Francisco Fernández-Carvajal 25 de marzo de
2020
@hablarcondios
— El Sacrificio de
Jesucristo en el Calvario. Se ofreció a Sí mismo por todos los hombres. Nuestra
entrega personal.
— La Santa Misa,
renovación del sacrificio de la Cruz.
— Valor infinito de la
Santa Misa. Nuestra participación en el Sacrificio. La Santa Misa, centro de la
vida de la Iglesia y de cada cristiano.
I. La Primera
lectura de la Misa relata la intercesión de Moisés ante Yahvé para que no
castigue la infidelidad de su pueblo. Aduce argumentos conmovedores: el buen
nombre del Señor ante los gentiles, la fidelidad a la Alianza hecha con Abraham
y sus descendientes... A pesar de las infidelidades y los desvaríos del Pueblo
elegido, el Señor perdona otra vez. Es más, el amor de Dios por su Pueblo y,
por medio de él, hacia todo el género humano alcanzará la manifestación
suprema: Tanto amó Dios al mundo que le entregó a su Hijo Unigénito,
para que todo el que crea en él no perezca sino que tenga vida eterna1.
La entrega plena de Cristo por nosotros, que culmina
en el Calvario, constituye la llamada más apremiante a corresponder a su gran
amor por cada uno de nosotros. En la Cruz, Jesús consumó la entrega plena a la
voluntad del Padre y el amor por todos los hombres, por cada uno: me
amó y se entregó por mí2.
Ante ese misterio insondable de Amor, debería preguntarme: ¿qué hago yo por
Él?, ¿cómo correspondo a su Amor?
En el Calvario, Nuestro Señor, Sacerdote y Víctima, se
ofrece a su Padre celestial, derramando su Sangre, que quedó entonces separada
de su Cuerpo. Cumplió así, hasta el final, la voluntad del Padre.
El deseo del Padre fue que la Redención se realizara
de este modo; Jesús lo acepta con amor y máxima sumisión. Este ofrecimiento
interno de Sí mismo es la esencia de Su sacrificio. Es la entrega amorosa, sin
límites, a la voluntad del Padre.
En todo verdadero sacrificio se dan cuatro elementos
esenciales, y todos ellos se encuentran presentes en el sacrificio de la
Cruz: sacerdote, víctima, ofrecimiento interior y manifestación externa
del sacrificio. La manifestación externa debe ser expresión de la actitud
interior. Jesús muere en la Cruz, manifestando exteriormente –a través de sus
palabras y obras– su amorosa entrega interior. Padre, en tus manos
encomiendo mi espíritu3:
la misión que me encomendaste ha terminado, he cumplido tu voluntad. Él es,
entonces y ahora, el Sacerdote y la Víctima: Teniendo, pues, un Sumo
Pontífice, grande, que penetró en los cielos, Jesús, el Hijo de Dios,
mantengamos firme la fe que profesamos. No tenemos un Sumo Pontífice que no
pueda compadecerse de nuestras flaquezas; antes bien, fue probado en todo, a
semejanza nuestra, fuera del pecado4.
Esta ofrenda interior de Jesús da significado pleno a
todos los elementos externos de su sacrificio voluntario: la crucifixión, el
expolio, los insultos...
El Sacrificio de la Cruz es único. Sacerdote y Víctima
son una sola y la misma divina persona: el Hijo de Dios encarnado. Jesús no fue
ofrecido al Padre por Pilato o por Caifás, o por la multitud congregada a sus
pies. Él fue quien se entregó a Sí mismo. En todo momento de su vida terrena,
Jesús vivió en una perfecta identificación con la voluntad del Padre, pero es
en el Calvario donde la entrega del Hijo alcanza su expresión suprema.
