Por Miro Popic
Estamos condenados a navidades
sin pernil, por más que digan lo contrario. Veamos.
Para los españoles el cerdo
fue siempre más que una comida, fue factor de resistencia ante los siete siglos
de penetración musulmana en gran parte de la península Ibérica y un elemento
identificador de los perseguidos judíos ya que ambas religiones, enfrentadas al
cristianismo, rechazan por diferentes razones el consumo de su carne desde los
tiempos bíblicos y coránicos.
Eso de las prohibiciones de
consumir carne de cerdo, por más que estén establecidas en los textos sagrados
de las respectivas religiones, no se debe a razones de salubridad, como
comúnmente se argumenta, sino a cuestiones simbólicas y la costumbre de todas
las sociedades de establecer controles de diversa índole, especialmente los que
se relacionan con la naturaleza y la alimentación. Explicaciones de todo tipo y
para todos los gustos se han adelantado sobre el tema, tantas que ya el
antropólogo norteamericano Marvin Harris adelantó que el mundo podía dividirse
entre porcófilos y porcófobos.
Más allá del carácter puro o
impuro que pueda tener para algunos, originado en el hecho de que come
cualquier cosa, especialmente inmundicias, todo se origina en que el cerdo, en
su orígenes, fue un animal sagrado destinado al sacrificio, tal como lo explica
el historiador Michel Pastoureau, en su libro El Cerdo, donde recuerda que
ya lo cananeos lo utilizaban para sacrificios idolátricos en Palestina, mucho
antes de que llegaran los hebreos.
Otros lo atribuyen a que el
cerdo era despreciado por los pueblos nómadas ya que es un animal que no podía
seguirlos en sus desplazamientos, como ocurría con los camellos, ovejas y
cabras. Para los pueblos islámicos el asunto tiene que ver con la sangre y la
prohibición de comer carne de cualquier animal que no haya sido degollado. Para
otros se trata simplemente de reafirmación de la identidad, que funciona de
forma ambivalente, si tu comes cerdo, yo no lo hago porque no soy como tú, si
tu no lo haces, yo sí lo hago, y así vamos.
Con todo el respeto que
merecen esas creencias, no saben lo que se pierden esos fieles que por
imposición divina quedan excluidos de uno de los buenos placeres terrenales
como es la sabrosa carne de cerdo. La fe tiene razones que el sentido del gusto
no alcanza a comprender. O, como dice Felipe Fernández-Armesto, “no tiene
sentido buscarles explicaciones racionales y materiales a las restricciones
alimentarias, porque son esencialmente suprarracionales y metafísicas”.
Para nosotros cerdo de hoy es
prohibitivo. No por cuestiones sanitarias ni religiosas, sino, simplemente,
porque debido a su precio resulta una proteína impagable para las grandes
mayorías. Aun no existen las cajas CLAP refrigeradas para contener un pernil
que sirva de control social a este pueblo hambriento no solo de carnes, sino de
democracia y libertad.
10-11-17
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