Francisco Fernández-Carvajal 31 de enero de
2020
@hablarcondios
— La gracia de Dios da
siempre sus frutos si nosotros no le ponemos obstáculos.
— Los frutos de la
correspondencia.
— Evitar el desaliento
por los defectos que no desaparecen y por las virtudes que no se alcanzan.
Recomenzar muchas veces.
I. El Evangelio de
la Misa1 nos presenta una pequeña parábola, que recoge solo San
Marcos. Nos habla en ella el Señor del crecimiento de la semilla echada en la
tierra; una vez sembrada crece con independencia de que el dueño del campo
duerma o vele, y sin que sepa cómo se produce. Así es la semilla de la gracia
que cae en las almas; si no se le ponen obstáculos, si se le permite crecer, da
su fruto sin falta, no dependiendo de quien siembra o de quien riega, sino
de Dios que da el incremento2.
Nos da gran confianza en el apostolado considerar
frecuentemente que «la doctrina, el mensaje que hemos de propagar, tiene una
fecundidad propia e infinita, que no es nuestra, sino de Cristo»3.
En la propia vida interior también nos llena de esperanza saber que la gracia
de Dios, si nosotros no lo impedimos, realiza silenciosamente en el alma una
honda transformación, mientras dormimos o velamos, en todo tiempo, haciendo
brotar en nuestro interior –quizá ahora mismo, en la oración– resoluciones de
fidelidad, de entrega y de correspondencia.
El Señor nos ofrece constantemente su gracia para
ayudarnos a ser fieles, cumpliendo el pequeño deber de cada momento, en el que
se nos manifiesta su voluntad y en el que está nuestra santificación. De
nuestra parte queda aceptar esas ayudas y cooperar con generosidad y docilidad.
Sucede al alma algo parecido a lo que le ocurre al cuerpo: los pulmones
necesitan aspirar oxígeno continuamente para renovar la sangre. Quien no
respira, acaba por morir de asfixia; quien no recibe con docilidad la gracia
que Dios da continuamente, termina por morir de asfixia espiritual4.
Recibir la gracia con docilidad es empeñarnos en
llevar a cabo aquello que el Espíritu Santo nos sugiere en la intimidad de
nuestro corazón: cumplir cabalmente nuestros deberes –en primer lugar todo lo
que se refiere a nuestros compromisos con Dios–; empeñarnos con decisión en
alcanzar una meta en una determinada virtud; llevar con garbo sobrenatural y
sencillez una contrariedad que quizá se prolonga y nos resulta costosa... Dios
nos mueve interiormente, recordándonos a menudo las orientaciones recibidas en
la dirección espiritual, y cuanto mayor es la fidelidad a esas gracias, mejor
nos disponemos para recibir otras, más facilidad encontramos para realizar
obras buenas, mayor alegría hay en nuestra vida, porque la alegría siempre está
muy relacionada con la correspondencia a la gracia.
II. La docilidad a
las inspiraciones del Espíritu Santo es necesaria para conservar la vida de la
gracia y para tener frutos sobrenaturales. Como nos dice el Señor en la
parábola que venimos meditando, la semilla en nuestro corazón tiene la fuerza
necesaria para germinar, crecer y dar fruto. Pero en primer lugar es necesario
dejar que llegue al alma, darle cabida en nuestro interior, acogerla y no
dejarla a un lado, pues «las oportunidades de Dios no esperan. Llegan y pasan.
La palabra de vida no aguarda; si no nos la apropiamos, se la llevará el
demonio. Él no es perezoso, antes bien, tiene los ojos siempre abiertos y está
siempre preparado para saltar, y llevarse el don que vosotros no usáis»5:
vivir la pequeña mortificación de dejar ordenados los instrumentos de trabajo,
confesar el día que se había previsto, hacer el examen de conciencia con el
empeño necesario para darse cuenta de lo que falla y en qué quiere el Señor que
se ponga la lucha al día siguiente, vivir el «minuto heroico» al levantarse,
desviar o al menos callar en esa conversación en la que no queda bien una
persona ausente... La resistencia a la gracia produce sobre el alma el mismo
efecto que «el granizo sobre un árbol en flor que prometía abundantes frutos;
las flores quedan agostadas y el fruto no llega a sazón»6.
La vida interior se empobrece y muere.
El Espíritu Santo nos da innumerables gracias para
evitar el pecado venial deliberado y aquellas faltas que, sin ser propiamente
un pecado, desagradan a Dios; los santos han sido quienes con mayor delicadeza
respondieron a estas ayudas sobrenaturales. También recibimos incontables
gracias para santificar las acciones de la vida ordinaria, realizándolas con
empeño humano, con perfección, con pureza de intención, por motivos humanos
nobles y por motivos sobrenaturales. Si somos fieles, desde por la mañana hasta
la noche, a las ayudas que recibimos, nuestros días terminarán llenos de actos
de amor a Dios y al prójimo, en los momentos agradables y en los que quizá nos
sentimos más cansados, con menos fuerzas y ánimos: todos son buenos para dar
fruto. Una gracia lleva consigo otra –al que tiene se le dará7,
leíamos ayer en el Evangelio de la Misa– y el alma se fortalece en el bien en
la medida en que lo practica, cuanto más trecho se recorre. Cada día es un gran
regalo que nos hace el Señor para que lo llenemos de amor en una
correspondencia alegre, contando con las dificultades y obstáculos y con el
impulso divino para superarlos y convertirlos en motivo de santidad y de
apostolado. Todo es bien distinto cuando lo realizamos por amor y para el Amor.
