Por Hugo Prieto
Habla el autor, pero también
hablan las imágenes. Es el lenguaje fotográfico que, en el registro visual de
Juan Toro, es tanto como una recolección —¿quizás una recopilación?— de lo que
nos sucede como país. No hay nada casual, el formato, la ampliación del tamaño
de los objetos, la textura y las tonalidades conforman un artefacto artístico
destinado a incitar, a provocar —en el sentido lato de la palabra— las reflexiones
que nos interpelan. Lo que hemos hecho ¿lo estamos haciendo bien? ¿O no ha
sido suficiente?
Y posterior a la vorágine de
la violencia, el registro fotográfico de los cartuchos de una munición de
perdigones, el casquillo de una bala; una metra o una piedra no buscan
despertar la ira, sino el accionar reflexivo desde la perspectiva de un
espectador. Lo dijo Víctor Fuenmayor en Maracaibo: Esto me hace comprender
un poco más la violencia, porque tengo la capacidad de organizar esa violencia.
Esto es lo que se ha
propuesto Juan Toro, comunicador social y fotógrafo, primero con una exposición
—“Fragmentos”— y luego con un libro, Expediente, de un año que tanto un
lado como el otro del conflicto quieren olvidar. Pero ahí está el registro
fotográfico, fiel testigo de la memoria.
Si algo ha resultado
prolífico es la destrucción de estos 20 años. Así que la enfermedad que nos
corroe se ha diseminado como un cáncer en el tejido social. El registro de una
fábrica que se fue a pique, plasmado en las imágenes del libro Usier, nos
incitan a reflexionar acerca del daño antropológico que nos convierte en
sobrevivientes dentro de un territorio en el cual está ausente la república. De
eso también nos habla Juan Toro.
¿Cuándo descubrió que su
relación con la imagen iba por el campo de la fotografía?
No fue amor a primera vista
ni una decisión consciente. Esto tiene, si se quiere, un antecedente familiar:
uno de mis primos, Hernán Toro, es director de fotografía en cine, viéndolo
trabajar surgió una inquietud. Si puedes dominar un fotograma, ¿puedes dominar
una película? Me propuse ir, tratar de entender, de lo pequeño a lo grande. Y
resulta que ese fotograma es tan grande que no pude salir de ahí. Más adelante,
en mis estudios de comunicación social, me encontré con elementos muy básicos
de la fotografía, no había profundidad, así que tenías que salir a la calle a
buscarla. Hice un curso con un fotógrafo de la época, Ricardo Ferreira, y luego
decidí buscar una pasantía en el diario El Universal. Pero para entrar al departamento
de fotografía, y así lo decían ellos, tenías que esperar que un fotógrafo de
planta se muriera. En ese mundo te das cuenta de que tú no sabes nada. Mi
relación con la imagen ha sido que ella va un paso adelante; y yo, siempre,
tratando de alcanzarla. Han transcurrido casi 30 años, que se podrían resumir
en un proceso inacabado de formación.
Si la fotografía es arte,
necesariamente, conlleva un proceso creativo que, a su vez, lo lleva a uno a
explorar su mundo interior. ¿Cuándo se vio, digamos, en el vacío? ¿Cuándo
decidió llenarlo con la imagen?
Yo no tenía la habilidad
para escribir o para componer música, que era otra cosa que a mí me gustaba.
Pero la imagen, en esa búsqueda de dominar el fotograma, terminó por generar
una forma de expresión. Así fue como llegué al hecho fotográfico. ¿Cuándo lo
decidí? Posiblemente, en la cobertura que hice del primer cacerolazo que le
hicieron al expresidente Carlos Andrés Pérez. De noche, en una calle que se
llama Nueva Caracas, en medio del fuego cruzado entre militares y protestantes.
En esa imagen empezó todo. Y también mi relación con lo social.
El lugar común reza que “una
imagen dice más que mil palabras”. No sé si esa frase entusiasme a Rafael
Cadenas, por ejemplo. ¿Usted qué cree?
Eso posiblemente lo dicen
porque una imagen puede tener mil millones de interpretaciones. ¿Pero tú sabes
lo que es difícil? Escribir con imágenes. No puedo hablar por los demás. Pero
en el mundo de la fotografía suele llegar un momento en que sales a la calle a
buscar la foto de tu vida, a buscar el instante decisivo del que
hablaba Cartier Bresson, pero en mí fue otra cosa, la foto de mi vida se
construye en el tiempo, se construye de muchas pequeñas imágenes que van a
terminar generando un discurso. Hay fotógrafos como Robert Frank, Taryn Simon o
artistas como Teresa Margolles a los que no puedes definir por una imagen, sino
por una forma de pensar, por una forma de ordenar sus discursos, por una
trayectoria.
