Por Alberto Arce
Un crimen en altar mar que
simboliza el hundimiento de un país, Venezuela. No es realismo mágico: es la
lucha de los Marval contra los Trakis…
Eran las cuatro de la mañana
de un día de septiembre. El mar Caribe, calmado. Nada auguraba la masacre en el
silencio de la noche, que creyeron sería una más, rutinaria, tediosa, húmeda,
bañada de estrellas. Rota tan sólo por escuetos gritos que transmiten órdenes o
el ruido del generador que alimenta los cuatro luceros que permiten ver apenas
lo suficiente para trabajar. Los seis tripulantes del Don Justo, un peñero
artesanal de cuatro metros de eslora fondeado a pocas millas de la costa de la
península de Araya, en la costa caribe del estado de Sucre, al oriente de
Venezuela, terminaban de jalar el nailon, preparar la cabuya que marca su
fondeadero y levantar el mandinga, la cuchara donde los peces se ahogan a
saltos antes de ser izados al bote. Estaban casi listos para regresar a tierra
con 200 kilos de sardina, lamparosa, pargo, cabaña y bagre que venderían en la
boca de río de Cumaná, la capital del estado, a media hora de navegación.
De la oscuridad y el silencio
-de la nada- llegó otra lancha. Seis encapuchados a bordo. Armados con fusiles
y revólveres. Al verlos, un carajito de 12 años -siempre hay uno a bordo- y uno
de los pescadores lograron esconderse bajo la paneta, a proa. El patrón, Edesio
Rodríguez, de 42 años, que lleva pescando desde los ocho; su hijo de 21, Luis
Miguel Rodríguez Marval, y dos de sus sobrinos, Junior Vera, de 23, y Daniel
Jesús Reyes Marval, de 24, estaban vendidos. No tuvieron opción. Los ataron de
pies y manos a los tablones del bote. Les golpearon con las culatas. Los
rociaron con gasolina. Amenazaron con prenderles fuego. Se lo llevaron todo.
Los dos motores, la pesca, las redes, el generador eléctrico. Todo.
Hasta aquí un robo
Pero antes de irse, los
piratas del mar, o roba motores, de los que hablan hoy todos los pescadores y
habitantes del oriente de Venezuela, le metieron siete tiros en la cabeza a
Daniel y cuatro a Junior y a Luis. A Edesio, empapado en el líquido en el que
se freiría, llegaron a mostrarle el chisquero encendido, a amenazarle con
lanzárselo encima. Pero no lo hicieron. Le dejaron vivir. Semanas después de
aquello, cuando lo recuerda, aún es un hombre al que le cuesta articular
palabra y que dice que no ha vuelto a salir al mar: «Dispararon sin ningún
criterio, nadie se opuso, no dijeron nada. Y el que disparó se quitó la capucha
para que le viera la cara».
Una hora después de los
crímenes, otros pescadores les encontraron y los remolcaron hasta Caracolillo,
en la península de Araya, de donde históricamente se extrajo sal para toda
Venezuela, una industria de la que hoy sólo quedan desvencijadas ruinas
carcomidas por la erosión y mucho desempleo. Un lugar de arena, calor
irrespirable, casas de bloque, techos de lámina, sin agua y con poca luz. Un
lugar en el que desde entonces reina el miedo a quien les atacó. Un pirata que
no vive en una isla lejana, sino a un par de kilómetros de sus casas.
Denunciado con nombre y apellidos
por los familiares de los muertos, pertenecientes al Clan Marval, el supuesto
asesino es Alexander Vásquez, alias El Beta, de la banda de Los Trakis. La
Guardia Nacional Bolivariana no logra detenerlo. Quizá tampoco quiera.
En la historia de estos pescadores
de Caracolillo y su complejidad, llena de omisiones, medias verdades y
mentiras, se reflejan la Venezuela de hoy, la debilidad de sus instituciones,
la violencia y la corrupción. Quienes se sienten abandonados por todos se
incorporan a un modelo, paradigma local, regional, continental: el del control
por parte de pandillas, de la criminalidad organizada y tolerada, de
territorios abandonados por estados que, desde su misma entrada en la
modernidad, siguen peleando con mayor pena que gloria por consolidarse, sea
cual sea el discurso que en cada ocasión se elige para fracasar.
