Editorial
Revista SIC 827
No hace falta argumentar que en Venezuela no hay democracia. Nuestra tesis es que en tiempos de Chávez hubo totalitarismo ya que, interpretando que todo era negativo, quiso llevarnos a lo que denominaba “la máxima felicidad”, pero en el entendido de que solo él sabía en qué consistía y cuál era el camino y por eso todos debíamos seguirlo no deliberantemente. Fracasó, entre otras cosas porque caracterizó de rentista el socialismo del siglo XXI que quería implantar, sin percatarse de que sin trabajar el país se degradaba a un país de adolescentes, porque el trabajo no es solo medio de vida, sino el modo de desarrollar nuestras cualidades y ser útiles a la sociedad, en definitiva, de humanizarnos.
Ahora el Gobierno no pretende
nada: prescinde del país. Solo hace todo lo posible por mantenerse en el poder.
Es, pues, una vulgar dictadura. Vulgar, porque las dictaduras que tuvimos en el
siglo XX se justificaron, aunque no las justificamos, por la necesidad de poner
orden para que hubiera progreso. Esta solo pretende mantenerse. Por eso no
existe Estado, apenas lo que encargados responsables mantienen en vida. Ahora
bien, como esta dictadura no tiene ninguna justificación porque no ofrece nada
al país, para mantenerse utiliza métodos totalitarios.
La democracia en
directo es inviable
Esta es la situación.
La pregunta es cómo arribaremos a la democracia. Respondemos que no
directamente. Si se les convenciera a los personeros del gobierno de que si
salen del país no irían a la cárcel y podrían disfrutar sus bienes, y ellos lo
aceptaran, y se instaurara una junta provisional que convocara a elecciones, lo
que resultaría de ellas no sería una democracia.
Esto es lo primero que
tendríamos que tener claro. Por dos razones: la primera porque no existe un
mínimo de institucionalidad y un gobierno salido de unas elecciones sería
incapaz de reinstaurarla. Es indispensable un gobierno de concertación nacional
que dure varios años para que reinstitucionalice las Fuerzas Armadas; refunde la
Guardia Nacional –estructuralmente corrompida–; recree los distintos
ministerios con personas idóneas, con solvencia moral y ganadas para la
democracia social; que ponga en marcha la economía, con propiedad privada con
responsabilidad social, y propiedad estatal de empresas básicas, entendiendo
que tanto los funcionarios de los distintos ministerios como estas empresas
tienen que ser lo más independientes posible del gobierno y, sin embargo,
responsables, incluso penalmente, ante los ciudadanos. Esto, insistimos, no se
hace sino en varios años, entendiendo por hacer únicamente ponerlo en marcha
solvente y coherentemente.
La segunda razón que
exige una transición es que entre la ciudadanía casi no existe la cultura de la
democracia, o, al menos, es minoritaria. Esa cultura existió en un grado muy
notable en la década de los 60, pero se fue gastando en el primer gobierno de
Carlos Andrés y mucho más conforme avanzaban las dos últimas décadas del siglo
pasado. Chávez, con su invocación sentida al pueblo pareció que rehabilitaba la
política y el “echarle cabeza” y deliberar. Pero tres factores confluyeron a
que esta tendencia no cuajara: el primero, su mentalidad militar, que nada
tiene que ver con que fuera militar, sino que solo concibió el modo de mandar
no deliberante propio del ejército. El segundo, que se impregnó del comunismo
más dogmático, el que resistió la autocrítica, que, precisamente comenzó en
Venezuela con el libro de Petkoff contra la invasión a Checoslovaquia, que
postulaba el fin de la dictadura del proletariado y la democracia social. El
tercero, mucho más influyente, fue su carácter de líder carismático que
“encantó” a muchísimos y así logró unimismar a sus partidarios en torno a sí.
