Por Ángel Oropeza
Desde el punto de vista de
la Psicología de las Masas, las epidemias como las que hoy enfrentamos suelen
desencadenar un conjunto de conductas y emociones colectivas típicas de esta
clase de fenómenos.
En este repertorio de
reacciones suelen aparecer conductas colectivas adecuadas y adaptativas (como
las expresiones de solidaridad social, episodios de generosidad interpersonal e
institucional, la organización para aumentar la prevención o el orden para
enfrentar los retos de la epidemia), las cuales permiten luchar con mayor
eficacia contra la amenaza. Sin embargo, también es posible que se presenten conductas
inadecuadas, como el aprovechamiento de las tragedias ajenas en beneficio
propio, la aparición de pensamientos mágicos y rituales escapistas,
comportamientos antinormativos (como saqueos y pillaje), la desesperación y la
inacción, conductas de pánico, y la tendencia a percibir ausencia de control
sobre la propia vida, lo que conduce a sentimientos de nula eficacia personal y
de sumisión.
Por supuesto que las
primeras son las deseables, pero las segundas son siempre posibles. Tratándose
de conductas, y por tanto de fenómenos fundamentalmente producto del
aprendizaje, en su aparición concurren factores culturales, históricos y
coyunturales. Estos últimos, los coyunturales, se relacionan con el entorno
social, económico y político presente al momento de la epidemia, así como con
el comportamiento de las autoridades responsables. No es lo mismo un gobierno
que privilegie la superación de la epidemia por encima de sus intereses
políticos, a otro que busque aprovecharse de la situación para avanzar en sus planes
de dominación y control social. La población lo sabe, y reacciona distinto ante
ambas.
Lo importante es que siendo
ambas conductas posibles, una parte importante de nuestras preocupaciones
actuales debería estar dirigida a preguntarnos qué hacer para aumentar las
probabilidades de aparición de las primeras y tratar de reducir la frecuencia
de manifestación de las últimas.
Debemos recordar que ante
este tipo de catástrofe como la que hoy sufrimos, las personas suelen ser presa
de ansiedad difusa, resultan más permeables a las influencias externas, y
aumenta la sugestionabilidad y la emocionalidad, lo cual además potencia la
creación y circulación de rumores como una forma colectiva de comunicación, de
expresar y descargar tensiones, y como catalizadores de miedos y angustias
colectivas. Se intensifican además los sentimientos de inseguridad,
inestabilidad e incertidumbre.
En todo caso, lo que sí es
cierto es que en tragedias como las que enfrentamos se desarrolla una
especie de lo que Freud en su obra La psicología de masas y el análisis
del Yo llamaba “vínculos afectivos de identificación”, que dependiendo,
por un lado, de cómo se conjuguen con las condiciones socioculturales y
políticas presentes y, por el otro, del modo cómo sean reforzados
socialmente, pueden conducir a conductas irracionales e inadecuadas o, por el
contrario, a conductas movilizadoras y adaptativas que contribuyan con la sana
identidad social colectiva y con la reconstrucción del tejido social afectado.
El trabajo que
inevitablemente tendremos que afrontar de pasar de la emergencia a la
reconstrucción, de transformarnos todos de víctimas a supervivientes, va a
depender ciertamente en mucho del impacto –positivo o no– de las medidas de
política pública sanitaria que implementen las autoridades, y de las
circunstancias económicas y sociales que resulten de esta catástrofe. Pero
también va a depender de los conceptos culturales colectivos desde los que
miremos esta desagradable experiencia, y del tipo de atribuciones causales que
utilicemos tanto hacia la catástrofe como hacia nosotros mismos.
Tiene razón la gente cuando
afirma que los desastres y calamidades suelen sacar al mismo tiempo lo mejor y
lo peor de los seres humanos. Eso es verdad. Pero desde el punto de vista
social macro, las características culturales de los pueblos pueden explicar la
mayor o menor preponderancia de las conductas colectivas adecuadas y adultas. Y
las características culturales que conducen a comportamientos exitosos se
estimulan o no, precisamente reforzando estos últimos. Es necesario por tanto
–y eso es tarea de todos– no hipertrofiar la frecuencia ni exagerar la
importancia de ciertas esperables conductas inadecuadas por parte de algunos
compatriotas, ni cometer el criminal error de querer usarlas como ejemplo de
que “así somos los venezolanos”.
Sabemos que hay en algunas
personas una moda muy perniciosa, estimulada interesadamente por quienes han
gobernado a Venezuela durante las últimas dos décadas para así escurrir el
bulto de su responsabilidad, en el sentido de echarle la culpa de todo a los
venezolanos. Según esta interesada versión, los venezolanos no solo somos
incapaces e ineptos (y por tanto requerimos siempre de una manu militari que
nos conduzca y gobierne), sino que además somos culpables de lo que nos ocurre
y débiles para superarlo.
Una de las víctimas
eventuales y posibles de las catástrofes y las epidemias es la autoestima y
autoimagen de la población. No permitamos que ello ocurra en nuestro caso. Las
tareas de liberación democrática van a requerir una población fortalecida en su
autoconfianza, en su capacidad para superar obstáculos y para salir de ellos
con un saldo favorable de organización y confianza en sí misma.
Ante la esperable aparición
de los dos tipos de reacciones ante la coyuntura, ayudemos a reforzar la
importancia y frecuencia de las adecuadas y positivas –aquellas caracterizadas
por la solidaridad, la generosidad, la organización, la valentía y la
racionalidad adulta– no solo dándolas a conocer y difundiéndolas, sino ayudando
con nuestras propias acciones a que ellas se multipliquen.
19-03-20
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