Francisco Fernández-Carvajal 28 de abril de
2020
@hablarcondios
— Espíritu apostólico
de los primeros cristianos en medio de la persecución. Frutos de la tribulación
y de las dificultades.
— Fortaleza ante
circunstancias difíciles.
— La unión con Dios en
los momentos más costosos.
I. Después del
martirio de San Esteban se originó una persecución contra los cristianos de
Jerusalén, lo que dio lugar a que se dispersaran por otras regiones1.
La Providencia se sirvió de esta circunstancia para llevar la semilla de la fe
a otros lugares que de otro modo hubieran tardado más en conocer a
Cristo. Los que se habían dispersado iban de un lugar a otro anunciando
la palabra del Evangelio2.
«Observad –hace notar San Juan Crisóstomo– cómo, en medio del infortunio, los
cristianos continúan la predicación, en vez de descuidarla»3.
El Señor tiene planes más altos, y lo que parecía el
fin de la Iglesia primitiva sirvió para su fortalecimiento y expansión. Los
mismos perseguidores, que pretendían ahogar la semilla de la fe apenas nacida,
fueron la causa indirecta de que muchos otros, a los que hubiera sido difícil
llegar por vivir en lugares apartados, conocieran la doctrina de Jesucristo. El
espíritu apostólico de los cristianos se pone de manifiesto tanto en las épocas
de paz (que fueron la mayoría) como en tiempos de calumnias y de persecución.
Jamás cesaron de pregonar la buena nueva que llevaban en el corazón,
convencidos de que la doctrina de Jesucristo da la salvación eterna y, además,
es la única que puede hacer este mundo más justo y más humano.
El fervor, la firmeza, la coherencia de su fe, su
hombría de bien, el trato amable con el que aquellos cristianos de la primera
hora trataban a cuantos se relacionaban con ellos, fueron, en incontables
ocasiones, el primer impulso para que muchos se sintieran atraídos a la fe.
Aquellos primeros fieles recordarían sin duda –quizá
oído de labios de los mismos Apóstoles– lo que el Señor había repetido en
distintas ocasiones y de formas diferentes: si el mundo os aborrece,
sabed que antes me aborreció a mí4.
Y se llenarían de optimismo al saberse con más gracia para afrontar aquellas
dificultades y tribulaciones, y con la seguridad de que Dios dispone todas las
cosas para el bien de los que le aman5.
Los mismos Apóstoles, junto a las numerosas
conversiones, encontraron desde un primer momento oposición y resistencia, pero
no les importaba demasiado el ambiente, porque buscaban ante todo la salvación
de las almas.
No tienen que sorprender las dificultades, de un signo
u otro: Carísimos –nos advierte San Pedro–, cuando
Dios os pruebe con el fuego de la tribulación, no os extrañéis, como si os
aconteciese una cosa muy extraordinaria6.
Y el Apóstol Santiago nos dice: Tened, hermanos míos, por sumo gozo
veros rodeados de diversas pruebas7.
Son algo de lo que podemos sacar mucho bien. Estas pruebas y contradicciones
pueden ser muy diferentes: unas provienen de un ambiente materialista y
anticristiano que se opone a que Cristo reine en el mundo (calumnias,
discriminación profesional, ambiente sectario anticristiano...); en otras
ocasiones el Señor puede permitir enfermedades, un desastre económico,
fracasos, falta de frutos en la tarea apostólica después de muchos esfuerzos,
incomprensiones...
En cualquier caso, debemos entender en lo más íntimo
de nuestra alma que el Señor está muy cerca de nosotros para ayudarnos, con más
gracias, a madurar en las virtudes, y para que el apostolado dé su fruto. En
esas ocasiones, Dios desea purificarnos como al oro en el crisol, de la misma
manera que el fuego lo limpia de su escoria, haciéndolo más auténtico y
preciado.
II. Todos
los días, en el Templo y en las casas, no cesaban de enseñar y de anunciar el
Evangelio de Cristo Jesús8.
En esas circunstancias, cuando el ambiente se vuelve más sectario o se aleja
más de Dios, deberemos sentir como una llamada del Señor a manifestar con
nuestra palabra y con el ejemplo de nuestra vida que Cristo resucitado está
entre nosotros, y que sin Él se desquician el mundo y el hombre. Cuando mayor
sea la oscuridad, mayor es la urgencia de la luz. Deberemos luchar entonces
contra corriente, apoyados en una viva oración personal, fortalecidos por la
presencia de Jesucristo en el sagrario. Nuestra lucha interior por alejarnos de
todo aburguesamiento debe ser más firme. Es uno de los frutos más grandes que
debemos sacar de las contradicciones, sean las que fueren: la necesidad de
estar más pendientes del Señor, de ser más generosos en la oración y en el
espíritu de sacrificio.
La contradicción nos lleva a purificar bien la
intención, realizando las cosas por Dios, sin buscar recompensas humanas.
Si por cobardía, por falta de fortaleza, por no pedir
ayuda al Señor, se cediera ante la dificultad, el alma iría retrocediendo en su
unión con Dios, se llenaría de tristeza y pondría de manifiesto una vida
interior superficial y de poco amor a Dios. El demonio suele aprovechar esas
ocasiones para redoblar sus ataques, y el alma puede entonces acercarse más a
Dios –uniéndose a la Cruz– o separarse de Él, cayendo en un estado de tibieza,
falto de amor y de vibración. Una misma dificultad –una enfermedad, una
calumnia, un ambiente adverso...– tiene distinto efecto según las disposiciones
del alma. No podemos olvidar que el bien sobrenatural que hemos de alcanzar es
un bien arduo, difícil, que exige de nuestra parte una correspondencia
decidida, llena de fortaleza. Fortaleza, que es virtud cardinal, angular, que
aparta los obstáculos, los temores que podrían retraer la voluntad del
seguimiento firme del Señor9.
