Francisco Fernández-Carvajal 23 de marzo de
2020
@hablarcondios
— El paralítico de
Betzatá. Constancia en la lucha y en los deseos de mejorar.
— Ser pacientes en la
lucha interior. Volver al Señor cuantas veces sea necesario.
— Pacientes también con
los demás. Contar con sus defectos. Pacientes y constantes en el apostolado.
I. El Evangelio de
la Misa de hoy nos presenta a un hombre que llevaba treinta y ocho años
enfermo, y que espera su curación milagrosa de las aguas de la piscina de
Betzatá1. Jesús, al verlo echado, y sabiendo que llevaba mucho
tiempo, le dice: ¿Quieres quedar sano? El enfermo le habló con toda
sencillez: Señor –le dice–, no tengo a nadie que me
meta en la piscina cuando se remueve el agua; para cuando llego yo, otro se me
ha adelantado. Jesús le dice: levántate, toma tu camilla y echa a andar. El
paralítico obedeció: Y al momento el hombre quedó sanado, tomó su
camilla y echó a andar.
El Señor está siempre dispuesto a escucharnos y a
darnos en cada situación aquello que necesitamos. Su bondad supera siempre
nuestros cálculos; pero quiere nuestra correspondencia personal, nuestro deseo
de salir de aquella situación, que no pactemos con los defectos o los errores,
y que pongamos esfuerzo para superarlos. No podemos «conformarnos» nunca con
deficiencias y flaquezas que nos separan de Dios y de los demás, excusándonos
en que forman parte de nuestra manera de ser, en que ya hemos intentado
combatirlos otras veces sin resultados positivos.
La Cuaresma nos mueve precisamente a mejorar en
nuestras disposiciones interiores mediante la conversión del
corazón a Dios y las obras de penitencia, que preparan nuestra alma para
recibir las gracias que el Señor quiere darnos.
Jesús nos pide perseverancia para luchar y recomenzar
cuantas veces sea necesario, sabiendo que en la lucha está el amor. «No le
pregunta el Señor al paralítico para saber –era superfluo–, sino para poner de
manifiesto la paciencia de aquel hombre que, durante treinta y ocho años, sin
cejar, insistió, esperando verse libre de su enfermedad»2.
Nuestro amor a Cristo se manifestará en la decisión y
en el esfuerzo por arrancar lo antes posible el defecto dominante o por
alcanzar aquella virtud que se presenta difícil de conseguir. Pero también se
manifiesta en la paciencia que hemos de tener en la lucha
interior: es posible que nos pida el Señor un período largo de lucha,
quizá treinta y ocho años, para crecer en determinada virtud o para
superar aquel aspecto negativo de nuestra vida anterior.
Un conocido autor espiritual señalaba la importancia
de saber tener paciencia con los propios defectos: tener el arte de
aprovechar nuestras faltas3.
No debemos sorprendernos –ni desconcertarnos– cuando, habiendo puesto
todos los medios que razonablemente están a nuestro alcance, no terminamos de
superar esa meta espiritual que nos habíamos propuesto. No debemos «acostumbrarnos»,
pero podemos aprovechar las faltas para crecer en humildad
verdadera, en experiencia, en madurez de juicio...
Este hombre que nos presenta el Evangelio de la Misa
fue constante durante treinta y ocho años, y podemos suponer que lo hubiera
sido hasta el final de sus días. El premio a su constancia fue, ante todo, el
encuentro con Jesús.
II. Tened,
pues, paciencia, hermanos, hasta que llegue el Señor. Ved cómo el labrador, con
la esperanza de los preciosos frutos de la tierra, aguarda con paciencia las
lluvias tempranas y las tardías4.
Es necesario saber esperar y luchar con paciente
perseverancia, convencidos de que con nuestro interés agradamos a Dios. «Hay
que sufrir con paciencia –decía San Francisco de Sales– los retrasos en nuestra
perfección, haciendo siempre lo que podamos por adelantar y con buen ánimo.
Esperemos con paciencia, y en vez de inquietarnos por haber hecho tan poco en
el pasado, procuremos con diligencia hacer más en lo porvenir»5.
Además, la adquisición de una virtud no se logra, de
ordinario, con violentos esfuerzos esporádicos, sino con la continuidad de la
lucha, la constancia de intentarlo cada día, cada semana, ayudados por la
gracia. «En las batallas del alma, la estrategia muchas veces es cuestión de
tiempo, de aplicar el remedio conveniente, con paciencia, con tozudez. Aumentad
los actos de esperanza. Os recuerdo que sufriréis derrotas, o que pasaréis por
altibajos –Dios permita que sean imperceptibles– en vuestra vida interior,
porque nadie anda libre de esos percances. Pero el Señor, que es omnipotente y
misericordioso, nos ha concedido los medios idóneos para vencer. Basta que los
empleemos (...) con la resolución de comenzar y recomenzar en cada momento, si
fuera preciso»6.
El alma de la constancia es el amor; solo por amor se
puede ser paciente7 y
luchar, sin aceptar los defectos y los fallos como algo inevitable y sin
remedio. No podemos ser como aquellos cristianos que, después de muchas
batallas y peleas, «acabóseles el esfuerzo, faltóles el ánimo» cuando estaban
ya «a dos pasos de la fuente del agua viva»8.