La desembocadura del río
Manzanares, en la ciudad de Cumaná, vierte aguas marrones, arenosas, a la
lengua de mar Caribe que separa la ciudad de la península de Araya y es testigo
de cómo lanza sus redes un enjambre de pescadores que avanzan a remo. Salen de
madrugada y regresan cuando el sol comienza a picar demasiado. Colocan el jurel
en la boca de río, una galería de puestos que emergen semivacíos -hasta el
hielo se les hace caro ahora- al ritmo de Juan Gabriel.
Sobrevivió el patrón del
barco: “Dispararon sin criterio, no dijeran nada… Y el que disparó se quitó la
capucha para que le viera la cara”
Rodrigo Abd
A pie de escaleras hay tres
descargadores. «Larry, Cool y Calimero», espetan los hombres, que añaden un
«los tres chiflados» para hablar en grupo y, desconfiados, no dan su nombre
real. «Ya nadie se atreve a salir al mar porque le quitan el motor y lo dejan a
la deriva los piratas», dice uno. «Si no lo rescata un barco, desaparece en
Dios».
Callan cuando se acerca la
guardia, bolsa de plástico en mano, recorriendo puesto a puesto, recogiendo
peces. Cobrándose la protección, mitigando el hambre también ellos. «Si no lo
roban a uno en el mar, lo roban estos en tierra», masculla quien elige Calimero
como seudónimo.
La de los piratas aquí es una
historia antigua y repetitiva. Entre finales del siglo XVI y mediados del siglo
XVII, Holanda y la Corona de Castilla pelearon por el control de la península
de Araya, donde se encontraba la mayor salina conocida del nuevo continente.
Los piratas y filibusteros holandeses, franceses e ingleses asaltaron, robaron
y explotaron el lugar en competición con los españoles en busca de la sal.
También para beneficiarse del contrabando.
Desde el siglo pasado, el
partido del presidente Hugo Chávez no ha perdido nunca un proceso electoral en
Sucre, el estado más pobre y quizás uno de los más favorables al régimen de
todo el país. Que vivía -malvive- en declive absoluto, rayano con ese colapso
al que arrastra el abandono de su puerto -el de Cumaná- de la pesca, de sus
pescadores.
Interminables colas para
conseguir comida organizadas por hombres con armas largas, escasez de productos
básicos, fallos en el suministro eléctrico y una protesta continua pero
soterrada de todos en cada esquina, portal y charla. Que aún sin llegar al
desborde -algunos saqueos esporádicos en junio pasado- puede estallar cualquier
día. Es también un aeropuerto de vuelos a 10 dólares del que no sale un avión a
tiempo. Inundaciones de lodo en las calles tras algo de lluvia, un hospital sin
agua corriente, medicamentos o, muchas veces, luz que permita ver algo en una
sala de emergencias alumbrada a linternas y velas o una comandancia policial
donde los presos languidecen, hasta mueren, hacinados como animales.
Los niños de la familia Marval
se pasan el día riendo y jugando en el mar. Meten una oreja en el agua y se
tapan la otra. Dicen que se escucha el gorgojo del bagre y así reconocen cuando
llega la buena captura. Ésa es sólo una escena que se disfruta de frente y con
anteojos de turista. Ampliando el ámbito de visión a los lados, el paisaje que
los rodea tiene poco de arcadia feliz. Es insalubre. A falta de baño, nunca lo
hubo, y agua corriente en sus casas -porque lleva horas ir a acarrearla en
cubos-, las necesidades mayores flotan cerca de la orilla. Hay que saltar sobre
basura para poner un pie en el mar.
