Francisco Fernández-Carvajal 22 de enero de
2020
@hablarcondios
— Los cristianos
somos linaje escogido, sacerdocio regio, pueblo adquirido en propiedad
por Jesucristo.
— Participación de los
laicos en la función sacerdotal, profética y real de Cristo. La santificación
de las tareas seculares.
— El sacerdocio
ministerial.
I. Dios llama
personalmente, por su nombre, a cada hombre1;
pero, desde el principio, «fue voluntad de Dios santificar y salvar a los
hombres, no aisladamente, sino constituyendo un pueblo que le confesara en
verdad y le sirviera santamente»2.
Quiso escoger entre las demás naciones de la tierra al pueblo de Israel para
manifestarse a sí mismo y revelar los designios de Su voluntad. Hizo con él una
alianza, que fue renovada una y otra vez. Pero todo esto sucedió como figura y
preparación del nuevo Pueblo de Dios, la Iglesia, que Jesús rescataría para sí
con su Sangre derramada en la Cruz. En ella se cumplen con plenitud los títulos
que se daban en el Antiguo Testamento al pueblo de Israel: es linaje
escogido3, pueblo adquirido para pregonar las excelencias de
Dios4.
La cualidad esencial de quienes componen este nuevo
pueblo «es la dignidad y la libertad de los hijos de Dios, en cuyos corazones
habita el Espíritu Santo como en un templo; tiene por ley el nuevo mandato del
amor, como el mismo Cristo nos amó a nosotros (cfr. Jn 13,
34); y tiene como fin el dilatar más y más el reino de Dios, incoado por el
mismo Dios en la tierra»5. Vosotros -enseña
San Pedro a los cristianos de la primitiva cristiandad- sois linaje
escogido, sacerdocio regio, nación santa, pueblo adquirido en propiedad, para
que pregonéis las maravillas de Aquel que os llamó de las tinieblas a su luz
admirable: los que un tiempo no erais pueblo, ahora sois pueblo de Dios; los
que antes no habíais alcanzado misericordia, ahora habéis alcanzado
misericordia6.
En este nuevo Pueblo hay un único sacerdote,
Jesucristo, y un único sacrificio, que tuvo lugar en el Calvario y que se
renueva cada día en la Santa Misa. Todos aquellos que componen este pueblo
son linaje escogido, participan del sacerdocio de Cristo y quedan
capacitados para llevar a cabo una mediación sacerdotal, fundamento de todo
apostolado, y para participar activamente en el culto divino. De esta manera
pueden convertir todas sus actividades en sacrificios espirituales,
agradables a Dios7.
Se trata de un sacerdocio verdadero, aunque esencialmente distinto del
sacerdocio ministerial, por el que el sacerdote queda capacitado para hacer las
veces de Cristo, principalmente cuando perdona los pecados y celebra la Santa
Misa. Sin embargo, ambos están ordenados el uno al otro y participan, cada uno
a su modo, del único sacerdocio de Cristo. En él -en la participación del
sacerdocio de Cristo nos santificamos y encontramos las gracias necesarias para
ayudar a los demás.
II. Los fieles
participan en la misión de Cristo y, así, impregnan su propia vida en medio del
mundo, y el mundo mismo, con el espíritu de su Señor. Sus oraciones, la vida
familiar y social, sus iniciativas apostólicas, el trabajo y el descanso, y las
mismas pruebas y contradicciones de la vida, se convierten en una ofrenda santa
que llega hasta Dios principalmente en la Santa Misa, «centro y raíz de la vida
espiritual del cristiano»8.
Esta participación de los laicos en la función
sacerdotal de Cristo lleva consigo una vida centrada en la Santa Misa,
pero su participación eucarística no se agota cuando asisten activamente al
Sacrificio del Altar, ni se expresa principalmente en determinadas funciones
litúrgicas que los laicos también pueden desempeñar, sino que su campo propio
está en la santificación de su trabajo ordinario, en el cumplimiento de sus
deberes profesionales, familiares, sociales... que procuran desempeñar con la
máxima rectitud.
Los laicos participan también de la misión
profética de Cristo. Su vocación específica les lleva a anunciar la palabra
de Dios, no en la Iglesia, sino en la calle: en la fábrica, en la oficina, en
el club, en la familia9.
Proclamarán la palabra divina con su ejemplo como compañeros de trabajo, como
vecinos, como ciudadanos... Y con la sugerencia oportuna, con la conversación
íntima y profunda a la que da derecho una honda amistad; al aconsejar un libro
que orienta y al desaconsejar un espectáculo que no es propio de un hombre de
bien, al infundir aliento –haciendo las veces de Cristo– y al prestar con
alegría un pequeño servicio.
El cristiano es partícipe también de la
función real de Cristo. En primer lugar, siendo señor de su trabajo
profesional, no dejándose esclavizar por él, sino gobernándolo y dirigiéndolo,
con rectitud de intención, a la gloria de Dios, al cumplimiento del plan divino
sobre toda la creación10.
El papel de los laicos no se potencia cuando se les brinda una participación en
la autoridad o en el ministerio clerical. Quizá algunos pocos puedan ir en esa
dirección, pero ni siquiera eso es lo más propio de una vocación secular11.
Es en el mundo, en medio de las estructuras seculares de la vida humana, donde
se desarrolla su participación en la misión real de Jesucristo. «Su tarea
principal e inmediata –señalaba Pablo VI no es establecer y desarrollar la
comunidad eclesial –esta es tarea específica del clero sino aprovechar todas
las posibilidades cristianas y evangélicas latentes pero ya presentes y activas
en los asuntos temporales»12.