Nosotros, que queremos imitar a Jesús, que solo
deseamos que nuestra vida sea reflejo de la suya, debemos preguntarnos en
nuestra oración de hoy si sabemos unirnos al ofrecimiento de Jesús al Padre,
con la aceptación de la voluntad de Dios, en cada momento, en las alegrías y en
las contrariedades, en las cosas que ocupan cada día nuestro, en los momentos
más difíciles, como puede ser el fracaso, el dolor o la enfermedad, y en los
momentos fáciles en que sentimos al alma llena de gozo.
«Madre y Señora mía, enséñame a pronunciar un sí que,
como el tuyo, se identifique con el clamor de Jesús ante su Padre: non
mea voluntas... (Lc 22, 42): no se haga mi voluntad, sino
la de Dios»5.
II. Para meditar hoy
sobre la unidad que existe entre el Sacrificio de la Cruz y la Santa Misa,
fijemos nuestra atención en la oblación interior que Cristo hace de Sí mismo,
con una total entrega y sumisión amorosa a su Padre. La Santa Misa y el
Sacrificio de la Cruz son el mismo y único sacrificio, aunque estén separados
en el tiempo; se vuelve a hacer presente, no las circunstancias dolorosas y
cruentas del Calvario, sino la total sumisión amorosa de Nuestro Señor a la
voluntad del Padre. Ese ofrecimiento interno de Sí mismo es idéntico en el
Calvario y en la Misa: es la oblación de Cristo. Es el mismo
Sacerdote, la misma Víctima, la misma oblación y sumisión a la voluntad de Dios
Padre; cambia la manifestación externa de esta misma entrega: en el Calvario, a
través de la Pasión y Muerte de Jesús; en la Misa, por la separación
sacramental, no cruenta, del Cuerpo y de la Sangre de Cristo mediante la
transustanciación del pan y del vino.
El sacerdote en la Misa es únicamente el instrumento
de Cristo, Sumo y Eterno Sacerdote. Cristo se ofrece a Sí mismo en cada una de
las Misas del mismo modo que lo hizo en el Calvario, aunque ahora lo hace a
través de un sacerdote, que actúa in persona Christi. Por eso «toda
Misa, aunque sea celebrada privadamente por un sacerdote, no es acción privada,
sino acción de Cristo y de la Iglesia, la cual, en el sacrificio que ofrece,
aprende a ofrecerse a sí misma como sacrificio universal, y aplica a la
salvación del mundo entero la única e infinita virtud redentora del sacrificio
de la Cruz»6.
El mismo Cristo, en cada Misa, se ofrece manifestando
la amorosa entrega a su Padre celestial, expresada ahora por la Consagración
del pan y, separadamente, la Consagración del vino. Este es el momento
culminante –la esencia, el núcleo– de la Santa Misa.
Nuestra oración de hoy es buen momento para examinar
cómo asistimos y participamos en la Santa Misa. «¿Estáis allí con las mismas
disposiciones con que la Virgen Santísima estaba en el Calvario, tratándose de
la presencia de un mismo Dios y de la consumación de igual sacrificio?»7.
Amor, identificación plena con la voluntad de Dios, ofrecimiento de sí mismo,
afán corredentor.
III. El
Sacrificio de la Misa, al ser esencialmente idéntico al Sacrificio de la Cruz,
tiene un valor infinito. En cada Misa se ofrece a Dios Padre una adoración,
acción de gracias y reparación infinitas, independientemente de las
disposiciones concretas de quienes asisten y del celebrante, porque Cristo es
el Oferente principal y la Víctima que se ofrece. Resulta, por tanto, que no
existe un modo más perfecto de adorar a Dios que el ofrecimiento
de la Misa, en la cual su Hijo Jesucristo es ofrecido como Víctima, actuando Él
mismo como Sumo Sacerdote.