Esos baños junto a la
inocencia de los más pequeños hablan mucho. Tanto como el escenario que les
rodea, de hombres reparando redes y jugando a las cartas, de mujeres que pasan
la tarde, enfadadas, cargando bebés, dando órdenes a gritos en un español roto
e ininteligible, limpiando pescado, su única alimentación junto a un poco de
arroz. Tras la primera entrevista, la de las víctimas de los piratas del mar,
la de los robamotores, la de Edesio, el padre herido, la pobreza a primera
vista y la exclusión social, la inocencia de un niño destapa una mentira.
Se denunció a ‘El Beta’, líder
de Los Trakis. La Guardia Nacional Bolivariana no logra detenerlo. Quizá
tampoco quiera
¿Ésas son vuestras lanchas?
Sí. Ésa es de mi tío y ésa de
mi abuelo.
¿Y los motores? ¿Son motores
nuevos?
No, ya tienen años.
¿Pero no los habían robado?
No, no los robaron.
La conversación no es literal,
demasiados niños alrededor, jugando a las aguadillas. La idea lo es. Dice
que hasta las víctimas mienten. Los niños, menos. Si en las lanchas
fondeadas hay motores, ¿qué robaron los piratas? ¿Quince tiros en tres cabezas
por unos kilos de pescado y unas redes?
En Caracolillo manda la
familia de los tres pescadores muertos. Los Marval. La sociedad,
matriarcal, gira en torno a la abuela de los tres. Luz María Durán, de 54 años,
que ahora pasa a ocuparse de dos bisnietos huérfanos. Más bocas que alimentar,
que sumar a los casi 50 nietos que le quedan vivos y a los 10 hijos e hijas que
tuvo. Las hembras, como las llama, viven con ella. Luz es una mujer que,
sentada, fuma, mientras deja que una de sus hijas le cepille una larga cabellera
negra por la que no se abre paso una sola cana. Inexpresiva, silenciosa. Abre
la boca lo mínimo. Ordena farfullando. El resto, obedece. Incluso su
marido, Justo Marval, de 65 años, que rara vez se separa de su lado.
La rutina del día la marca la
coreografía de las sillas de plástico en las que languidece una familia. Al
comenzar el día, frente al mar, para ordenar lo sucedido con la captura de la
noche. Cuando el sol aplasta, en un patio interior desangelado que hace las
veces de depósito de motores bajo llave, las mujeres limpian chipi-chipi, una
especie de almejas que cuecen con arroz. Y por la noche, en el portal de la
casa, ubicada en la última calle de la aldea, los adultos juegan al dominó.
Siempre atentos, de cara a una calle, de arena, que les comunica con el resto
de su comunidad. Por donde podría llegar el ataque. Donde una manada
de perros se pelea por sobras de comida ante la mirada -esa mirada de quien no
espera ni siquiera que pase el tiempo- de dos docenas de mujeres y niños que
temen a la oscuridad.
El tiempo, detenido, lo rompen
los chamos. Los muchachos. Que irrumpen en fila india, caminando despacio,
a saltitos, sin mirar a los lados, desde el foco de luz de los restos de lo que
quiso ser cancha de fútbol. Son niños jugando a adulto. Con gorras, cadenas,
zapatillas deportivas y ropa holgada. Alguno pesca y sólo se lava y cambia de
ropa antes de salir a hacer la ronda de vigilancia. No llaman la atención hasta
que están cerca, de tan integrado que está el movimiento circular y constante de
cada uno de los grupos que revolotean en torno a la base del clan Marval, que
es parte rutinaria de su ritmo de vida.
Son seis o siete. Y cargan un
fusil, unas pistolas, un galil, un par de armas hechas a mano. Pasan sin
saludar por delante del grupo de mujeres y niños y se meten en un cuarto. A
fumar algo de peor calidad, incluso, que el crack. Creepy, lo llaman. Se
pasan mensajes con las chicas, se mueven de casa en casa, de grupo en grupo, de
esquina en esquina. Patrullan, vigilan. Se avisan. Cuando se acerca la guardia
nacional para su ronda del día -con las luces encendidas y en ralentí total,
como avisando- un sistema de silbidos sobre el cañón de la pistola
previene con tanta antelación que los armados no necesitan ni darse prisa para
disolverse y entrar en las casas. No llega ni a teatro, de tanto hábito que
destila. La camioneta se detiene. Mira en silencio. Todos saben. La misma
escena cada noche. Aquí no pasa nada.