Juan Toro retratado por
Natacha Trebucq | RMTF
De alguna manera el arte
refleja la realidad del país, es algo ineludible. ¿Cómo ha vivido ese proceso?
¿Qué interrogantes se ha hecho alrededor de ese proceso?
Yo necesitaba salirme de la
esfera comercial de mi trabajo para adentrarme en lo que realmente me interesaba:
hacer registros del país. De hecho, me he convertido en una especie de
recolector de esos registros, planteándomelos y definiéndolos según el problema
que esté trabajando. Son tantas cosas que vas creando archivos, en los que
vas metiendo imágenes que luego organizas para entender, o tratar de entender,
la problemática que estamos viviendo. De ahí surgió mi primer
libro: Expedientes.
¿Cómo hace la depuración de
esas imágenes? ¿Qué atributos tienen que tener esas imágenes para que se
conviertan en piezas de ese libro?
Me vinculé al tema de la
violencia a través del periodismo y el 25 de diciembre de 2008 hice mi primera
imagen: la escena de un crimen. Iba fotografiando todo lo que me interesaba de
ese tema para generar un discurso. ¿Qué ocurrió cuando se expusieron esas
imágenes? Que a muchos espectadores les resultaron muy fuertes, incluso una
persona se desmayó en sala. La gente se iba corriendo. Esa fue una gran
interrogante, un momento importante, para mí. Ese mismo año comienzo a
convertirme en ese recolector, por decirlo de algún modo, de la problemática
del país, que tiene, en mi opinión dos cosas. Una, es muy grande, muy
extendido. Dos, abarca muchos —si no todos— aspectos de la vida nacional.
En 2017, asistí a los
espacios del taller de fotografía de Roberto Mata, en los cuales usted expuso
parte de su trabajo. ¿Qué motivó esa experiencia?
En el caso de “Fragmentos”
(título de la exposición) mi objetivo era hacer un retrato del conflicto, pero
no desde la perspectiva de los actores involucrados, sino desde el silencio que
dejan los objetos —el casquillo de la munición de perdigones, el cascarón de
una bomba lacrimógena, una metra, un miguelito— que usaron, tanto un lado como
el otro, en las calles. Mi interés no era tanto cómo funciona una imagen por
sus características específicas, por sus cualidades estéticas, digamos, sino
más bien ir construyendo ese discurso, utilizando esas imágenes como pequeñas
piezas.
Durante el recorrido me
invadió una sensación de rechazo, tuve que hacer una pausa. Pero esa
emoción, paradójicamente, fue la que me impulsó a terminar de mirar la
exposición. Hay un trasfondo detrás de esas imágenes.
Parafraseando a George
Didi-Huberman, diría como el título de su ensayo “Cuando las imágenes toman
posición”. Los venezolanos estamos viviendo dentro del conflicto todo el
tiempo, vivimos inmersos en él. Y no podríamos decir, como Susan Sontag,
“estamos frente al dolor de los demás”, sino algo que nos incumbe
directamente. Nosotros estamos registrando nuestros propios dolores. Yo no soy
el fotógrafo que por razones de trabajo se ha ido del país… yo soy el fotógrafo
que convive con todo eso. Y creo que ante la reacción de la gente de salir
corriendo de la sala, uno debe dar un paso atrás. Pero no para alejarse del
problema, sino para acercarnos a él de una manera distinta.
¿A qué se refiere?
Al hacer un corte
transversal de estos 12 años de trabajo vas a encontrar todo tipo de imágenes.
Y cada momento, creo yo, te va a generar una emoción distinta. Mi intención es
atraparte en ese espacio. En “Fragmentos”, por ejemplo, yo estoy
descontextualizando el hecho. Si fotografío el objeto en la calle, digamos, en
el lugar donde ocurrieron los hechos, seguramente se va a contaminar de una
serie de cosas y no es eso lo que quiero. ¿Qué me propongo? Descontextualizar,
porque en el laboratorio yo amplío el tamaño del objeto, que ciertamente ya no
te puede causar daño, pero sí te puede hablar de lo que pasó y ahí te puede
generar esa confrontación de la que estamos hablando.
Juan Toro retratado por
Natacha Trebucq | RMTF
El cascarón de una bomba
lacrimógena, los cartuchos de una munición de perdigones, versus piedras y
bombas molotov, en estricto sentido no pueden compararse, ni por su eficacia ni
por el daño que pueden causar. Entonces, ¿son imágenes que toman
posición?