No hay tampoco un modo más perfecto de dar
gracias a Dios por todo lo que es y por sus continuas misericordias
para con nosotros: nada en la tierra puede resultar más grato a Dios que el
Sacrificio del altar. Cada vez que se celebra la Santa Misa, a causa de la
infinita dignidad del Sacerdote y de la Víctima, se repara por todos los
pecados del mundo: se trata de la única perfecta y adecuada reparación,
a la que debemos unir nuestros actos de desagravio. Es el único sacrificio
adecuado que podemos ofrecer los hombres, y a través de él pueden cobrar un
valor infinito nuestro quehacer diario, nuestro dolor y nuestras alegrías. La
Santa Misa «es realmente el corazón y el centro del mundo cristiano»8.
En este Santo Sacrificio «está grabado lo que de más profundo tiene la vida de
cada uno de los hombres: la vida del padre, de la madre, del niño, del anciano,
del muchacho y de la muchacha, del profesor y del estudiante, del hombre culto
y del hombre sencillo, de la religiosa y del sacerdote. De cada uno sin
excepción. He aquí que la vida del hombre se inserta, mediante la Eucaristía,
en el misterio del Dios viviente»9.
Los frutos de cada Misa son infinitos, pero en
nosotros se encuentran condicionados por nuestras personales disposiciones y,
por ello, limitados.
Nuestra Madre la Iglesia nos invita a participar en el
acto más sublime que cada día ocurre, de una forma consciente, activa y piadosa10.
De un modo particular hemos de procurar estar atentos y recogidos en el momento
de la Consagración; en estos instantes procuraremos penetrar en el alma de
quien es a la vez Sacerdote y Víctima, en su amorosa oblación a Dios Padre,
como ocurrió en el Calvario. Este Sacrificio será entonces el punto central de
nuestra vida diaria, como lo es de toda la liturgia y de la vida de la Iglesia.
Nuestra unión con Cristo en el momento de la Consagración será más plena cuanto
más lo sea nuestra identificación con la voluntad de Dios, cuanto mayores sean
nuestras disposiciones de entrega. En unión con el Hijo ofrecemos al Padre la
Santa Misa, y al propio tiempo nos ofrecemos nosotros mismos por Él, con Él y
en Él. Este acto de unión debe ser tan profundo y verdadero que penetre todo
nuestro día e influya decisivamente en nuestro trabajo, en nuestras relaciones
con los demás, en nuestras alegrías y fracasos, en todo.
Si cuando llegue la Comunión Jesús nos encuentra con
estas disposiciones de entrega, de identificación amorosa con la voluntad de
Dios Padre, ¿qué otra cosa hará sino derramar en nosotros el Espíritu Santo,
con todos sus dones y gracias? Tenemos muchas ayudas para vivir bien la Santa
Misa. Entre otras, la de los ángeles, que «siempre están allí presentes en gran
número para honrar este santo misterio. Juntándonos a ellos y con la misma
intención, forzosamente hemos de recibir muchas influencias favorables de esta
compañía. Los coros de la Iglesia militante se unen y se juntan con Nuestro
Señor, en este divino acto, para cautivar en Él, con Él y por Él, el corazón de
Dios Padre, y para hacer eternamente nuestra su misericordia»11.
Acudamos a ellos para evitar las distracciones, y esforcémonos en cuidar con
más amor ese rato único en el que estamos participando del Sacrificio de la
Cruz.
1 Jn 3,
16. —
2 Gal 2,
20. —
3 Lc 23,
46. —
4 Heb 4,
14-15. —
5 San
Josemaría Escrivá, Vía Crucis, IV, 1. —
6 Pablo
VI, Enc. Mysterium Fidei, 3-IX-1965, n. 4. —
7 Santo
Cura de Ars, Sermón sobre el pecado. —
8 Juan
Pablo II, Homilía en el Seminario de Venegono, 21-V-1983.
—
9 ídem, Homilía
en la clausura del XX Congreso Eucarístico Nac. de Italia, 22-V-1983.
—
10 Cfr. Conc.
Vat. II, Const. Sacrosanctum Concilium, 48 y 11. —
11 San
Francisco de Sales, Introducción a la vida devota,
Barcelona 1960, p. 97.
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