Fueron pescadores. Ahora
son otra cosa. En la aldea estos jóvenes son pandilla, autodefensa. Como
miles más, víctimas de la crisis del mar, que irrumpió como cascada en todo el
estado. Corriente floja primero, ha terminado aturdiendo y salpicando a quien
se acerque.
Según datos de la organización
patronal del sector, el atún, principal producto pesquero de la región, ha
dejado de exportarse. La inflación para 2016 alcanzó el 800 %. La
flota pesquera se ha reducido a menos de un 20 % de lo que fue y su producción
total ha disminuido en un 75 %. En el muelle del puerto mercante, con capacidad
para 1.500 contenedores, ya no hay ninguno. Su hormigón agujereado, sin
actividad económica ni mantenimiento. Se han perdido miles de puesto de
trabajo.
“Se lo llevan todo: el
pescado, los motores… Te dejan a la deriva. Vas a la Guardia y no hacen nada”
Rodrigo Abd
Los empleados que quedan pasan
el tiempo, pesado, lento, caribeño, sudoroso, en la sede de un sindicato, que
no oculta -en contradicción cada vez más evidente- ni su fidelidad chavista ni
su descontento con la dirección actual del país.
José Antonio García es cuadro
político, representante de la Unión Regional de Trabajadores, y dispara desde
la izquierda. «Respaldamos la ideología del presidente Chávez, pero no el
accionar político que ha venido después», resume. «¿Guerra económica, dicen?
Guerra es destruir la industria», explica. «De una actividad económica rentable
se ha pasado a la quiebra por corrupción».
Empleado del puerto tras
empleado del puerto, ingeniero naval tras ingeniero naval y pescador tras
pescador explican que los pocos barcos que quedan salen a depósito lleno,
venden el combustible y regresan con pescado no pescado, sino comprado en el
mercado para justificar el viaje. Con los beneficios astronómicos de comprar
gasoil barato, subvencionado, socialista y venderlo caro en el mercado
capitalista. No sólo por el gasoil. Muchos contrabandean también comida. Tan
escasa. Todo ante autoridades militares que miran hacia otro lado, dinero en
mano. Como en el pasado. García cree que lo sucedido en el sector pesquero en
Venezuela muestra la pérdida de ética, de institucionalidad, de conquistas
sociales. Imbuida, eso sí, aún, de una retórica revolucionaria en la que ni los
propios trabajadores creen. La crisis del gobierno de Nicolás Maduro, sucesor
de Hugo Chávez. «Chávez fue un río desbordado. Maduro no es capaz de
controlar el sedimento que arrastró», afirma categórico José Antonio.
La crisis y el enojo hacen
mella en la industria, golpeada y expropiada. En los hombres de las manos
agrandadas por años de trabajo duro. De la decepción no escapan ni cuadros
chavistas ni militantes de la primera hora. Como el pescador Luis Rodríguez, de
39 años, tan camiseta vieja de Chávez que vive en una invasión organizada por
el movimiento nada más llegar al poder en 1999. Un hombre humilde que camina
aún vestido con una franja horizontal desde la que le guían esos ojos situados
a la altura del corazón y casi en cada esquina o pared de edificio construido
por las misiones de vivienda del comandante, gran hermano, que vigila a sus
seguidores. La devoción, su fidelidad, es inmune a la realidad. Confía, dedo
índice levantado al cielo, «en el ejército de Jehová y en la revolución de
Chávez».
Rodríguez preside el consejo
de pescadores artesanales Cahihuire, que agrupa a 334 familias. Denuncia y
camina. Muestra. En el sector llamado El Hueco, pegado al mar, al norte de
Cumaná y que fue manglar antes que invasión revolucionaria, los compañeros
de Rodríguez viven sin agua corriente, las aguas fecales surcan los espacios
entre sus precarias construcciones de madera y sufren por el modo en que el mar
invade sus infraviviendas cuando la marea golpea fuerte. Mientras trabajan,
también escuchan a Chávez hablando desde la ultratumba de los Aló
presidente, sus programas dominicales de televisión, grabados hace años y
que suenan ahora tuneados con base de hip hop.
