Francisco Fernández-Carvajal 17 de enero de 2019
—
Voluntad de Cristo de fundar una sola Iglesia.
— La
oración de Jesús por la unidad.
— La
unidad, don de Dios. Convivencia amable con todos los hombres.
I. Creo
en la Iglesia, que es una, santa, católica y apostólica1.
¡Cuántas veces a lo largo de nuestra vida hemos hecho esta profesión de fe,
saboreando cada una de estas notas: una, santa, católica y apostólica! Pero
en estos días en que la Iglesia nos propone una Semana para rezar con más
fervor por la unidad de los cristianos, estaremos unidos en la oración al Papa,
a los Obispos, a los católicos de todo el mundo y a nuestros hermanos
separados. Estos, aunque no tienen la plenitud de fe, de sacramentos o de
régimen, tienden a ella, impulsados por el mismo Cristo, que quiere ut
omnes unum sint2,
que todos, y de modo particular los cristianos, lleguen a la unidad en una sola
Iglesia, la que Cristo fundó, aquella que permanecerá en el mundo hasta el fin
de los tiempos.
Creo
en la Iglesia, que es una... La unidad es nota
característica de la Iglesia de Cristo y forma parte de su misterio3.
El Señor no fundó muchas iglesias, sino una sola Iglesia, «que en el Símbolo
confesamos como una, santa, católica y apostólica, y que nuestro Salvador,
después de su Resurrección, encomendó a Pedro para que la apacentara
(cfr. Jn 21, 17), confiándole a él y a los demás Apóstoles su
difusión y gobierno (cfr. Mt 28, 18 ss.), y la erigió
perpetuamente en columna y fundamento de la verdad (cfr. 1 Tim 3,
15). Esta Iglesia, establecida y organizada en este mundo como una sociedad,
subsiste en la Iglesia católica, gobernada por el sucesor de Pedro y por los
Obispos en comunión con él, si bien fuera de su estructura se encuentran muchos
elementos de santidad y verdad que, como bienes propios de la Iglesia de
Cristo, impelen hacia la unidad de Cristo»4.
En ocasiones se ha comparado la Iglesia a la túnica de Cristo,
inconsútil, de una sola pieza, sin costuras, tejida de arriba abajo5:
no tiene costuras para que no se rompa6,
afirma San Agustín.
El
Señor manifestó de muchas maneras su propósito de fundar una sola Iglesia. Nos habla
de un solo rebaño y un solo pastor7,
nos advierte de la ruina de un reino dividido en facciones contrapuestas -omne
regnum divisum contra se, desolabitur8 de
una ciudad cuyas llaves se entregan a Pedro9 y
de un solo edificio construido sobre el cimiento de Pedro10...
Hoy,
en la Comunión de los Santos, en la que de forma diversa participamos, nos
unimos a tantos y tantos en todo el mundo que, con pureza de intención,
piden: ut omnes unum sint, que todos seamos uno, en un solo rebaño
bajo un solo Pastor, que no se desgaje nunca más una rama del árbol frondoso de
la Iglesia. ¡Qué dolor cuando algún sarmiento se separa de la vid verdadera!
II. La
solicitud constante de Jesús por la unidad de los suyos se manifestó de una
manera particular en la oración de la Última Cena, que es, a la vez, como el
testamento que nos deja a los discípulos: Padre santo, guarda en tu
nombre a los que me has dado, para que sean uno, como nosotros... No solo ruego
por ellos, sino también por los que creerán en Mí por las palabras de ellos,
para que todos sean uno, como Tú, Padre, en Mí y Yo en Ti, que ellos también
sean uno en nosotros para que el mundo crea que Tú me has enviado11.
Ut
omnes unum sint... La unión con Cristo es causa y condición
de la unidad de los cristianos entre sí. Esta unidad es uno de los mayores
bienes para toda la humanidad, pues, siendo la Iglesia una y única,
aparece como signo ante las naciones para invitar a todos a creer en
Jesucristo, el Salvador único de todos los hombres; Ella continúa en el mundo
esa misión salvadora de Jesús. El Concilio Vaticano II, haciendo referencia a
los fundamentos del ecumenismo, relaciona la unidad de la Iglesia con su
universalidad y con esta misión salvadora12.
La
unidad de fe y de costumbres es la que motiva la celebración del llamado primer
Concilio de Jerusalén13,
en los comienzos de la Iglesia. Y una buena parte de las Cartas de
San Pablo son un llamamiento a la unidad. El cuidado de este bien tan grande es
el principal encargo que San Pablo hace a los presbíteros14,
a sus más íntimos colaboradores, y a quienes le habían de suceder en el
pastoreo y sostenimiento de aquellas comunidades15.
Esta preocupación está siempre presente en todos los Apóstoles16.
La
doctrina de los Padres de la Iglesia lleva siempre a defender esta unidad
querida por Cristo, y consideran la separación del tronco común como el peor de
los males17. En nuestros días, ante la pretensión de un falso ecumenismo
de algunos que consideran todas las confesiones cristianas como igualmente
válidas, rechazando la existencia de una Iglesia visible heredera de los
Apóstoles y, por tanto, en la que se realiza la voluntad de Cristo, el Concilio
Vaticano II declaró para nuestra enseñanza que «una sola es la Iglesia fundada
por Cristo Señor; muchas son, sin embargo, las Comuniones cristianas que a sí
mismas se presentan ante los hombres como la verdadera herencia de Jesucristo;
todos se confiesan discípulos del Señor, pero sienten de modo distinto y siguen
caminos diferentes, como si Cristo mismo estuviera dividido. Esta división
contradice abiertamente a la voluntad de Cristo, es un escándalo para el mundo
y daña a la causa santísima de la predicación del Evangelio a todos los
hombres»18.