III. «El
hombre echa la semilla en la tierra cuando forma en su corazón el buen
propósito (...); y la semilla germina y crece sin él darse cuenta, porque,
aunque todavía no puede advertir su crecimiento, la virtud, una vez concebida,
camina a la perfección, y de suyo la tierra fructifica, porque, con la ayuda de
la gracia, el alma del hombre se levanta espontáneamente a obrar el bien. Pero
la tierra primero produce el trigo en hierba, luego la espiga, y al fin la
espiga el trigo»8.
La vida interior necesita tiempo, crece y madura como el trigo en el campo.
La fidelidad a los impulsos que el Señor quiere darnos
también se manifiesta en evitar el desaliento por nuestras faltas y la
impaciencia al ver que sigue costando, quizá, llevar a término con profundidad
la oración, desarraigar un defecto o acordarse más veces del Señor mientras se
trabaja. El labriego es paciente: no desentierra la semilla ni abandona el
campo por no encontrar el fruto esperado en un tiempo que él juzga suficiente
para recogerlo; los labradores conocen bien que deben trabajar y esperar,
contar con la escarcha y con los días soleados; saben que la semilla está
madurando sin que él sepa cómo, y que llegará el tiempo de la
siega. «La gracia actúa, de ordinario, como la naturaleza: por grados. —No
podemos propiamente adelantarnos a la acción de la gracia: pero, en lo que de
nosotros depende, hemos de preparar el terreno y cooperar, cuando Dios nos la
concede.
»Es menester lograr que las almas apunten muy alto:
empujarlas hacia el ideal de Cristo; llevarlas hasta las últimas consecuencias,
sin atenuantes ni paliativos de ningún género, sin olvidar que la santidad no
es primordialmente obra de brazos. La gracia, normalmente, sigue sus horas, y
no gusta de violencias.
»Fomenta tus santas impaciencias..., pero no me
pierdas la paciencia»9,
como no la pierde el labriego con una sabiduría de siglos. Aprendamos a
«apuntar muy alto» en la santidad y en el apostolado esperando el tiempo
oportuno, sin desalentarnos jamás, recomenzando muchas veces en nuestros
propósitos audaces.
Es necesario saber esperar y luchar con paciente
perseverancia, convencidos de que la superación de un defecto o la adquisición
de una virtud no depende normalmente de violentos esfuerzos esporádicos, sino
de la continuidad humilde de la lucha, de la constancia en intentarlo una y
otra vez, contando con la misericordia del Señor. No podemos, por impaciencia,
dejar de ser fieles a las gracias que recibimos; esa impaciencia hunde sus
raíces, casi siempre, en la soberbia. «Hay que tener paciencia con todo el
mundo –señala San Francisco de Sales–, pero, en primer lugar, con uno mismo»10.
Nada es irremediable para quien espera en el Señor; nada está totalmente
perdido; siempre hay posibilidad de perdón y de volver a empezar: humildad,
sinceridad, arrepentimiento... y volver a empezar, correspondiendo al Señor,
que está empeñado en que superemos los obstáculos. Hay una alegría profunda
cada vez que recomenzamos de nuevo. Y en nuestro paso por la tierra habremos de
hacerlo muchas veces, porque faltas las habrá siempre, y tendremos deficiencias,
fragilidades, pecados. Seamos humildes y pacientes. El Señor cuenta con los
fracasos, pero también espera muchas pequeñas victorias a lo largo de nuestros
días; victorias que se alcanzan cada vez que somos fieles a una inspiración, a
una moción del Espíritu Santo.
1 Mc 4,
26-32. —
2 Cfr. 1
Cor 3, 5-9. —
3 San
Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 159. —
4 Cfr. R.
Garrigou-Lagrange, Las tres edades de la vida interior, vol
I, p. 104. —
5 Card. J.
H. Newman, Sermón para el Domingo de Sexagésima:
Llamadas de la gracia. —
6 R.
Garrigou-Lagrange, loc. cit., p. 105. —
7 Mc 4,
25. —
8 San
Gregorio Magno, Homilías sobre Ezequiel, 2, 3. —
9 San
Josemaría Escrivá, Surco, n. 668. —
10 San
Francisco de Sales, Cartas, frag. 139, en Obras
selectas de... BAC, Madrid 1954, II, p. 774.
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