Él siempre da, en todo momento y en toda circunstancia, las gracias necesarias.
Ante las contradicciones del ambiente debemos estar
serenos y alegres. Es el mismo gozo de los Apóstoles, que estaban llenos de
alegría, porque habían sido dignos de sufrir ultrajes por el nombre de
Jesús10. «No se dice que no sufrieron –señala San Juan Crisóstomo–,
sino que el sufrimiento les causó alegría. Lo podemos ver por la libertad que
acto seguido usaron: inmediatamente después de la flagelación se entregaron a
la predicación con admirable ardor»11.
«Te traen y te llevan... La fama, ¿qué importa?
»En todo caso, no sientas vergüenza ni pena por ti,
sino por ellos: por los que te maltratan»12.
III.
Cuando sentimos el peso de la Cruz, el Señor nos invita a ir a Él. «Venid, no
para rendir cuentas... No temáis al oír hablar de yugo, porque es suave; no
temáis si hablo de carga, porque es ligera»13.
Y entonces, junto a Cristo, se vuelven amables todas las fatigas, todo lo que
puede haber de molesto y difícil en nuestras vidas. El sacrificio, el dolor
junto a Cristo no es áspero ni agobiante, sino gustoso. «Todo lo duro... lo
hace llevadero el amor (...). ¿Qué no hace el amor? Ved cómo trabajan los que
aman: no sienten lo que padecen, aumentan sus esfuerzos según aumentan las
dificultades»14.
La unión con Dios a través de las adversidades, de
cualquier género que sean, es una gracia de Dios que está dispuesto a
concedernos siempre; pero, como todas las gracias, exige el ejercicio de la
propia libertad, nuestra correspondencia, el no desechar los medios que pone a
nuestro alcance, de modo singular el saber abrir el alma en la dirección
espiritual si en alguna ocasión la Cruz nos pareciera más pesada. «No es lo
mismo un viento suave que el huracán. Con el primero, cualquiera resiste: es
juego de niños, parodia de lucha.
»—Pequeñas contradicciones, escasez, apurillos... Los
llevabas gustosamente, y vivías la interior alegría de pensar: ¡ahora sí que
trabajo por Dios, porque tenemos Cruz!...
»Pero, pobre hijo mío: llegó el huracán, y sientes un
bamboleo, un golpear que arrancaría árboles centenarios. Eso..., dentro y
fuera. ¡Confía! No podrá desarraigar tu Fe y tu Amor, ni sacarte de tu
camino..., si tú no te apartas de la “cabeza”, si sientes la unidad»15.
El Señor nos espera en el sagrario para animarnos y
alentarnos siempre... y para decirnos que lo más pesado de la Cruz lo llevó Él,
camino del Calvario. Junto a Él aprendemos a llevar con paz y serenidad aquello
que nos resulta más costoso y difícil: «Aunque todo se hunda y se acabe, aunque
los acontecimientos sucedan al revés de lo previsto, con tremenda adversidad,
nada se gana turbándose. Además, recuerda la oración confiada del profeta: “el
Señor es nuestro Juez, el Señor es nuestro Legislador, el Señor es nuestro Rey,
Él es quien nos ha de salvar”.
»—Rézala devotamente, a diario, para acomodar tu
conducta a los designios de la Providencia, que nos gobierna para nuestro bien»16.
De la persecución que padecieron aquellos primeros
fieles en la fe surgieron nuevas conversiones en lugares inesperados. De las
dificultades y contradicciones que el Señor permitirá en nuestra vida nacerán
incontables frutos de apostolado, nuestro amor se hará fuerte y delicado, y
nuestra alma saldrá más purificada de esas pruebas, si las hemos sabido llevar
con serenidad y cerca de Cristo. Al terminar nuestra oración le decimos al
Señor que queremos buscarle en todas las circunstancias –profesionales, de
edad, salud, ambiente...–, favorables unas y otras adversas, y en medio de las
dificultades interiores o exteriores que tengamos.
«A la hora del desprecio de la Cruz, la Virgen está
allá, cerca de su Hijo, decidida a correr su misma suerte. —Perdamos el miedo a
conducirnos como cristianos responsables, cuando no resulta cómodo en el
ambiente donde nos desenvolvemos: Ella nos ayudará»17.
1 Hech 8,
1-8. —
2 Hech 8,
4. —
3 San
Juan Crisóstomo, Homilías sobre los Hechos de los Apóstoles,
18. —
4 Jn 15,
18. —
5 Cfr. Rom 8,
28. —
6 1
Pdr 4, 12. —
7 Sant 1,
2. —
8 Hech 5,
42. —
9 Cfr. Santo
Tomás, Suma Teológica, 2-2, q. 122, a. 3. —
10 Hech 5,
41. —
11 San
Juan Crisóstomo, Homilías sobre los Hechos de los Apóstoles,
14. —
12 San
Josemaría Escrivá, Surco, n. 241. —
13 San
Juan Crisóstomo, Homilías sobre San Mateo, 37, 2. —
14 San
Agustín, Sermón 96, 1. —
15 San
Josemaría Escrivá, Surco, n. 411. —
16 Ibídem,
n. 844. —
17 Ibidem,
n. 977.
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