Gloria M. Bastidas 06 de septiembre de 2020
@gloriabastidas
Las
dos décadas de manifestaciones a las que La Gran Aldea ha dedicado un dossier
en ocasión de su primer aniversario nos obliga a hacernos una pregunta: ¿Por
qué el pueblo venezolano se ha arrojado a las calles como nunca antes?, ¿por
qué ha insistido con tanto ímpetu en defender la libertad? La democracia ha
sido una conquista histórica. El régimen no ha podido hackear nuestros
cerebros. Tiene el poder, pero no la dominación. Frente a las embestidas del
despotismo, el sistema inmune de los demócratas se activa. Y despliega su
ejército de linfocitos.
Son veinte años de protestas. Según el tango que cantaba Gardel, eso
no es nada. Pero para quienes han sufrido la devastación de un país el lapso
suena a eternidad. Un gobierno perpetuo. Como aquella planta que Jorge
Luis Borges y Margarita Guerrero incluyen en su Manual
de zoología fantástica porque tiene características humanas: La
mandrágora. La arrancas y el grito que lanza te puede enloquecer. La arrancas y
te expones a terribles calamidades. Entonces le temes. El régimen ha sido una
mandrágora. Ha sabido sobreponerse a los machetazos de sus oponentes. Y
rebrota. Resucita. Muta. Hace como el Ave Fénix. Claro, ha contado
con un amplio repertorio para su defensa. Eso le ha facilitado el juego. Desde
el ingreso petrolero, ahora exiguo, hasta la tortura.
Desde el verbo seductor de Hugo Chávez hasta los colectivos que aprietan el
gatillo sin piedad. Es verdad: Todavía está allí. Parece inmortal.
Su longevidad nos llena de asombro.
Esa es una cara de la moneda. Pero está la otra que
también hay que ponderar. ¿Por qué razón este pueblo se le sigue plantando a
unos déspotas que son capaces de triturarlo en pleno asfalto?, ¿por qué motivo
hemos alcanzado ese récord Guinness de 110.000
protestas en dos décadas? Esa cifra no habla de un país dopado. De un
pueblo anestesiado. Esa cifra también debe llenarnos de asombro. El
pueblo se le sigue plantando a los déspotas porque está dotado de anticuerpos
que le permiten identificar el virus de la autocracia.
O de la tiranía. Y echa a andar su sistema inmune
republicano. Contraataca. Bien lo decía Max Weber: Una cosa es
tener el poder y otra muy diferente tener la dominación.
¿Qué significa para el teórico alemán tener el poder?
Significa que una voluntad se imponga sobre otra pese a que haya resistencia.
Retrato del chavismo. La mayoría lo desprecia. Miles de manifestaciones.
Sigue ahí, como la mandrágora. Maneja todas las instituciones, incluidas las
estratégicas Fuerzas Armadas. Todo está controlado bajo su puño de
hierro. Ahora, la dominación, según Weber, es otra cosa. Esa se
conquista cuando los subordinados obedecen un mandato porque creen en él. Lo
consideran legítimo y se comportan como si la orden que se les da fuese una
máxima. Nada más alejado de la realidad venezolana. Y precisamente
porque el Gobierno carece de la gracia de la dominación es por lo que está tan
desesperado por darle un barniz democrático al tablero
político. Nadie, salvo sus adeptos, que los tiene, aunque no en la magnitud
en que los tuvo al principio, cree en él. Ni dentro del país, ni fuera.
II
Aquellas marchas de clase media que tuvieron lugar en
el año 2000, constituyeron apenas el embrión de lo que más tarde constituiría
una prueba irrefutable de la no dominación. Veamos, simplemente, las imágenes
que ilustran el Especial
realizado por La Gran Aldea sobre estas dos décadas de grandes
movilizaciones populares. El chavismo no ha podido hackear los cerebros de la
masa. En el futuro quizá la inteligencia artificial permita que con la
instalación de un chip en nuestros cráneos se manipulen las preferencias
ideológicas. Se obedezca ciegamente. Pero, hasta ahora, lo que ha privado
en Venezuela durante los años de chavismo son ciclos de conflictos.
La calle ha sido una consigna intermitente. La calle ha sido la gran noticia.
Un notición que ha circulado por el mundo entero. ¿Y por qué? Porque nuestro
sistema inmune está dotado de una memoria democrática que hace
que los anticuerpos se activen cuando perciben las emboscadas de los déspotas.
Esta actitud no es tanto obra de la biología como de
la larguísima gesta que se ha librado durante más de 200 años para conquistar
la libertad. No ha sido algo súbito. Ha sido progresivo. Son
múltiples episodios. La ruptura con la corona
española, un hecho que está ahí, titilando en nuestro inconsciente.
La eliminación de la esclavitud. La supresión de la pena de muerte.
La educación gratuita. El derecho a la propiedad.
La libertad de asociación. La libertad de cultos.
