Francisco Fernández-Carvajal 29 de enero de
2020
@hablarcondios
— Parábola del
sembrador. Nosotros somos colaboradores del Señor. Dar doctrina. Las
disposiciones de las almas pueden cambiar.
— Optimismo en el
apostolado. El Señor permite que en muchas ocasiones no veamos los frutos.
Paciencia y constancia. «Las almas, como el buen vino, se mejoran con el
tiempo».
— El fruto es siempre
superior a la semilla que se pierde. Muchos de nuestros amigos están esperando
que les hablemos de Cristo.
I. Salió
el sembrador a sembrar su semilla, nos
dice el Señor en el Evangelio1.
El campo, el camino, los espinos y los pedregales recibieron la semilla: el
sembrador siembra a voleo y la simiente cae en todas partes. Con esta parábola
quiso declarar el señor que Él derrama en todos su gracia con mucha
generosidad. Lo mismo que el labrador no distingue la tierra que pisa con sus
pies, sino que arroja natural e indistintamente su semilla, así el Señor no
distingue al pobre del rico, al sabio del ignorante, al tibio del fervoroso, al
valiente del cobarde2.
Dios siembra en todos; da a cada hombre las ayudas necesarias para su
salvación.
En la oficina, en la empresa, en la farmacia, en la
consulta, en el taller, en la tienda, en los hospitales, en el campo, en el
teatro..., en todas partes, allí donde nos encontremos, podemos dar a conocer
el mensaje del Señor. Él mismo es quien esparce la semilla en las almas y quien
da a su tiempo el crecimiento. «Nosotros somos simples braceros, porque Dios es
quien siembra»3.
Somos colaboradores suyos y en su campo: Jesús, «por medio de los cristianos,
prosigue su siembra divina. Cristo aprieta el trigo en sus manos llagadas, lo
empapa con su sangre, lo limpia, lo purifica y lo arroja en el surco, que es el
mundo»4, con infinita generosidad.
Nos toca preparar la tierra y sembrar en nombre del
Señor de la tierra. No deberíamos desaprovechar ninguna ocasión de dar a
conocer a nuestro Dios: viajes, descanso, trabajo, enfermedad, encuentros
inesperados..., todo puede ser ocasión para sembrar en alguien la semilla que
más tarde dará su fruto. El Señor nos envía a sembrar con largueza. No nos
corresponde a nosotros hacer crecer la semilla; eso es propio del Señor5:
que la semilla germine y llegue a dar los frutos deseados depende solo de Dios,
de su gracia que nunca niega. Debemos recordar siempre «que los hombres no son
más que instrumentos, de los que Dios se sirve para la salvación de las almas,
y hay que procurar que estos instrumentos estén en buen estado para que Dios
pueda utilizarlos»6.
Gran responsabilidad la del que se sabe instrumento: estar en buen estado.
En todas partes cayó la semilla del sembrador: en el
campo, en el camino, en los espinos, en los pedregales. «Y ¿qué razón tiene el
sembrar sobre espinas, sobre piedras, sobre el camino? Tratándose de semilla y
de tierra, ciertamente no tendría razón de ser, pues no es posible que la
piedra se convierta en tierra, ni que el camino no sea camino, ni que las
espinas dejen de ser tales; mas con las almas no es así. Porque es posible que
la piedra se transforme en tierra buena, y que el camino no sea ya pisado ni
permanezca abierto a todos los que pasan, sino que se torne campo fértil, y que
las espinas desaparezcan y la semilla fructifique en ese terreno»7.
No hay terrenos demasiado duros o baldíos para Dios. Nuestra oración y nuestra
mortificación, si somos humildes y pacientes, pueden conseguir del Señor la
gracia necesaria que transforme las condiciones interiores de las almas que
queremos acercar a Dios.
II. Siempre es
eficaz la labor en las almas. El Señor, de forma muchas veces insospechada,
hace fructificar nuestros esfuerzos. Mis elegidos no trabajarán en vano8,
nos ha prometido.
La misión apostólica unas veces es siembra, sin frutos
visibles, y otras recolección de lo que otros sembraron con su palabra, o con
su dolor desde la cama de un hospital, o con un trabajo escondido y monótono
que permaneció inadvertido a los ojos humanos. En ambos casos, el Señor quiere
que se alegren juntamente el sembrador y el segador9.
El apostolado es tarea alegre y, a la vez, sacrificada: en la siembra y en la
recolección.
La tarea apostólica es también labor paciente
y constante. De la misma manera que el labriego sabe esperar días y más
días hasta ver despuntar la simiente, y más aún hasta la recolección, así
debemos hacer nosotros en nuestro empeño de acercar almas a Dios. El Evangelio
y la propia experiencia nos enseñan que la gracia, de ordinario, necesita
tiempo para fructificar en las almas. Sabemos también de la resistencia a la
gracia en muchos corazones, como pudo suceder con el nuestro anteriormente.
Nuestra ayuda a otros se manifestará entonces en una mayor paciencia –muy
relacionada con la virtud de la fortaleza– y en una constancia sin desánimos.
No intentemos arrancar el fruto antes de que esté maduro. «Y es esta paciencia
la que nos impulsa a ser comprensivos con los demás, persuadidos de que las
almas, como el buen vino, se mejoran con el tiempo»10.
La espera no se confunde con la dejadez ni con el
abandono. Por el contrario, mueve a poner los medios más oportunos para aquella
situación concreta en la que se encuentra esa persona a la que queremos ayudar:
abundancia de la luz de la doctrina, más oración y alegría, espíritu de
sacrificio, profundizar más en la amistad...
