces era que en su interior coexistían
tendencias que se repelen entre sí. Esas tendencias son tres, dicho en líneas
gruesas. Ellas son la tendencia anti-electoral, la tendencia conciliadora y la
tendencia constitucionalista.
La
tendencia antielectoral puede ser también definida como insurreccional. Parte
de la base de que toda elección legitima al régimen. Cultiva visiones
apocalípticas y apoteósicas. Al llamado de sus líderes, imaginan que el pueblo
avanzará triunfante sobre las ruinas de la dictadura. Las FANB se partirán en
dos y la comunidad democrática reconocerá de inmediato al nuevo gobierno. Son
los de la Salida, los del Maduro Vete Ya, los de la Marcha sin Retorno, los de
la Hora Cero, los del Gobierno Paralelo, los de la Unidad Superior, y otras
aberraciones.
Curiosa
ironía: a pesar de que los adalides del anti-electoralismo militante se
declaran anticomunistas y anticastristas, su visión de la política es similar a
la de los comunistas y castristas de los años sesenta del pasado siglo (Tupamaros,
MIR, Montoneros, ERP, entre otros.) Al igual que ellos, los
abstencionistas creen en un pueblo irredento, en el poder de la voluntad, en el
líder iluminado y en el derribamiento de dictaduras mediante vías no
electorales. Corina Machado, Diego Arria y hasta Luis Almagro podrían
sorprenderse con esta afirmación. Pero para quienes hemos dedicado tiempo al
estudio de la moderna historia latinoamericana, el discurso que ellos
representan no nos es desconocido. En gran medida refleja, bajo nuevas formas,
la quinta esencia del ultrismo jacobino de los años sesenta.
La
segunda tendencia, la conciliadora, se autodefine como pragmática. Sus
visiones apuntan a lograr acuerdos parciales con la dictadura, a sobrevalorar
el diálogo –aún sin materias concretas a dialogar- y sobre todo, el de la
negociación, aunque tengan poco o nada que ofrecer. Las movilizaciones de masa
y las acciones callejeras les parecen absolutamente inútiles. Sienten
predilección por reuniones a puertas cerradas, casi clandestinas, ojalá lo más
lejos posible de las manifestaciones políticas (bajo las palmeras de la
República Dominicana, por ejemplo.) En general, son políticos de viejo cuño,
adaptables a las normas de un régimen liberal, pero sin vitalidad para
enfrentar a una dictadura. Mucho menos a una dictadura tipo Maduro, nuevo
especímen histórico que combina formas arcaicas de dominación con los más
diabólicos métodos de las tiranías post-modernas.
La
dictadura, con ese instinto animal que la caracteriza, ha sabido manejar las
diferencias de la oposición. Por ejemplo, durante el curso de la
campaña hacia las regionales, Maduro no se cansó de afirmar que paralelamente
mantenía un diálogo con representantes de la oposición. El ultrismo
abstencionista le creía a pies juntillas –necesitaba creérle- y llamaba a no
votar por los “cohabitadores” de la MUD. Siguiendo el juego, el madurismo
inundaba las redes e incluso las murallas citadinas con letreros llamando a “no
votar.”
La
prescripción anticonstitucional que obliga a los gobernadores elegidos a jurar
frente a una constituyente cubana fue, sin duda, una muestra de astucia
criminal y sadismo político. Algún día la dictadura de Maduro será
juzgada por sus crímenes materiales a la nación. No hay, desgraciadamente,
leyes que castiguen los crímenes morales perpetrados contra un pueblo: la
siembra de desconfianza en el voto, y no por último, la humillación permanente
a que son sometidos dirigentes y candidatos de la oposición. Hechos que no
encuentran parangón en la historia del siglo XXl. La supresión de la inmunidad
parlamentaria a Freddy Guevara, destacado dirigente de la oposición
democrática, es el nuevo acto delictivo cometido por ese grupo de mercenarios
llamado TSJ, nombrados a dedo: gente sin pueblo y sin ley.
El
problema adicional, quizás el más grave de todos, fue que entre la dictadura,
los divisionistas y los conciliadores, terminaron por afectar al nervio central
de la oposición. Nos referimos a su tercera tendencia.
La
tercera tendencia, la de los constitucionalistas, combinando
manifestaciones de masas y línea constitucional, logró durante largo tiempo
mantener su hegemonía sobre el bloque unitario. Aliándose con uno u otro
sector, supo manejar las crisis con cierta solvencia. Pero, cuando después de
las juramentaciones sus principales dirigentes se desataron en
descalificaciones personales, peor aún, sin defender la línea política que
había dado continuidad a la oposición, la crisis dejó de ser circunstancial y
se convirtió en una crisis de identidad política. Algunos, llevados
por la emoción, abjuraron de la línea electoral sin especificar cual iba a ser
la otra línea. Al “craso error” (Trino Márquez) de no participar en las
elecciones municipales, argumentando de que estaban viciadas por la existencia
de “ese CNE”, agregaron la inconsecuencia de participar en las presidenciales
con “ese CNE”.
Sacar
el cuerpo a las municipales no fue una retirada táctica. Fue una desordenada
fuga.
Una estampida cuyo resultado no puede ser otro que abandonar a su suerte a la
pobre gente que vive en los municipios. Peor todavía: esa decisión rompió con
la línea opositora sin ofrecer otra.
¿Terminará
imponiéndose en la oposición la retórica hueca del abstencionismo militante?
¿Llamarán también a una “unidad superior” que nadie sabe con qué se come? ¿O
acudirán a tribunales de justicia aposentados en la OEA? ¿O formarán gobiernos
en el exilio (al estilo Puigdemont)? ¿O exigirán a Maduro que forme otro CNE
amenazándolo con no votar? (precisamente, lo que más desea la dictadura) ¿O
simplemente llamarán a los jóvenes a enfrentar otra vez a un ejército dirigido
por asesinos profesionales?
En
tres sentidos, aun perdiéndose, las municipales son importantes.
Primero: tienen lugar en comunidades donde todos se conocen y en donde es
posible realizar una agitación sin recurrencia a grandes medios de
comunicación. Segundo: permiten mantener la continuidad de la lucha por la
Constitución, en contra de la constituyente. Tercero: tienen lugar en el
espacio donde comienza toda ciudadanía: en la vecindad, allí donde todos
padecen los mismos problemas. Quien no entiende los problemas de su comunidad
nunca va a entender los del mundo.
La
razón por la cual los principales partidos de la oposición –excepción sea hecha
a UNT y AD- no concurren a las municipales, aunque no explicitada, parece ser
la siguiente: concurrir significaría romper la unidad de la MUD. Si ese
fue el argumento, fue otro error. Por una parte, la unidad de la MUD ya está
rota, se quiera o no. Por otra, la unidad política no es un fin en sí sino un
medio para alcanzar un objetivo común. Y no por último, las municipales
habrían permitido clarificar frente a problemas concretos y reales, y de una
vez por todas, las diferentes líneas que dividen al conjunto opositor.
Luego
de saltarse las municipales, los destacamentos opositores (incluyendo a los
abstencionistas) planifican concurrir a las presidenciales. Tal
vez las primarias –si es que tienen lugar- permitirán percibir las
diversas políticas que los separan, aunque sea al precio de aceptar divisiones
insoslayables. Puede ser también que las presidenciales sean el catalizador que
requiere la oposición para marchar, si no unida, por lo menos de un modo
relativamente convergente. Hay dudas de que que eso sea así. Pero ojalá sea
así. Porque si no es así, más vale la pena rezar.
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