Francisco Fernández-Carvajal 06 de septiembre
de 2020
@hablarcondios
— El Señor no pide
cosas imposibles: nos da la gracia para ser santos.
— Luchar en lo pequeño,
en aquello que está a nuestro alcance, en lo que nos aconsejan en la dirección
espiritual.
— Docilidad a lo que
cada día nos pide el Señor.
I. Entró Jesús un
sábado en la sinagoga, donde había un hombre que tenía una mano seca.
San Lucas precisa que era la derecha1.
Y le observaban los escribas y los fariseos para ver si curaba en sábado. La
interpretación farisea de la Ley solo permitía aplicar remedios médicos en este
día dedicado al Señor si había peligro inminente de muerte; y este no era el
caso de aquel hombre, que ha acudido a la sinagoga con la esperanza puesta en
Jesús.
El Señor, que conocía bien los pensamientos y las
intrigas de aquellos que amaban más la letra de la Ley que
al Señor de la Ley, le dijo al hombre de la mano enferma: Levántate
y ponte en medio. Y levantándose se puso en medio. Y Jesús, mirando a su
alrededor, fijando su vista en todos ellos, dijo al hombre: Extiende tu
mano. Y este hombre, a pesar de sus experiencias anteriores, se esforzó en
lo que decía el Señor, y su mano quedó curada. Aquel enfermo sanó
ante todo gracias a la fuerza divina de las palabras de Cristo, pero también
por su docilidad en llevar a cabo el esfuerzo que se le pedía. Así son los
milagros de la gracia: ante defectos que nos parecen insuperables, frente a
metas apostólicas que se ven excesivamente altas o difíciles, el Señor pide
esta misma actitud: confianza en Él, manifestada en el recurso a los medios
sobrenaturales, y en poner por obra aquello que está a nuestro alcance y que el
Maestro nos insinúa en la intimidad de la oración o a través de la dirección
espiritual.
Algunos Padres de la Iglesia han visto en estas
palabras del Señor, «extiende tu mano», la necesidad de ejercitar
las virtudes. «Extiéndela muchas veces –comenta San Ambrosio–, favoreciendo a
tu prójimo; defiende de cualquier injuria a quien veas sufrir bajo el peso de
la calumnia, extiende también tu mano al pobre que te pide; extiéndela al
Señor, pidiéndole el perdón de tus pecados: así es como se debe extender la
mano, y así es como se cura»2,
realizando pequeños actos de aquellas virtudes que deseamos adquirir, dando
pequeños pasos hacia las metas a las que queremos llegar. Si nos empeñamos, la
gracia realiza maravillas con estos esfuerzos que parecen poca cosa. Si aquel
hombre, fiado más de su experiencia de otras veces que de las palabras del
Señor, no hubiera puesto en práctica lo poco que se le pedía, quizá hubiera
seguido el resto de su vida con una mano inútil. Las virtudes se forjan día a
día, la santidad se labra siendo fieles en lo menudo, en lo corriente, en
acciones que podrían parecer irrelevantes, si no estuvieran vivificadas por la
gracia.
«Cada día un poco más –igual que al tallar una piedra
o una madera–, hay que ir limando asperezas, quitando defectos de nuestra vida
personal, con espíritu de penitencia, con pequeñas mortificaciones (...).
Luego, Jesucristo va poniendo lo que falta»3.
Él es el que realmente realiza la obra de la santidad y el que mueve las almas,
pero quiere contar con nuestra colaboración, obedeciendo en aquello que nos
indica, aunque parezca insignificante, como extender la mano. Esto nos lleva a
una lucha ascética alegre y a no desanimarnos jamás. En lo pequeño está nuestro
poder.
II. Extiende
tu mano..., esfuérzate en esa trama de cosas menudas que componen un día.
Muchas metas se quedan sin alcanzar porque no estamos firmemente convencidos de
la ayuda de la gracia divina, que hace sobrenaturalmente eficaces los pequeños
esfuerzos.
La tibieza paraliza el ejercicio de las virtudes,
mientras que estas con el amor cobran alas. El amor ha sido el gran motor de la
vida de los santos. La tibieza hace que parezcan irrealizables los más pequeños
esfuerzos (una carta que hemos de escribir, una llamada, una visita, una
conversación, la puntualidad en el plan de vida diario...); forma una montaña
de un grano de arena, La persona tibia piensa que, aunque el Señor le pide que
extienda su mano, ella no puede. Y, como consecuencia, no la
extiende... y no se cura. Por el contrario, el amor hace que los pequeños actos
de virtud que realizamos desde la mañana hasta la noche tengan una eficacia
sobrenatural enorme: forjan las virtudes, liman los defectos y encienden en
deseos de santidad. Como una gota de agua ablanda poco a poco la piedra y la
perfora, como las gotas de agua fecundan la tierra sedienta, así las buenas
obras repetidas crean el buen hábito, la virtud sólida, y la conservan y
aumentan4. La caridad se afianza en actos que parecen de poco relieve:
poner buena cara, sonreír, crear un clima amable a nuestro alrededor aunque
estemos cansados, evitar esa palabra que puede molestar, no impacientarnos en
medio del tráfico de la gran ciudad, ayudar a un compañero que aquel día va un
poco más retrasado en su trabajo, prestar unos apuntes a quien estuvo
enfermo...