Tienen que bajar el volumen
-regresar de la ensoñación- para poder hablar de su hoy. Entonces, Irvelia
Vázquez, de 40 años, llora frustrada ante una imagen a tamaño real de la figura
mítico-religiosa que preside el espacio en el que vive con su marido y tres
hijos como presidió sus vidas. «Le están faltando a nuestro presidente. El
gobernador, el alcalde, los diputados, los ministros, no tienen a los
pescadores en cuenta. Muchos días sólo comemos algo que podemos pescar. Otros
pasamos hambre». Y tras la frustración y la descripción de sus condiciones
objetivas de vida, la fase de negación del creyente: «A Maduro le ocultan todo
esto. Queremos que venga Maduro aquí y vea esto. Haría algo si supiera
como vive su gente».
Además, cuentan Luis, Irvelia,
los pescadores, también ellos, están los piratas del mar. Y presentan a otra de
sus víctimas: Ramón Ramos, de 61 años, pescador desde los siete. La historia es
sustancialmente la misma que relata Edesio. Sólo que sin muertos. «Íbamos tres,
ellos eran cinco», comienza. «Estábamos fondeados durmiendo, cerca de una
isla. Te amarran al bote, se lo llevan todo. El pescado, la central, los
motores. Quitan tapones para que te hundas, te dejan a la deriva. Llegas a tierra.
Vas a la guardia, no hace nada. Ellos mismos almacenan los motores que requisan
y te acusan de autorrobo para cobrar un seguro. Luego les borran el número de
serie y los venden fuera de aquí».
El relato de Edesio, el
superviviente impregnado de gasoil del ataque que segó la vida de sus tres
acompañantes, es mucho más detallado. Hace unos años aparecieron por
aquí los Trakis, una banda de ladrones. El peor de todos ellos es
Alexander, El Beta, el pirata, que vive cerca, a la vista, en los apartamentos,
en «el barrio», un proyecto de viviendas construido por el gobierno chavista en
su momento de dádiva y esplendor. Es el mismo que supuestamente asesinó a
los tres pescadores Marval. En la versión de Luz, corroborada no sólo por
la familia sino hasta por el párroco, todos les tienen miedo. Llaman por
teléfono, amenazan, hacen tiros al aire. La policía no hace nada. Entran a
robar a las casas. Todas las semanas asaltan a pescadores. Roban motores, les
cambian los papeles y los envían fuera de aquí para venderlos. «Nosotros no nos
vamos a dejar. Nosotros tenemos que hacer algo para defendernos», explica Luz,
que pone historia y contexto al grupo de adolescentes armados. «Nosotros somos
pescadores y seguimos pescando. Pero los de El Beta ya sólo se dedican a robar.
Yo conocí a los abuelos, a los papás, a la familia de todos esos carajillos,
gente normal, pescadores. Pero hasta a su propia familia tienen amenazados esos
de El Beta».
“Antes los motores dormían en
el agua. Ahora hay que sacarlos cada día del mar, ponerlos bajo llave y
cuidarlos en patrullas”
Rodrigo Abd
En cada historia de Montescos
y Capuletos hay una anécdota fundacional, un hito que, desde su voluntad
ejemplificadora, muestra el carácter del enemigo. Dicen todos en Caracolillo
que la primera vez que los Beta les robaron un motor, el padre vino a
devolverlo y desde entonces, de tan malos que son allí en «los apartamentos»,
hasta los padres viven amenazados por los hijos. Cada tanto, las mujeres se
acercan en grupo a la comandancia de la Guardia Nacional y hacen
guardia. Corren rumores. Que, si han detenido a alguien, que, si quieren
denunciar que han visto a tal o cual de los miembros de la banda de El Beta
merodeando por el cementerio, un lugar emblemático, frontera de separación de
ambas comunidades, donde casi no se atreven a ir a recordar a sus muertos
porque no sólo ha sido saqueado y las tumbas no tienen nombre o cruz, sino
que sus enemigos esconden motores robados en las tumbas abiertas.
