Luis Manuel Esculpi 08 de septiembre de 2020
@lmesculpi
Nuestro
amigo Julio Castillo recientemente ha escrito unas crónicas tituladas: Apuntes
de Otoño, donde a partir de anécdotas vividas en tiempos ya remotos, analiza
distintas facetas de la realidad actual. En esta oportunidad voy a emplear el
mismo método de Julio, posiblemente sin el acierto y la destreza el ex-Alcalde
de Naguanagua.
Recién
había cumplido los veinte años y ocho de militancia en la Juventud Comunista
“La Gloriosa”, así la llamábamos, cuando comenzábamos a cuestionar
colectivamente una serie de mitos y leyenda que nos había acompañado durante
toda nuestra adolescencia hasta casi alcanzar la mayoría de edad. Ya habíamos
experimentado una dura prueba: el reconocimiento del grave error que significó
la lucha armada, la severa autocrítica que nos condujo al denominado
“repliegue”, la confrontación con antiguos compañeros que permanecieron por un
tiempo alzados en armas y el enfrentamiento con la política adelantada por
Fidel Castro desde La Habana. Soportando los epítetos y descalificativos desde
revisionista, que era un agravio para los marxistas de otro tiempo, hasta
traidores proferida entre otros por la figura legendaria que gobernaba en Cuba.
Ya
se había iniciado el debate entre “renovadores” y “ortodoxos” en el seno del
PCV, habíamos flexibilizado nuestro comportamiento político y reivindicado
nuestro derecho a “pensar con cabeza propia”, rechazando el comportamiento
refractario frente a la crítica y las solidaridad automáticas.
Nuestra
actuación era prácticamente semi-legal, estábamos a uno pocos meses de la
legalización que formalizaría el Presidente electo Rafael Caldera. Aún dentro
de nuestra heterodoxia, teníamos que guardar algunas formalidades porque aún
pertenecíamos a esa religión cuyo equivalente al Vaticano era Moscú.
Una
tarde, ya casi anocheciendo me llama a conversar Antonio José Urbina, el
siempre bien recordado “Caraquita”, para la época Secretario General de la JC,
nos encontramos en la casa nacional ubicada en Los Rosales; después de
saludarnos nos informa que llegará al país un delegado del Konsomol soviético
que quiere reunirse con distintos organismos de la juventud, por supuesto entre
ellos el Comité Regional Estudiantil que yo dirigía, por ser uno de los más
importantes del área metropolitana.
A
los pocos días realizamos la reunión con el enviado del PCUS, un personaje que
dijo llamarse Ilich, tenía el aspecto con el que caracterizaban en las
películas a los espías de la KGB, un hombre que aparentaba unos treinta y cinco
años, rubio, muy fornido y quien con la mirada pretendía escrutar nuestras
repuestas a sus interrogantes: indagó sobre el origen social de cada uno de los
integrantes del regional, en apariencia toda la conversación se desarrollaba
cordialmente, hasta que llegamos a discutir sobre la invasión a Checoslovaquia,
donde en forma unánime rechazamos la intervención soviética para disgusto del
representante del Konsomol, quien al culminar la reunión no pudo disimular su
evidente disgusto.
Otra
anécdota que me ha venido a la memoria en estos días, tiene como principal
protagonista a Teodoro, aún no se había anunciado la conformación del “nuevo
movimiento”, pero ya la ruptura con el viejo partido era un hecho: Llega el
catire muy entusiasmado a la misma sede de Los Rosales, reúne a los que allí
nos encontrábamos y lee un decálogo que había redactado para definir la
conducta frente el antiguo partido y a los camaradas que permanecieron en el
PCV.
Antes
de proceder a la lectura hace una pequeña introducción: “Recordemos que a pesar
de la las profunda diferencias existentes, allí se quedan unos viejos camaradas
que siempre han merecido nuestra consideración y respeto; entre ellos Gustavo
Machado, Héctor Mujica, con todo y su defensa a ultranza de la URSS el propio
Jesús Faría”.
Entre
los textos del “decálogo” recuerdo tres: No pelear por las propiedades del
partido, incluso por aquellos donde poseemos la mayoría accionaria. (Ese era el
caso del edificio Cantaclaro). No revelar secretos de la lucha común emprendida
en el pasado. Por último y quizás el más importante, no incurrir en ningún tipo
de descalificación o agresión contra quienes hasta hace muy poco fuimos protagonistas
de una historia común.
Sin
pretender establecer comparación alguna, en estos tiempos difíciles, he
rememorado estas anécdotas a partir de tres lúcidos señalamientos, en mi
opinión, hechos por un verdadero doliente, como Roberto Marrero, en una entrevista
a la salida de la prisión: “Ni acompaño, ni satanizo”. Refiriéndose a la
intención de algunos opositores de participar en las parlamentarias. “La
política buena no es la que se sueña, ni la que se cree, es la que ocurre. Yo
todavía creo en la política de Juan Guaidó, pero no me niego a otras formas de
hacer política”. Ojalá estos conceptos lleguen a los oídos de quienes, como
siempre suele suceder en los debates políticos, pretenden ser “más papistas que
el papa”.
Luis
Manuel Esculpi
@lmesculpi
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