Ser paciente con uno mismo al desarraigar las malas
tendencias y los defectos del carácter, significa a la vez huir del conformismo
y aceptar el presentarse muchas veces delante del Señor como aquel siervo que
no tenía con qué pagar9,
con humildad, pidiendo nuevas gracias. En nuestro caminar hacia el Señor,
sufriremos abundantes derrotas; muchas de ellas no tendrán importancia; otras
sí, pero el desagravio y la contrición nos acercarán todavía más a Dios. Este
dolor y arrepentimiento por nuestros pecados y deficiencias no son tristes,
porque son dolor y lágrimas de amor. Es el pesar de no estar devolviendo tanto
amor como el Señor se merece, el dolor de estar devolviendo mal por bien a
quien tanto nos quiere.
III.
Además de ser pacientes con nosotros mismos hemos de ejercitar esta virtud con
quienes tratamos con mayor frecuencia, sobre todo si tenemos más obligación de
ayudarles en su formación, en una enfermedad, etcétera. Hemos de contar con los
defectos de quienes nos rodean. La comprensión y la fortaleza nos ayudarán a
tener calma, sin dejar de corregir cuando sea oportuno y en el momento más
indicado. El esperar un poco de tiempo para corregir, dar una buena
contestación, sonreír..., puede hacer que nuestras palabras lleguen al corazón
de esas personas, que de otra forma permanecería cerrado, y les podremos ayudar
mucho más, con mayor eficacia.
La impaciencia hace difícil la convivencia y también
vuelve ineficaz la posible ayuda y la corrección. «Sigue sacando las mismas
exhortaciones –nos recomienda San Juan Crisóstomo–, y nunca con pereza; actúa
siempre con amabilidad y gracia. ¿No ves con qué cuidado los pintores unas
veces borran sus trazos, otras los retocan, cuando tratan de reproducir un
bello rostro? No te dejes ganar por los pintores. Porque si tanto cuidado ponen
ellos en la pintura de una imagen corporal, con mayor razón nosotros, que
tratamos de formar la imagen de un alma, no dejaremos piedra por mover a fin de
sacarla perfecta»10.
Debemos ser particularmente constantes y pacientes en
el apostolado. Las personas necesitan tiempo y Dios tiene paciencia: en todo
momento da su gracia, perdona y anima a seguir adelante. Con nosotros tuvo y
tiene esta paciencia sin límites, y nosotros debemos tenerla con los amigos que
queremos llevar hasta el Señor, aunque en ocasiones parezca que no escuchan,
que no se interesan por las cosas de Dios. No les abandonemos por eso. En estas
ocasiones será necesario intensificar la oración y la mortificación, y también
nuestra caridad y nuestra amistad sincera.
Ninguno de nuestros amigos, en ningún momento de su
vida, debería dar al Señor la contestación de este hombre paralítico: «no tengo
a nadie que me ayude». Porque «esto podrían asegurar, ¡desdichadamente!, muchos
enfermos y paralíticos del espíritu, que pueden servir... y deben servir.
»Señor: que nunca me quede indiferente ante las almas»11,
le pedimos nosotros.
Examinemos hoy en nuestra oración si nos preocupan las
personas que nos acompañan en el camino de la vida; si nos preocupa su
formación, o si, por el contrario, nos hemos ido acostumbrando a sus defectos
como si fueran algo irremediable, y al mismo tiempo si somos pacientes.
Además, en esta Cuaresma nos viene bien recordar que
con la mortificación podemos expiar también por los pecados de los demás y
merecer de algún modo, para ellos, la gracia de la fe, de la conversión, de una
mayor entrega a Dios.
En Jesucristo está el remedio de todos los males que
aquejan a la humanidad. En Él todos pueden encontrar la salud y la vida. Es la
fuente de las aguas que todo lo vivifican. Así nos lo dice el profeta Ezequiel
en la lectura de la Misa: Estas aguas corren a la comarca de Levante,
bajarán hasta el Arabá y desembocarán en el mar, el de las aguas pútridas, y lo
sanearán. Todos los seres vivos que bullan allí donde desemboque la corriente,
tendrán vida, y habrá peces en abundancia; al desembocar allí estas aguas
quedará saneado el mar y habrá vida dondequiera que llegue la corriente12.
Cristo convierte en vida lo que antes era muerte, y en virtud, la deficiencia y
el error.
1 Jn 5,
1-6. —
2 San
Juan Crisóstomo, Homilías sobre el Evangelio de San Juan,
36. —
3 J.
Tissot, El arte de aprovechar nuestras faltas, Palabra,
Madrid 1976, 6ª ed. —
4 Sant 5-7.
—
5 J.
Tissot, loc. cit., p. 32. —
6 San
Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, 219. —
7 Cfr. Santo
Tomás, Suma Teológica, 2-2, q. 136, a. 3. —
8 Cfr. Santa
Teresa, Camino de perfección, 19, 2. —
9 Cfr.
Mt 18, 23 ss. —
10 San
Juan Crisóstomo, Homilías sobre el Evangelio de San Mateo,
30. —
11 San
Josemaría Escrivá, Surco, n. 212. —
12 Ez 47,
8-9.
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