Francisco Fernández-Carvajal 12 de septiembre
de 2020
@hablarcondios
— Perdonar siempre con
prontitud y de corazón,
— Si aprendemos a
querer a todos y a disculpar, ni siquiera tendremos que perdonar, porque no nos
sentiremos ofendidos.
— El Sacramento del
perdón nos mueve a ser misericordiosos con los demás.
I. Dios concede su
perdón a quien perdona. La indulgencia que empleemos con los demás es la que
tendrán con nosotros. Esta es la medida. Y este, el sentido de los textos de la
Misa de hoy. La Primera lectura1 nos
dice: Del vengativo se vengará el Señor y llevará estrecha cuenta de
sus culpas. Perdona la ofensa a tu prójimo, y se te perdonarán los pecados
cuando lo pidas. ¿Cómo puede un hombre guardar rencor y pedir la salud al
Señor?
El Señor perfecciona esta ley extendiéndola a todo
hombre y a cualquier ofensa, porque con su Muerte en la Cruz nos ha hecho a
todos los hombres hermanos y ha saldado el pecado de todos. Por eso, cuando
Pedro –convencido de que proponía algo desproporcionado– le pregunta a Jesús si
debe perdonar hasta siete veces a su hermano que le ofende, el Señor le
responde: No te digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete2,
es decir, siempre. La caridad de Cristo no es setenta veces superior al
comportamiento más esmerado de los mejores cumplidores de la Ley, sino que es
de otra naturaleza, infinitamente más alta. Es otro su origen y su fin. Nos
enseña Jesús que el mal, los resentimientos, el rencor, el deseo de venganza,
han de ser vencidos por esa caridad ilimitada que se manifiesta en el perdón
incansable de las ofensas. Él nos alentó a pedir en el Padrenuestro de
esta manera: Perdona nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos
a los que nos ofenden. Por eso, como recuerda hoy la Liturgia de
las Horas3, cuando rezamos el Padrenuestro hemos de estar unidos
entre nosotros y con Jesucristo, y dispuestos a perdonarnos siempre unos a
otros. Solo así atraeremos sobre nosotros la misericordia infinita de Dios.
Para perdonar de corazón, con total olvido de la
injuria recibida, hace falta en ocasiones una gran fe que alimente la caridad.
Por eso las almas que han estado muy cerca de Cristo ni siquiera han tenido
necesidad de perdonar porque, por grandes que hayan sido las injurias, las
calumnias..., no se sintieron personalmente ofendidas, pues sabían que el único
mal es el mal moral, el pecado; los demás agravios no llegaban a herirles.
Examinemos hoy si guardamos en el corazón algún
agravio, algo de rencor por una injuria real o imaginada. Pensemos si nuestro
perdón es rápido, sincero, de corazón, y si pedimos al Señor por aquellas
personas que, quizá sin darse cuenta, nos hicieron algún daño o nos ofendieron.
«Cincuenta mil enojos que te hagan, tantos has de perdonar (...). Más adelante
ha de ir tu paciencia que su malicia; antes se ha de cansar el otro de hacerte
mal que tú de sufrirlo»4.
II. A veces son
cosas pequeñas las que nos pueden herir: un favor que no nos agradecen, una
recompensa que esperábamos y nos es negada, una palabra que nos llega en un
momento malo o de cansancio... Otras, pueden ser más graves: calumnias sobre lo
que más queremos en este mundo, interpretaciones torcidas de aquello que hemos
procurado hacer con rectitud de intención... Sea lo que fuere, para perdonar
con rapidez, sin que nada quede en el alma, necesitamos desprendimiento y un
corazón grande orientado hacia Dios. Esa grandeza de alma nos llevará a pedir
por las personas que, de una forma u otra, nos ocasionaron algún perjuicio.
«¿No suelen ser amados más tiernamente los enfermos que los sanos?», se
pregunta un clásico castellano. Y a continuación aconseja: «Sé médico de tus
enemigos y los bienes que les hagas serán brasas que pongas sobre sus cabezas y
les enciendan en el amor (Col 3, 13). Piensa en los medios de
perfección que te suministra el que te persigue... Más aprovechó Herodes a los
niños (Mt 2, 16) con su odio que el amor de sus propios padres,
pues los hizo mártires»5.
La actitud del perdón cristiano y, cuando sea necesario, la defensa justa y
serena de los propios derechos o los de aquellos que nos están encomendados,
servirán para acercar a Dios a quienes hayan podido cometer injusticias. Así lo
hicieron los primeros cristianos cuando hubieron de soportar calumnias y
persecuciones. «Permitidles –aconsejaba San Ignacio de Antioquía a los primeros
fieles, mientras él se encaminaba al martirio– que, al menos por vuestras
obras, reciban instrucción de vosotros. A sus arrebatos de ira responded con
vuestra mansedumbre. Oponed a sus blasfemias vuestras oraciones; a su extravío,
vuestra firmeza en la fe; a su fiereza, vuestra dulzura, y no pongáis empeño
alguno en comportaros como ellos. Mostrémonos hermanos suyos por nuestra
amabilidad; en cuanto a imitar, solo hemos de esforzarnos en imitar al Señor»6.
