Mibelis Acevedo 31 de octubre de 2017
@Mibelis
La
revelación de Ana fue síntoma del naufragio por venir: “La verdad, no sé cuánto
cuesta un cartón de huevos”, admitió con cierta desolación, “nosotros nunca
comemos huevos... comemos lo que hay en la caja del CLAP, cuando llega. Fuera
de eso, lo que alcanzamos a comprar es algo de yuca, o topocho… a algunos en la
zona a veces les llega carne; a mí no. Pero si nos quejamos, nos amenazan con
quitarnos el beneficio”. La sensación de estar ante un prójimo que vive a
expensas de una realidad urdida por el Estado -muy distante, seguramente, de la
de quien no recibe CLAP- es demoledora: he allí un muro donde rebotan las más
abstractas nociones políticas, las invectivas contra un modelo que busca
esclavizar al pueblo a través de la precaria adjudicación de la ración, los afanes
por sacudir el embotamiento antes de acudir a una elección en la que
eventualmente se jugaría la suerte de un país… ¿Tendrá hoy el hambre la última
palabra?
Con
inusitada fiereza, el instinto va achatando toda ocasión de consolidar nexos
políticos con un amplio sector de venezolanos absortos en resolver el día a
día, lo cual siempre hace temer por el escenario que describe Samuel
Huntington: la pobreza desmoviliza, “propicia una aceptación pasiva de la
autoridad y el statu quo”, la gente está demasiado ocupada como para atender
cosas distintas a la supervivencia. Por contraste, el autor también observó que
la posibilidad de democratización aumenta cuando los países alcanzan un nivel
intermedio de desarrollo socio-económico, momento en el que ingresan en una
zona de transición política. En ese sentido, la situación de Venezuela ofrece
un doble reto: ¿cómo sintonizar efectivamente con la limitante realidad de
quien no tiene más opción que depender de las prebendas del Estado, y a la vez
hacerlo partícipe activo del reclamo de cambio que estremeció a un azotado país
como Túnez durante la famosa “Primavera Árabe”, por ejemplo, frente a los
abusos de un régimen corrupto y autoritario que somete a la población a las más
infamantes condiciones de vida?
Tarea
compleja: la peor versión del populismo ha tocado fondo en Venezuela, esa que
incorpora a la estructura de la cultura y los valores, al ethos social, la
normalización de las anomalías. Una frase de Susana Raffalli, testigo doliente
de la mengua que viven los grupos más vulnerables, resuena lapidaria: la gente
termina votando “por quien le ofrezca el almuerzo, no por quien le ofrezca
libertad”. El ruido de un estómago vacío adelgaza las voces de la propia
conciencia, los deseos de autorrealización, las heroicas señas de la
autoestima. Ese asalto a las certidumbres más básicas del individuo, el manoseo
de la aplastante lógica maslowiana probablemente han estado claros para el
régimen desde sus inicios. El desahogo del actual gobernador del estado
Miranda, Héctor Rodríguez, no deja de picar en la memoria, cuando en 2014
admitía que “no vamos a sacar a la gente de la pobreza para llevarlos a la
clase media y que después aspiren a ser escuálidos”. La visión del socialismo
del s.XXI no malgasta tiempo en sutilezas: la prosperidad individual sólo será
tolerada dentro de los límites que impone la sumisión ideológica.
Quizás
por eso, procurar bienestar no figura entre las prioridades de un gobierno que,
inmune a la urgencia de rectificaciones y avances de la región, se mantiene
aferrado a esa vista secular del infierno que tan diligentemente erige. Así, en
país que vivió la mayor bonanza petrolera de su historia, los beneficiarios de
un barril que pasó de 8 a 110$ produjeron el más improbable milagro, el
portento al revés: recordemos que Encovi reporta en su más reciente entrega un
82% de hogares en situación de pobreza, mientras voceros del régimen se escudan
tras la marrullera excusa de una “inversión social” que hizo imposible el
ahorro. “Gaffe” sin sonrojos, no faltaba más.
Pero a
santo del descalabro -y sitiados no sólo por la tiranía del hambre y su poder
para ablandar dignidades, ese jugo que en términos de control social extrae un
envilecido cíclope; sino también por el laberinto que castiga a una oposición
ocupada en canibalizarse- toca insistir en que la división sería un manso
suicidio. La crisis exige recomponerse, recuperar la competitividad perdida
frente a la grosera ganga del clientelismo o los ahogos de la intimidación,
calibrar con ojo afinado nuevas y urgentes estrategias que potencien esa
colapsada necesidad humana de procurar espacios de libertad: nos toca retomar
la pedagogía política de base, restaurar redes de comunicación afectiva,
reconectar las distintas realidades sociales para ampliar el horizonte de
aspiraciones, articular valiosos factores que en ese campo aún trabajan
aisladamente y con bajo impacto. No conviene dejar todo en manos de una presión
externa que sin duda es útil; sin embargo, como dice Fernando Henrique Cardoso,
“si no hay fuerza interna organizada, no pasa nada”.
Queda
entonces seguir bregando, en fin, para que el hambre no nos arrebate la última
palabra.
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