Dentro de este nuevo Pueblo de Dios que es la Iglesia, la participación en la
misión real de Cristo les lleva a impregnar el orden social con aquellos
principios cristianos que lo humanizan y elevan: la dignidad y primacía de la
persona humana, la solidaridad social, la santidad de la familia y del
matrimonio, la libertad responsable, el amor a la verdad, la promoción de la
justicia en todos los niveles, el espíritu de servicio, la comprensión mutua y
la caridad fraterna... «Los laicos no han de ser la “longa manus” de la
jerarquía. No son la extensión de un “sistema” eclesiástico oficial. Son –cada
uno es, por derecho propio y sobre la base de su piedad, competencia y
doctrina– la presencia de Cristo en los asuntos temporales»13.
Pensemos hoy si los demás, al ver nuestro actuar diario, se sienten movidos a
un mayor acercamiento a Cristo, si a través de nuestro trabajo y de nuestra
participación en las tareas sociales –en sus distintos niveles– estamos de
hecho llevando el mundo a Dios.
III. Este
nuevo Pueblo de Dios tiene a Cristo como Sumo y Eterno Sacerdote. El Señor
asumió la tradición antigua transformándola y renovándola, instituyendo un
sacerdocio eterno. Los sacerdotes de Cristo son, cada uno de ellos, como un
instrumento del Señor y prolongación de su Santísima Humanidad. No actúan en
nombre propio, ni son simples representantes de los pueblos, sino que hacen las
veces de Cristo. De cada uno de ellos se puede decir que, escogido
entre los hombres, está constituido en favor de los hombres en lo que se
refiere a Dios...14.
Cristo actúa realmente a través de ellos, por medio de
sus palabras, gestos, etc., y su sacerdocio está íntima e inseparablemente
unido al sacerdocio de Cristo y a la vida y crecimiento de la Iglesia. El
sacerdote es padre, hermano, amigo...; su persona pertenece a los demás, es
posesión de la Iglesia, que lo ama con amor del todo particular y tiene sobre
él relaciones y derechos de los que ningún otro hombre puede ser depositario15.
«Jesús –enseñaba Juan Pablo II con motivo de una numerosa ordenación en Brasil–
nos identifica de tal modo consigo en el ejercicio de los poderes que nos
confirió, que nuestra personalidad es como si desapareciese delante de la suya,
ya que es Él quien actúa por medio de nosotros. “Por el Sacramento del Orden
–dijo alguien acertadamente–, el sacerdote se capacita efectivamente para
prestar a Nuestro Señor la voz, las manos, todo su ser; es Jesucristo quien, en
la Santa Misa, con las palabras de la Consagración, cambia la sustancia del pan
y del vino en su Cuerpo, su Alma, su Sangre y su Divinidad” (cfr. San Josemaría
Escrivá, Amar a la Iglesia, Palabra, Madrid 1986, p. 69). Y podemos
añadir –continuaba el Papa–: Es el propio Jesús quien, en el sacramento de la
penitencia, pronuncia la palabra autorizada y paterna: Tus pecados te
son perdonados (Mt 9, 2; Lc 5, 20; 7, 48;
cfr. Jn 20, 23). Y es Él quien habla cuando el sacerdote,
ejerciendo su ministerio en nombre y en el espíritu de la Iglesia, anuncia la
Palabra de Dios. Es el propio Cristo quien cuida los enfermos, los niños y los
pecadores, cuando les envuelve el amor y la solicitud pastoral de los ministros
sagrados»16.
La ordenación sagrada confiere el más alto grado de
dignidad que el hombre es capaz de recibir. Por ella, el sacerdote es
constituido en ministro de Dios y dispensador de sus tesoros divinos17.
Estos tesoros son principalmente la celebración de la Santa Misa, de valor
infinito, y el poder de perdonar los pecados, de devolver la gracia al alma. De
muchas formas el sacerdote se convierte en canal de la gracia divina. Además,
por la ordenación, el sacerdote es constituido mediador y embajador entre Dios
y los hombres, entre el Cielo y la tierra. Con una mano toma los tesoros de la
misericordia divina; con la otra los distribuye a sus hermanos los hombres.
Un sacerdote es un inmenso bien para la Iglesia y para
la humanidad entera. Por eso, hemos de pedir que nunca falten sacerdotes
santos, que se sientan servidores de sus hermanos los hombres, que no olviden
nunca su dignidad y el tesoro que Dios ha puesto en sus manos para que lo
distribuyan generosamente al resto del Pueblo de Dios. Bien se puede decir que
«sí ha habido un tiempo en que un sacerdote es un espectáculo para los hombres
y para los ángeles, es en esta época que se abre ante nosotros»18.
No dejemos de pedir por ellos.
1 Is 43, 1. —
3 Cfr. Ex 19,
5-6. —
4 Cfr. Is 43,
20-21. —
5 Conc.
Vat. II, loc. cit. —
6 1
Pdr 2, 9-10. —
7 1
Pdr 2, 5. —
8 Cfr. San
Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 87. —
9 Cfr. Juan
Pablo II, Exhor. Apost. Christifideles laici, 30-XII-1988,
14. —
10 Cfr. ídem,
Enc. Laborem exercens, 14-IX-1981, 5. —
11 Cfr. C.
Burke, Autoridad y libertad en la Iglesia, Rialp, Madrid
1988, p. 196. —
12 Pablo
VI, Exhor. Apost. Evangelii nuntiandi, 8-XII-1975, 70.
—
13 C.
Burke, o. c., p. 203. —
14 Cfr. Heb 5,
1-4. —
15 Cfr. A.
del Portillo, Escritos sobre el sacerdocio, Palabra, Madrid
1970, p. 81. —
16 Juan
Pablo II, Homilía 2-VII-1980. —
17 Cfr. 1
Cor 4, 1. —
18 Card. J.
H. Newman, Sermón en la inauguración del Seminario
San Bernardo, 2-X-1873.
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