Él está dispuesto a perdonarlo todo de todos. San Pablo, siguiendo al Maestro,
exhortaba así a los cristianos de Tesalónica: Estad atentos para que
nadie devuelva mal por mal, al contrario, procurad siempre el bien Mutuo7.
Y a los de Colosas les apremiaba: Sobrellevaos mutuamente y perdonaos
cuando alguno tenga queja contra otro; como el Señor os ha perdonado, hacedlo
también vosotros8.
Si aprendemos a disculpar ni siquiera tendremos que perdonar, porque no nos
sentiremos ofendidos. Mal viviríamos nuestro camino de discípulos de Cristo si
al menor roce –en el hogar, en la oficina, en el tráfico...– se enfriase
nuestra caridad y nos sintiéramos ofendidos y separados. A veces –en materias
más graves, donde se hace más difícil la disculpa– haremos nuestra la oración
de Jesús: Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen9.
Otras veces bastará con sonreír, devolver el saludo, tener un detalle amable
para restablecer la amistad o la paz perdida. Las pequeñeces diarias no pueden
ser motivo para que –casi siempre por soberbia, por susceptibilidad– perdamos
la alegría, que debe ser algo habitual y profundo en nuestra vida.
III. El
Señor, después de responder a Pedro sobre la capacidad ilimitada de perdón que
hemos de tener, expuso la parábola de los dos deudores para enseñarnos el
fundamento de esta manifestación de la caridad. Debemos perdonar siempre y
todo, porque es mucho –sin medida– lo que Dios nos perdona, ante lo cual lo que
debemos tolerar a los demás apenas tiene importancia: cien denarios (un talento
equivalía a unos seis mil denarios). De ahí que solo sepan perdonar las almas
humildes, conscientes de lo mucho que se les ha remitido. «Del mismo modo que
el Señor está siempre dispuesto a perdonarnos, también nosotros debemos estar
prontamente dispuestos a perdonarnos mutuamente. Y ¡qué grande es la necesidad
de perdón y reconciliación en nuestro mundo de hoy, en nuestras comunidades y
familias, en nuestro mismo corazón! Por esto el sacramento específico de la
Iglesia para perdonar, el sacramento de la penitencia, es un don sumamente
preciado.
»En el sacramento de la penitencia, el Señor nos
concede su perdón de modo muy personal. Por medio del ministerio del sacerdote,
vamos a nuestro Salvador con el peso de nuestros pecados. Manifestamos nuestro
dolor y pedimos perdón al Señor. Entonces, a través del sacerdote, oímos a
Cristo que nos dice: Tus pecados quedan perdonados (Mc 2,
5): Anda y en adelante no peques más (Jn 8, 11).
¿No podemos oír también que nos dice al llenarnos de su gracia salvífica:
“Derrama sobre los otros setenta veces siete este mismo perdón y
misericordia”?»10.
¡Qué gran escuela de amor y de generosidad es la Confesión! ¡Cómo agranda el
corazón para comprender los defectos y errores de los demás! Del confesonario
debemos salir con capacidad de querer, con más capacidad de perdonar11.
La tarea de la Iglesia y de cada cristiano en todos los tiempos, aunque ahora
en nuestros días parece más urgente, es «profesar y proclamar la misericordia
en toda su verdad»12,
derramar sobre todos los que cada día encontramos en los diversos caminos la
misericordia ilimitada que hemos recibido de Cristo.
Pidamos a Nuestra Señora un corazón grande, como el
suyo, para no detenernos demasiado en aquello que nos puede herir, y para
aumentar nuestro espíritu de desagravio y de reparación por las ofensas al
Corazón misericordioso de Jesús.
1 Eclo 27,
33; 28, 1-9. —
2 Cfr.
Evangelio de la Misa. Mt 18, 21-35. —
3 Liturgia
de las Horas, Preces de las II Vísperas. —
4 San
Juan de Ávila, Sermón 25, para el Domingo XXV después de
Pentecostés, en Obras Completas, BAC, Madrid 1970, vol. II, p.
352. —
5 F.
de Osuna, Ley del amor santo, 40-43, en Místicos
franciscanos, BAC, vol. I, pp. 580-610. —
6 San
Ignacio de Antioquía, Carta a los Efesios, X, 1-3. —
7 1
Tes 5, 15. —
8 Col 3,
13. —
9 Lc 23,
34. —
10 Juan
Pablo II, Ángelus 16-IX-1984. —
11 Cfr. F.
Sopeña, La Confesión, Rialp, Madrid 1957, p. 132. —
12 Juan
Pablo II. Enc. Dives in misericordia, 30-XI-1980, 13.
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