Ellos decían entusiasmados: “yo soy Chávez”, “todos somos Chávez”, sin
percatarse que eso implica la alienación y la sustracción de la condición de
sujeto del pueblo. Para unos el desencanto sobrevino cuando Chávez llevó a la
práctica lo que le había sido negado al perder el plebiscito para la reforma de
la Constitución. Para otros, cuando murió. Pero además de esto Chávez
popularizó la corrupción a cambio del apoyo a su persona. Esa fue la verdad más
dura del “dando y dando” que proponía al pueblo. Quizás sean más de cuatro
millones los que requieran rehabilitación y eso no se hace por decreto, ni sin
un proceso prolongado y exigente. Y si no los ayudamos a rehabilitarse todo
será opaco.
Por su parte, los
partidos tradicionales acabaron el siglo gastados y no se han recuperado. Los
dos nuevos (Primero Justicia y Voluntad Popular) no practican la deliberación
interna ni la proponen a la sociedad. Su relación con ella es, como ha sido
habitual, la propaganda y la captación de cuadros.
El proceso a la
democracia
Es, pues,
imprescindible una práctica asidua de la cultura de la democracia en todos los
ámbitos de la vida, empezando por los más elementales y decisivos hasta
desembocar en la política. Si pretendemos obviar este proceso, nunca tendremos
democracia, ni siquiera se observarán las formalidades democráticas.
El primer paso,
ineludible es uno mismo: tenemos que acostumbrarnos a decidirnos, no impulsiva
ni conductualmente, sino analizando concienzudamente los términos de lo que
está en juego y sopesarlos para decidirnos por lo que humaniza más. Esta misma
actitud tenemos que practicar en la familia y en nuestros círculos más íntimos.
No podemos pretender imponer nuestras opiniones solo porque son nuestras.
Tenemos que sopesarlas, tenemos que escuchar las de los demás descentrándonos.
Tenemos que dialogar tratando de entender mejor y componer todo lo componible.
Tenemos que aprender a disentir sin acrimonia: por amor a la verdad y como
señal de respeto de la madurez del amigo con el que discordamos. Tenemos que
ejecutar asiduamente aquello a lo que nos comprometimos. Tenemos que evaluar
conjuntamente el resultado de lo que decidimos respecto de las metas y no de
nuestras posiciones previas.
Este mismo proceder
tenemos que observar en grupos, organizaciones e instituciones a las que
pertenezcamos. Ninguna pertenencia puede ser pasiva ni meramente conductual. En
ninguna asociación tenemos que ser meros receptores sino siempre sujetos
activos, participativos y responsables. También en el trabajo. Tenemos que
vivir en redes lo más horizontales, abiertas y participativas posibles. No
tenemos que enrolarnos en nada que no busque el bien común, que es el bien de
todos y de nadie en particular.
Ninguna de esas redes
debe ser corporativa, es decir con una organización vertical y que busque sus
fines absolutamente, aun a costa de los demás. En este sentido tenemos que
rechazar a las corporaciones globalizadas que lo mediatizan todo para sus
ganancias e influjo e impiden que haya democracia, tanto en nuestros países
como en el suyo.
Desde esta práctica
coherente y consecuente de la cultura democrática, una práctica vivida con
asiduidad, experimentando su carácter humanizador, tenemos que luchar porque
también la política lo sea. Tanto los partidos políticos, como el gobierno,
como el Estado. Tenemos que exigir que exista la opinión pública, que la marque
el público y no los mass media, ni el Estado, ni ningún grupo hegemónico.
Y para eso tenemos que practicarla en todos los ámbitos en los que nos movemos.
Tenemos que exigir que en los partidos y en el gobierno sea la deliberación lo
que marque el tono y no decisiones impuestas desde arriba y coreadas por todos
los medios, que silencian lo demás.
Como un modo de ejercer
esta cultura de la democracia concluimos confirmando lo que dicen los obispos
respecto de las elecciones previstas para fin de año: “A pesar de las
irregularidades, la participación masiva del pueblo es necesaria y podrá vencer
los intentos totalitarios y el ventajismo de parte del gobierno”.
09-09-20
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