Y cuando la semilla parece que cae en terreno
pedregoso o con espinos, y que tarda en llegar el fruto deseado, entonces hemos
de rechazar cualquier sombra de pesimismo al ver que el trigo no aparece cuando
queríamos. «A menudo os equivocáis cuando decís: “me he engañado con la
educación de mis hijos”, o “no he sabido hacer el bien a mi alrededor”. Lo que
sucede es que aún no habéis conseguido el resultado que pretendíais, que todavía no
veis el fruto que hubierais deseado, porque la mies no está madura. Lo que
importa es que hayáis sembrado, que hayáis dado a Dios a las almas. Cuando Dios
quiera, esas almas volverán a Él. Puede que vosotros no estéis allí para verlo,
pero habrá otros para recoger lo que habéis sembrado»11.
Sobre todo estará Cristo, para quien nos hemos esforzado.
Trabajar cuando no se ven los frutos es un buen
síntoma de fe y de rectitud de intención, buena señal de que verdaderamente
estamos realizando una tarea solo para la gloria de Dios. «La fe es un
requisito imprescindible en el apostolado, que muchas veces se manifiesta en la
constancia para hablar de Dios, aunque tarden en venir los frutos.
»Si perseveramos, si insistimos bien convencidos de
que el Señor lo quiere, también a tu alrededor, por todas partes, se apreciarán
señales de una revolución cristiana: unos se entregarán, otros se tomarán en
serio su vida interior, y otros –los más flojos– quedarán al menos alertados»12.
III. Otra
semilla, en cambio, cayó en buena tierra y dio fruto, una parte el
ciento, otra el sesenta y otra el treinta.
Aunque una parte de la siembra se perdió porque cayó
en mal terreno, la otra parte dio una cosecha imponente. La fertilidad de la
buena tierra compensó con creces a la simiente que dejó de dar el fruto debido.
No debemos olvidar nunca el optimismo radical que comporta el mensaje
cristiano: el apostolado siempre da un fruto desproporcionado a los medios
empleados. El Señor, si somos fieles, nos concederá ver, en la otra vida, todo
el bien que produjo nuestra oración, las horas de trabajo que ofrecimos por
otros, las conversaciones que sostuvimos con nuestros amigos, las horas de
enfermedad ofrecidas, el resultado de aquel encuentro del que nunca más tuvimos
noticias, los frutos de todo lo que aquí nos pareció un fracaso, a quiénes
alcanzó aquella oración del Santo Rosario que rezamos cuando veníamos de la
Facultad o de la oficina... Nada quedó sin fruto: una parte el ciento, otra el
sesenta y otra el treinta. El gran error del sembrador sería no echar la
simiente por temor a que una parte cayera en lugar poco propicio para que
fructificara: dejar de hablar de Cristo por temor a no saber sembrar bien la
semilla, o a que alguno pueda interpretar mal nuestras palabras, o nos diga que
no le interesan, o...
En el apostolado hemos de tener presente que Dios ya
sabe que unas personas responderán a nuestra llamada, y otras no. Al hacer al
hombre criatura libre, el Señor –en su Sabiduría infinita– contó con el riesgo
de que usara mal su libertad: aceptó que algunos hombres no quisieran dar
fruto; «cada alma es dueña de su destino, para bien o para mal (...). Siempre
nos impresiona esta tremenda capacidad tuya y mía, de todos, que revela a la
vez el signo de nuestra nobleza»13.
Dios se complace en los que corresponden
voluntariamente a su gracia. Un alma que se decide libremente a
aceptar sus gracias en lugar de rechazarlas, ¡cuánta gloria da a Dios!; una
persona que se empeña en dar frutos de santidad con la ayuda divina en lugar de
quedarse en la tibieza, ¡cuánto se complace Dios en ella!; pensemos cuánto le
han agradado los santos, cuánto le ha glorificado la Santísima Virgen en el
tiempo de su estancia en la tierra. Este ha de ser el fundamento de nuestro
optimismo en el apostolado.
Dios nos podría haber creado sin libertad, de modo que
le diéramos gloria como dan gloria los animales y las plantas, que se mueven
por las leyes necesarias de su naturaleza, de sus instintos, sometidos a la
servidumbre de unos estímulos externos o internos. Podríamos haber sido como
animales más perfeccionados, pero sin libertad. Sin embargo, Dios nos
ha querido crear libres para que, por amor, queramos reconocer nuestra
dependencia de Él. Sepamos decir libremente, como la Virgen: He aquí la
esclava del Señor14.
Hacernos esclavos de Dios por amor compensa al Señor de todas las ofensas que
otros pueden hacerle por utilizar mal la libertad.
Vivamos la alegría de la siembra, «cada uno según su
posibilidad, facultad, carisma y ministerio. Todos, por consiguiente, los que
siembran y los que siegan, los que plantan y los que riegan, han de ser
necesariamente una sola cosa, a fin de que, “buscando unidos el mismo fin,
libre y ordenadamente”, dediquen sus esfuerzos con unanimidad a la edificación
de la Iglesia»15.
1 Mc 4,
1-20. —
2 Cfr. San
Juan Crisóstomo Homilías sobre San Marcos, 44, 3. —
3 San
Agustín, Sermón 73, 3. —
4 San
Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 157. —
5 Cfr. 1
Cor 3, 7. —
6 San
Pío X, Enc. Haerent animo, 9. —
7 San
Juan Crisóstomo, o. c., 44. —
8 Is 65,
23. —
9 Cfr. Jn 4,
36. —
10 San
Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, 78. —
11 G.
Chevrot, El pozo de Sicar, Rialp, Madrid 1981, p. 267.
—
12 San
Josemaría Escrivá, Surco, n. 207. —
13 Ídem, Amigos
de Dios, 33. —
14 Lc 1,
38. —
15 Conc. Vat. II, Decr. Ad
gentes, 28.
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