Identifican al comandante de la guardia como aliado del grupo. Se muestran
contrarios. Ponen sobre la mesa al gobierno, la política. Tienen hasta un primo
concejal, denuncia la matriarca Luz, sí, aquí en Araya. Una localidad que
gobierna el Partido Socialista Unificado de Venezuela.
Un círculo de piratería y crisis
que comienza a cerrarse. De nuevo, sobre un esquema de siglos de antigüedad.
Así se fundan las pandillas que controlan y pelean gran parte de América
Latina, desde las villas del conurbano bonaerense a las colonias de
Tegucigalpa. Venezuela no tenía por qué ser menos. Malandros los llaman
aquí. Descendientes de los malandrines castellanos de la época en la que
esta misma península fue acosada por los piratas. Y en alguna connivencia con
las autoridades, del color que sean éstas.
«Tenemos que protegernos»,
dice Luz, que remite para cualquier explicación sobre las armas y el grupo de
jóvenes, Los Cainos, se llaman, a Franklin Marval, el jefe de la banda, su
sobrino. Encarcelado en la Comandancia de Cumaná desde hace un año por matar a
tres personas a tubazos dentro del interior de una casa. Se supone que
ladrones, se supone que de la banda del Beta. Para entrar en el centro penal de
Cumaná, donde un hombre murió hace poco tras pasarse un mes esposado desnudo a
una verja de la puerta de entrada de las visitas, es necesario hacerlo con Luis
Soto, delegado en Sucre del Observatorio Venezolano de Derechos Humanos. Soto,
abogado nervioso, hablador, empapado en sudor, muestra fotos de presos
fundidos en la sarna que se extiende por el lugar. La Comisión Interamericana
de Derechos Humanos tuvo que emitir medidas cautelares en abril de 2016 para
ordenar la situación después de que siete presos que a falta de espacio estaban
encerrados en el interior de un vehículo policial en el patio se quemaran en un
incendio provocado por un hilillo de gasolina que salió de la celda de un grupo
rival.
Aquí, de una celda de 10 m² en
la que se turnan para dormir 125 personas, sacan a Franklin, de apodo El
Chupacabras, un hombre de 40 años suave, casi atildado, educado, limpio, jefe,
articulado -mucho más que cualquier miembro de su familia- como lo son los
malandros de verdad. Lo sacan de la celda del Carro Azul, donde se aísla y
separa de sus enemigos a los miembros de esta megapandilla de Cumaná, matriz de
Los Cainos de Araya. Esos enemigos son miembros de la megapandilla rival El
Tren, matriz a su vez de Los Trakis de Araya, la banda a la que pertenece El
Beta. Franklin, de quien hasta el párroco de Araya dice que su comunidad le
considera un Robin Hood porque roba y reparte, porque protege, ya sin reparos,
recibe a los enviados de su tía abuela, Luz, y explica.
«Desde que yo caí preso, el
control allí se fue y por eso mataron a los chamos. Yo llegué de Cumaná a
Caracolillo en 2008. Era taxista, Había estado preso alguna vez por algunos
ilícitos. Me encontré con que Los Trakis atronaban y robaban. Saqué un arma,
sí. Y puse orden. El primer muerto fue 2009, por robamotores. En 2012 hubo
otro. Le agarramos titico [traduce, que quiere decir en grupo]. Y
murió a escopetazos». Sigue. «El último día de 2013 se nos metió un ladrón con
un taxi robado y el pueblo salió a buscarlo. Lo matamos. La policía no se
metía, había que defender a la comunidad. El 7 de julio de 2015 me arrestaron
por los tres que agarramos a tubazos. Ni saqué el arma. Estaban en una casa
robando y entramos varios a por ellos. Cuando yo vivía allí, los motores
dormían en el agua. Ahora hay que sacarlos cada día del mar, ponerlos bajo
llave y cuidarlos en patrullas. Organicé lo de los chamos. Hablé a los
dueños de los peñeros y como ellos dan un servicio de colaboración para la
seguridad de todos, ellos les proveen de pescado y de harina y de una cantidad
para la familia».