Porque
amamos apasionadamente a la Iglesia nos duele en lo más íntimo del alma este
«escándalo para el mundo» que constituyen las divisiones y sus causas. Por eso
hemos de pedir y de ofrecer sacrificios, pequeñas mortificaciones en medio del
trabajo diario, para atraer la misericordia de Dios, de manera que –superando
muchas dificultades– sea cada vez mayor la realidad de esta unión en la única
Iglesia de Cristo. En lo que esté de nuestra parte, quitaremos lo que pueda ser
obstáculo, aquello que, por no vivir personalmente las exigencias de la
vocación cristiana, pudiera ser motivo para que otros se alejen o no se
acerquen a la Iglesia; resaltaremos lo que tenemos en común, dado que quizá a
lo largo de la historia se ha puesto más de relieve lo que separa que aquello
que puede ser motivo de unión. Esta es la intención y la doctrina del
Magisterio, pues «la Iglesia se reconoce unida por muchas razones con quienes,
estando bautizados, se honran con el nombre de cristianos, pero no profesan la
fe en su totalidad o no guardan la unidad de comunión bajo el sucesor de Pedro»19.
Aunque no están en plena comunión con la Iglesia, hay algunos que tienen la
Sagrada Escritura como norma de fe y vida, manifiestan un verdadero celo
apostólico, han sido bautizados y han recibido otros sacramentos. Algunos
poseen el episcopado, celebran la Sagrada Eucaristía y fomentan la piedad hacia
la Virgen María. Participan en cierto modo en la Comunión de los Santos y
reciben su influjo, y son impulsados por el Espíritu Santo a una vida ejemplar20.
El
deseo de unión, la oración por todos, nos lleva a ser ejemplares en la caridad.
También de nosotros se ha de decir, como de los primeros cristianos: mirad
cómo se aman21.
III. La
unidad es un don de Dios y por eso está estrechamente ligada a la oración y a
la continua conversión del corazón, a la lucha ascética personal por ser
mejores, por estar más unidos al Señor. Poco podremos hacer por la unidad de
los cristianos «si no hemos logrado esta intimidad estrecha con el Señor Jesús:
si realmente no estamos con Él y como Él santificados en la verdad; si no
guardamos su palabra en nosotros, tratando de descubrir cada día su riqueza
escondida; si el amor mismo de Dios por su Cristo no está profundamente
arraigado en nosotros»22.
El
amor a Dios nos ha de llevar a pedir, de modo particular en estos días, por
esos hermanos nuestros que mantienen aún muchos vínculos con la Iglesia.
Contribuiremos eficazmente a la edificación de esa unión en la medida en que
nos afanemos por buscar la santidad personal en lo corriente de todos los días
y aumentemos nuestro espíritu apostólico. El fiel católico ha de tener siempre
un corazón grande y debe saber servir generosamente a sus hermanos los hombres
–a los demás católicos y a quienes tienen la fe en Cristo sin pertenecer a la
Iglesia o profesan otras religiones o ninguna y mostrarse abierto y siempre
dispuesto a convivir con todos. Hemos de amar a los hombres para llevarlos a la
plenitud de Cristo, y así hacerlos felices. Señor –le pedimos con la liturgia
de la Misa infunde en nosotros tu Espíritu de caridad y... haz que
cuantos creemos en Ti vivamos unidos en un mismo amor23.
1 Símbolo
Nicenoconstantinopolitano. Denz 86 (150). —
2 Jn 17,
21. —
3 Cfr. Pablo
VI, Alocución 19-I-1977. —
4 Conc.
Vat. II, Const. Lumen gentium, 8. —
5 Cfr. Jn 19,
23. —
6 Cfr. San
Agustín, Tratado sobre el Evangelio de San Juan, 118, 4.
—
7 Jn 10,
16. —
8 Mt 12,
25. —
9 Mt 16,
19. —
10 Mt 16, 18. —
11 Jn 17, 11, 20-21. —
13 Hech 15, 1-30. —
14 Hech 20, 28-35. —
15 Cfr. 1 Tim 4, 1-16; 6,
3-6; Tit 1, 5-16; etc. —
16 Cfr. 1
Pdr 2, 1-9; 2 Pdr 1, 12-15; Jn 2,
1-25; Sant 4, 11-12; etc. —
17 San
Agustín, Contra los parmenianos, 2, 2. —
18 Conc.
Vat. II, Decr. Unitatis redintegratio. —
19 ídem,
Const. Lumen gentium, 15. —
20 Cfr. ibídem.
—
21 Tertuliano, Apologético,
39. —
22 Juan
Pablo II, Alocución por la Unión de los Cristianos,
23-I-1981. —
23 Misal
Romano, Misa por la unidad de los cristianos, 3. Ciclo B.
Oración después de la Comunión.
*Cada
año, del 18 al 25 de enero, fiesta de la Conversión de San Pablo, la Iglesia
dedica ocho días a pedir especialmente para que todos aquellos que creen en
Jesucristo lleguen a formar parte de la única Iglesia fundada por Él.
*León
XIII, en 1897, en la Encíclica Satis cognitum, dispuso ya que fueran
consagrados a esta intención los nueve días que median entre Ascensión y
Pentecostés. En el año 1910, San Pío X trasladó la celebración a los días 18 al
25 de enero de cada año (entre las fiestas de la Cátedra de San Pedro, que
se celebraba entonces el día 18 de este mes, y la Conversión de San
Pablo).
*El
Concilio Vaticano II, en el Decreto sobre ecumenismo, instaba a esta oración,
«conscientes de que este santo propósito de reconciliar a todos los cristianos
en la unidad de una sola y única Iglesia de Cristo excede las fuerzas y la
capacidad humana» (Decr. Unitatis redintegratio, 24).
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