Juan Manuel Trak 19 de enero de 2020
La
elección presidencial de 2018, cuyo resultado en el seno de la oposición ha
sido su fragmentación, es una muestra de cómo el boicot y la participación sin
exigencia y reclamos son ineficaces para precipitar el cambio político. Tanto
los seguidores de la tesis de la no participación, como aquellos que procuraron
la participación como si las condiciones fuesen parecidas a las de 2015,
fallaron en su propuesta de precipitar una transición democrática.
Si
bien el sector de la oposición que boicoteó la elección presidencial de 2018
logró tomar la iniciativa en 2019, lo cierto es que, en la medida que la
declaratoria de usurpación del Ejecutivo y la juramentación del diputado Juan
Guaidó como presidente interino de Venezuela quedaba atrás, la capacidad del
gobierno para mantener el control interno sobre sus pilares estratégicos
aumentó. A lo anterior se le suma los desaciertos de la oposición, sobre todo
en lo relativo a la generación de expectativas que sobrepasaron sus
posibilidades, la ejecución de planes fallidos como el 23F y el 30A, y la
paulatina pérdida de capacidad de convocatoria.
En
este escenario, las negociaciones iniciadas bajo el auspicio del gobierno de
Noruega prometían ser el camino para dirimir un conflicto que, en aquel momento
y aún hoy, parece irresoluble. La fijación del mantra “cese de la usurpación,
gobierno de transición y elecciones libres”, se convirtió en una camisa de
fuerza que impidió aprovechar oportunidades de negociación real con el
gobierno, el cual vio que el paso del tiempo le daba la oportunidad de que se
desgastase el liderazgo opositor y así imponer una negociación fuera de la
mediación de Noruega con actores minoritarios.
He
aquí la otra cara de la moneda opositora, quienes participaron en 2018 parecen
haber olvidado las denuncias que hicieron y por las cuales rechazaron el
resultado de la elección. A pesar de sus esfuerzos, tienen poca o ninguna
capacidad de convocatoria, y muchos de sus miembros son tan o más rechazados
que el gobierno mismo. Así, la anuencia
y docilidad con la que asumen su relación con el poder supone la desconfianza
de una parte importante de la sociedad. En cualquier caso, haber participado
como si las condiciones fuesen ideales, desestimar las malas prácticas
electorales diseñadas para dificultar el ejercicio del voto, y que potencian la
desconfianza hacia el sistema electoral, les resta la credibilidad necesaria
para posicionar la tesis de la participación.
Ambos
grupos políticos cometen el error de creer que la elección – y su resultado– es
un fin en sí mismo. En regímenes autoritarios, las elecciones no son el
mecanismo para acceder al poder. Si bien es cierto que en los regímenes
autoritarios las elecciones están diseñadas para que no haya incertidumbre y
garantizar una “legitimidad” del gobierno, también pueden ser una ventana de
oportunidad para el establecimiento de mecanismos de organización social y
política. La creación de redes alrededor de la defensa del voto, promoción del registro
de nuevos electores, articulación de acciones colectivas ayudan a la creación
de un movimiento cuyo objetivo no es ganar la elección sino luchar por el
rescate de los derechos civiles y políticos conculcados por el sistema
autoritario.
Por
otro lado, la construcción de una mayoría social y política, también permite
mostrar fortaleza frente al gobierno autoritario y desafiarlo, así como la
posibilidad de tender puentes con sectores moderados del gobierno que
preferirán garantizar su futuro político y económico antes que arriesgarse a
ser sancionados o perseguidos internacionalmente. Ciertamente, hasta la fecha,
pareciera que el gobierno es monolítico, pero eso no impide seguir insistiendo
en buscar el quiebre de la coalición gobernante, y que se produzca un proceso
de democratización a mediano plazo.
Participar
o no participar es irrelevante si se coloca la elección como un fin. Ahora
bien, si ésta se observa como una táctica entre varias, si se articulan los
esfuerzos de los diversos grupos opositores alrededor de un objetivo común y se
logra organizar a los ciudadanos en la defensa de sus derechos políticos (como
lo es votar), es posible que mejoren las condiciones para que haya un
movimiento democratizador. La participación electoral es un fuerte motivador
para otras formas de participación política, también necesarias para generar
presión sobre una parte de quienes están en el poder. Finalmente, forzar al
gobierno a cometer fraude tiene más posibilidades de generar una reacción de la
población ante el atropello que una victoria por forfait.
En
todo caso, el debate sobre la estrategia parece estar ausente – o peor aún
aislado de la sociedad–, unos y otros se insultan y se acusan de responsables
de la situación actual, mientras los más radicales se sientan a esperar que
lleguen tropas extranjeras a salvar al país. Todo lo anterior ocurre cuando el
resto de los venezolanos sigue padeciendo una crisis social y económica
compleja, en la que la mayoría de los ciudadanos no puede satisfacer sus
necesidades básicas y cuya cotidianidad es cada día más precaria.
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