No, a Edesio y los muertos no
les robaron los motores. Franklin confirma lo que contaban los niños mientras
se bañaban, medio en broma, sin ser conscientes de que destapaban la olla de un
conflicto más profundo. «A los muertos les cayeron en el mar, en el trabajo,
porque los veían vigilando y en tierra, en la comunidad, no se atrevían a
atacarlos. El Beta es un cobarde y para seguir robando tiene que deshacerse de
quienes protegen. Sean pescadores o chamos armados. Porque el
negocio son los motores. Desde que empezó a subir el dólar nadie puede
comprar motores ni reparar nada. Las piezas y los insumos no llegan. Ése es el
mercado negro que alimenta todo este conflicto. Por eso los mataron, por
proteger motores».
Y por política. El Beta,
delincuente victorioso por el momento, no es el único que tiene un primo
concejal, en el gobierno. Franklin Marval, derrotado y encarcelado, confirma
que le pagó parte de la campaña y le cedió una casa a la candidatura municipal
de la oposición en las últimas elecciones a la alcaldía de Araya. Quizás esa
derrota, la de la correlación de fuerzas políticas, también haya influido en la
de una pandilla frente a otra. En quien sigue libre y quien está encarcelado.
En que el conflicto no tenga visos de solución a corto plazo, porque es
trasunto delictivo del problema político del país.
Además, el conflicto, consustancial
a estas situaciones, amenaza con contagiarse al interior del grupo, donde los
hay que son disidentes hasta de los disidentes. En Caracolillo, algunos de los
jóvenes que duermen agrupados en colchones sobre el suelo, espantando moscos y
cucarachas con un trozo de arroz y pescado en el estómago, se despiertan a las
dos de la mañana para salir al mar a buscarse el jornal con hambre y el miedo a
un ataque, oscilan, dudan, bailan, del trabajo duro a la prepotencia del
vigilante querido, reconocido y mantenido por la comunidad. No sin recelos. No
hace falta escarbar para detectar la protesta, el disenso en voz baja, de
primos contra primos. «¿Por qué tengo que trabajar yo para que esos se las den
de guapos?».
Sucre es el estado más pobre y
uno de los más favorables al régimen. Su gran feudo: el chavismo nunca ha
perdido allí unas elecciones
Rodrigo Abd
Conscientes de la imagen de
división que transmiten, no profundizan. Al mismo tiempo, alguno de sus
primos, que también pesca, cuenta con orgullo cómo han dejado reducidas a
escombros algunas de las viviendas de su comunidad. En ellas habitaban
partidarios del grupo rival. Y esa pertenencia no se perdona.
La violencia cae de todos los
lados. Todos aquí son víctimas y victimarios. Igual que chavistas y
antichavistas. Incluso al mismo tiempo. Cuando el conflicto se basa en
enfrentamientos familiares, las cunetas y, en este caso el mar, siempre guardan
espacio para nuevas víctimas.
Daniel Marchán, 20 años, es
secretario de finanzas del sindicato de Pescalba, estandarte de la industria
pesquera socialista. Puede elevar la explicación de la piratería, las
pandillas, la crisis de la pesca hasta el conflicto político nacional. Es
chavismo enojado, preocupado. Miembro del partido, desde la infancia.
Producto del proceso que el país ha vivido. Recuerda que a los 10 años vivía en
un rancho de suelo de barro. Cazaban pájaros para comer. «Antes había de todo
en las tiendas. No había dinero. Ahora hay algo de dinero, pero no hay nada en
las tiendas. Algo se ha hecho mal». Está enfadado.
Daniel cuenta que cuando el
gobierno de Chávez decidió entrarle a la pesca, una de las primeras
medidas que tomó fue la defensa del pescador artesanal. Prohibió la gran pesca
de arrastre cerca de la costa y dio créditos para lanchas y motores. Quien
perdía su empleo en la industria podía convertirse en pescador artesanal.