Los defectos arraigados (pereza, egoísmo, envidia...)
se vencen, tratando de vivir la escena evangélica y recordando el mandato de
Cristo: Extiende tu mano. Se mejora si, con la ayuda del Señor, se
lucha en lo poco: en levantarse a la hora prevista y no más tarde; en el
cuidado del orden en la ropa, en los libros; si se busca servir, sin que apenas
se note, a quienes conviven con nosotros; si procuramos pensar menos en la
propia salud, en las preocupaciones personales; si sabernos elegir bien un
programa de televisión o apagarla si resulta inconveniente... Él continuamente
nos dice: extiende tu mano, haz esos pequeños esfuerzos que te
sugiere el Espíritu Santo en tu alma y los que te aconsejan en la dirección
espiritual para superar esa incapacidad, a pesar de haber fracasado en otras
ocasiones.
Porque contamos con la gracia del Señor, la santidad
depende en buena parte de nosotros, de nuestro empeño dócil y continuado. Se
cuenta de Santo Tomás de Aquino, que tenía fama de ser hombre de pocas
palabras. Un día le preguntó su hermana qué hacía falta para ser santos. Y casi
sin detenerse, según iba andando, contestó el Santo: QUERER.
Nosotros pedimos al Señor que de verdad queramos ir cada día a Él, obedeciendo
en las metas que nos han indicado en la dirección espiritual.
III.
Aquel hombre de la mano paralizada fue dócil a las palabras de Jesús: se puso
en medio de todos, como le había pedido el Señor, y luego atendió a sus
palabras cuando le dijo que extendiera aquella mano enferma. La dirección
espiritual personal se engarza con la íntima acción del Espíritu Santo en el
alma, que sugiere de continuo esos pequeños vencimientos que nos ayudan
eficazmente a disponernos para nuevas gracias. Cuando un cristiano pone de su
parte todo lo posible para que las virtudes se desarrollen en su alma –quitando
los obstáculos, alejándose de las ocasiones de pecar, luchando decididamente en
el comienzo de la tentación–, Dios se vuelca con nuevas ayudas para fortalecer
esas virtudes incipientes y regala los dones del Espíritu Santo, que perfeccionan
esos hábitos formados por la gracia.
El Señor nos quiere con deseos eficaces, concretos, de
ser santos; en la vida interior no bastan las ideas generales. «¿Has visto cómo
levantaron aquel edificio de grandeza imponente? —Un ladrillo, y otro. Miles.
Pero, uno a uno. —Y sacos de cemento, uno a uno. Y sillares, que suponen poco,
ante la mole del conjunto. —Y trozos de hierro. —Y obreros que trabajan, día a
día, las mismas horas...
»¿Viste cómo alzaron aquel edificio de grandeza
imponente?... —¡A fuerza de cosas pequeñas!»5.
Es frecuente que al hablar de santidad se hagan notar
algunos aspectos llamativos: las grandes pruebas, las circunstancias
extraordinarias, el martirio; como si la vida cristiana vivida con todas sus
consecuencias consistiera forzosamente en esos hechos y fuera empresa de unos
pocos, de gente excepcional; y como si el Señor se conformara, en la mayoría de
las gentes, con una vida cristiana de segunda categoría. Por el contrario,
hemos de meditar hondamente que el Señor nos llama a todos a la santidad: a la
madre de familia atareada porque apenas tiene tiempo para sacar adelante la
casa, al empresario, al estudiante, a la dependienta de unos grandes almacenes
y a la que está al frente de un puesto de verduras. El Espíritu Santo nos dice
a todos: esta es la voluntad de Dios, vuestra santificación6.
Y se trata de una voluntad eficaz, porque Dios cuenta con todas las
circunstancias por las que va a pasar la vida y da las gracias necesarias para
actuar santamente.
Para crecer en las virtudes, hemos de prestar atención
a lo que nos dice el Señor, muchas veces por intermediarios, y llevarlo a la
práctica. «Ejemplo sublime de esta docilidad es para todos nosotros la Virgen
Santísima, María de Nazaret, que pronunció el “fiat” de su disponibilidad total
a los designios de Dios, de modo que el Espíritu pudo comenzar en Ella la
realización concreta del plan de salvación»7.
A nuestra Madre Santa María le pedimos hoy que nos ayude a ser cada vez más
dóciles al Espíritu Santo, a crecer en las virtudes, luchando en las pequeñas
metas de este día.
1 Lc 6,
6-11. —
2 San
Ambrosio, Comentario al Evangelio de San Lucas, in loc.
—
3 San
Josemaría Escrivá, Forja, n. 403. —
4 Cfr. R.
Garrigou-Lagrange, Las tres edades de la vida interior,
vol. I, p. 532. —
5 San
Josemaría Escrivá, Camino, n. 823. —
6 1
Tes 4, 3. —
7 Juan
Pablo II, Alocución 30-V-1981.
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