Pero esa es una reflexión
que haces tú, lo interesante es que la haces desde el punto de vista del
espectador. Lo que estoy haciendo es abrirte las puertas para que, justamente,
indagues, reflexiones. No tengo que decírtela, porque creas un vínculo duradero
con el hecho fotográfico, que desde tu postura te va a hablar de lo que allí
pasó.
También te puede decir
quiénes son las víctimas y quiénes son los victimarios.
Sí y no. Porque, finalmente,
te das cuenta de que las víctimas, como país, somos todos. Yo no estoy
generando bandos. Un miguelito, como imagen, por ejemplo, es mucho más violento
que un perdigón, porque no estoy determinando qué causa más daño. Finalmente,
cuando ves ese hecho frente a ti, entre comillas, organizado, se
plantea lo que dijo Víctor Fuenmayor cuando “Fragmentos” se expuso en
Maracaibo: “Esto me hace comprender un poco más la violencia, porque tengo la
capacidad de organizar esa violencia”.
La ira suele desembocar en
violencia y al liberarse esa emoción los seres humanos nos podemos sentir bien.
Claro, pero cuando expones
estas imágenes en una sala de arte o en las páginas de un libro, ya esos hechos
no están en caliente. Ahí es cuando entras a mirarlos desde una postura más
reflexiva. La ira no te permite reflexionar. Todos estamos cargados, de una u
otra manera, de un sentimiento, de una emoción, frente a la problemática que
estamos viviendo.
¿Pero adónde te llevan esas
imágenes? A las protestas de 2017, a las agresiones que pudiste ver con tus
propios ojos. Esa pared, esas páginas ponen ante ti una película de lo que
ocurrió en ese momento. Y las emociones que gatillan no son nada agradables.
Pero también te hace
reflexionar sobre la necesidad de un cambio. ¿Estamos haciendo bien lo que
hacemos? O quizás, ¿no hemos hecho lo suficiente? También podrían
generarse otras ideas, coincidentes o contradictorias. Lo importante es que
estás viviendo esas cosas en un lugar diferente donde sucedieron y por tanto
puedes pensar.
¿Por qué eligió una fábrica
para documentar la destrucción del tejido social en Venezuela?
Yo crecí oyendo cuentos de
esa fábrica. Cuando me enteré de que iba a cerrar porque estaba enfrentando una
coyuntura muy difícil y que la única opción era declararse en quiebra, pregunté
si podía registrar ese cierre, porque entendía, desde mi punto de vista, lo que
allí pasó. La persona que fundó esa fábrica, Bernardino López Álvarez, arribó a
este país en barco a los 17 años. Pero cuando entré a la fábrica entendí que
allí no sólo había una línea de producción, sino un capital humano que se
pierde. Ahí entendí que también es un lugar donde perdemos todos. De eso nos
habla la escritora Ana Teresa Torres en el prólogo de Usier. Por
cierto, el título del libro es el fragmento de una palabra escindida, esto es,
parte de un letrero que ponía la marca de camisas que se producían en esa
fábrica: Lecorbusier. Ese hecho nos conectaba con otra de las
problemáticas del país. No es que unos están perdiendo más que otros; estamos
perdiendo todos finalmente.
El cierre de una fábrica no
tiene nada de extraordinario, de hecho, ocurre a diario en todo el mundo.
Lo decía Gerardo Zavarce
(curador de artes visuales) el concepto de trabajo atraviesa por un cambio
radical. Actualmente, por ejemplo, en muchos países proliferan los Airbnb; en
lugar de llegar a un hotel, tú alquilas un apartamento y eso, de alguna manera,
genera una forma muy distinta de ver el trabajo hotelero. Pero en Venezuela esa
problemática del trabajo está aupada por el conflicto político, que finalmente
está generando un mapa distinto del país. Entonces, echar el cuento de esta
fábrica significaba, igualmente, echar el cuento de lo que estamos viviendo en
el país.
Cuando se pierde el trabajo,
se pierden muchas cosas: la dignidad de la persona, la noción de seguridad y,
en mucho, la vida cotidiana. Se pierde, además, como lo advierte Ana Teresa
Torres en el prólogo, el tejido social. ¿Cuál sería su reflexión?
Son los vacíos que van
quedando, que no se vuelven a conectar. Yo estuve en la fábrica el día del
cierre y una de las cosas que más me impresionó fue el mensaje que quedó
escrito en la pizarra que usaban las tejedoras para comunicarse (Juan
Toro pasa las páginas del libro Usier hasta que da con la fotografía
en cuestión): Costureras/ Destrozadas/Fin. En esas tres palabras siento que
queda expuesto lo que para ellas significó este cierre.
19-01-20
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