Muchos -dice, rodeado de un grupo de compañeros de trabajo que asiente- los
vendieron y se quedaron sin nada. Cuando se les acabó el dinero, ya no tenían
puesto al que regresar porque no había empleo. Llegó la pobreza. La
delincuencia. Cierra el círculo que lleva a los piratas del mar, azote del
pequeño pescador. Cierra el círculo de la desindustrialización, de la
privatización que ahora quieren detener, de la mala planificación económica, de
la revolución traicionada.
«Amor con hambre no dura»,
sentencia, en frase hecha a partir de retazos machistas pretendidamente
románticos y elevada a análisis político. «Puedes amar a Maduro y al partido,
pero con hambre y necesidad, buscarás un cambio».
Las autoridades, como
corresponde al contexto, guardan silencio. La única voz oficial que se
pronunciaría sobre el problema de los piratas y la violencia es Gluber Meza.
Capitán General del puerto de Sucre, un militar en situación de retiro. En su
despacho, a diferencia, por ejemplo, de las Urgencias del hospital regional, sí
hay aire acondicionado. Tanto que lleva a temblar de frío en apenas cinco
minutos y él no se quita la chaqueta durante toda la entrevista, casi una
trampa tendida por los propios sindicalistas del puerto, que querían
presentarle a alguien que trataba entender los problemas del sector pesquero.
Su respuesta a la pregunta
sobre los piratas del mar, la crisis de la pesca, se muestra escueta, dentro de
esa marea de verborrea vacía instalada por su líder y a la que cada cuadro
chavista parece haberse sumado. Resumiendo: «El robo de motores es un problema
mundial que se da también en Europa. No victimicen a Venezuela. Mientras
haya compradores, habrá ladrones. Los pescadores tienen que aprender a
protegerse. Lo que usted me pregunta es una nimiedad comparado con la trata de
blancas o el tráfico del polvo blanco. Cuando alguien es víctima del hampa es
legítimo que diga que la culpa es de las autoridades. A mi hija le robaron
la cartera en Madrid y usted no va a escribir un reportaje sobre eso y echarle
la culpa a Rajoy, ¿verdad?». Termina la charla abriendo el frigo y ofreciendo
un trago de chingaparao. Una bebida fuerte, en chupito, hecha a partir de
ron y melado de papelón aliñado con especias.
En ninguna comunidad
atravesada por la violencia, la crisis eterna y la ausencia de Estado faltan
las buenas intenciones. Que tratan de organizar treguas entre organizaciones
armadas en las que los combatientes son apenas adolescentes y reproducen cuitas
abiertas por sus padres y abuelos. Que, cargadas de ilusión, dicen que, para
rebajar la tensión, los chamos tienen que jugar un partido de fútbol
con sus enemigos. Montescos contra Capuletos. En eso trabaja aquí, en
este caso, el padre Albert Marchán, de alzacuellos y camisa azul celeste, barba
recortada y lentes de lector, que tiene apenas 30 años y es párroco de Araya
desde hace dos. Conoce perfectamente el problema. Ser cura en esta zona
-explica no sin cierto orgullo, a fin de cuentas, habla de sí mismo y los dos
seminaristas silenciosos que le acompañan hundidos con su larga sotana negra en
el calor- tiene un componente de «misión».
«No hay día que no escuchemos
una historia de piratas y violencia. Es el tema de discusión». Pero concluye,
imposible saber si resignado o crítico con el gobierno: «La política de las
autoridades es la inacción. Dejar que se maten entre ellos. En un país sin
empleo, comida, agua o luz donde el Estado ha dejado de cumplir sus
obligaciones, de proveer seguridad a la población. Las armas son ya el
único mecanismo de diálogo entre quienes no están de acuerdo en algo».
Fuente:
http://www.elmundo.es/papel/historias/2017/01/22/5880efa0468aebb6798b4678.html
30-10-17
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Para comentar usted debe colocar una dirección de correo electrónico