La inviolabilidad del hogar. El derecho a la libertad de
expresión. El derecho al voto masivo. Buena parte de
estas conquistas figuraron en el Decreto de Garantías que
dictó Juan Crisóstomo Falcón en 1863. El edicto no se cumplió.
Pero su contenido es una expresión de las demandas que se incubaban en el seno
de la sociedad. Su peso es simbólico. Las sociedades dan pasos
adelante y pasos atrás. Leamos el decreto de Falcón y cotejémoslo con todo lo
que el chavismo ha pretendido arrebatarnos. Citemos un caso: Franklin
Brito y el derecho a la propiedad privada. Otro: RCTV y
el derecho a la libertad de expresión. Otro más: El capitán Rafael
Acosta Arévalo y la pena de muerte. Y así hasta el infinito.
III
La conquista del voto merece un
capítulo aparte. El peso que tuvo la jornada electoral de 1946 para escoger a
los diputados que formarían parte de la Asamblea Constituyente encargada de
redactar la Constitución de 1947 fue enorme. Hasta entonces,
en el país nunca había votado más del 5% de la población. El salto fue
cuántico: Esa vez votó el 92%.
Veámoslo en perspectiva: En 1811 el voto estaba
reservado para aquellos que demostraran poseer bienes de fortuna. Montémonos en
la máquina del tiempo y vayamos a 1946: Votan todos los venezolanos mayores de
18 años (antes debían tener 21); votan las mujeres (que estaban excluidas, a
menos que fuese para escoger concejos municipales, y si sabían leer y
escribir); y votan los analfabetos (que también estaban excluidos). Pasamos de
un voto elitista a un voto multitudinario. No es un logro menor. Y
después vino la elección directa, universal y secreta del presidente de la
República, que resultó ser Rómulo Gallegos. La bota militar nos
despojó de esta conquista. Pero ya el gusanito del voto limpio había
quedado almacenado en nuestro hipocampo. El arrebato de Marcos Pérez
Jiménez en las elecciones de 1952 y la chapuza del plebiscito de 1957
no hicieron sino demostrarle al pueblo que hay comicios transparentes y hay
comicios trucados. Con todas sus fallas, resulta incuestionable que el período
que se abre a partir del 23 de enero de 1958 y se cierra en 1998 terminó
de inocularnos
el hábito del voto libre.
No se trata, como decía, de un fenómeno súbito. El
derecho a la disidencia se ha ido cocinando a fuego lento. Ni siquiera el
pánico que infundía la policía política de Pérez Jiménez, la Seguridad
Nacional, logró el apaciguamiento absoluto. Es verdad que no se veía una
multitud en las calles como ahora. Pero en la trastienda actuaba la resistencia.
Basta con darle una hojeada al libro del editor José Agustín Catalá: Los
archivos del terror. 1948-1958. La década trágica. Es como una
especie de diccionario. Contiene 436 páginas dedicadas a hacer pequeñas
semblanzas de los presos, torturados, exiliados y
los muertos que acumuló el régimen. Algunas con fotos. Otras
sin ellas. Todas muy sobrias.
Desde luego que figuran los líderes: Leonardo
Ruiz Pineda, Alberto Carnevali, Rómulo Betancourt, Jóvito
Villalba, Gustavo Machado y tantos otros. Pero lo
interesante es que Los archivos del terror también recoge la
gesta de montones de seres anónimos que lo arriesgaron todo por la libertad. Marco
Tulio Bruni Celli, en un minucioso perfil que escribe sobre José
Agustín Catalá, publicado bajo el título Contra las dictaduras, por
la república civil, señala que el editor tuvo acceso a 136.000 expedientes
que estaban archivados en la Seguridad Nacional. Hay que verle la
cara a lo que eso significa en un país que no tendría más de siete millones de
habitantes y en el que no se contaba con las organizaciones de derechos
humanos que existen hoy en día. Bruni Celli cuenta
que El Libro negro, otra obra de José
Agustín Catalá fechada en 1952 y que compendiaba los desmanes
cometidos por la dictadura hasta entonces, se leía a escondidas. De un tiraje
de 1.000 ejemplares sobrevivieron cerca de cien. Y porque fueron escondidos en
una casa de Prado de María. El solo hecho de atreverse a leer un texto
proscrito ya era un acto de rebelión.
¿Cómo no van a protestar los venezolanos si les
quieren arrebatar una conquista histórica?, ¿cómo no se van a arrojar a las
calles si sus anticuerpos captan la embestida de un proyecto de dominación que
quiere imponerse a rajatabla y que los somete a la pobreza y a la mendicidad?,
¿cómo no se van a quejar los venezolanos si es que esta democracia tuvo la
cortesía de permitirle a un militar felón llegar al poder por la vía electoral
en vez de dejarlo que hibernara en la cárcel de Yare y ahora
sus herederos pretenden quedarse con el trono para siempre a fuerza de votos
postizos? La democracia es un modelo político. Y también un arquetipo que late
en el tejido cultural. Ese mismo pueblo que elevó al chavismo a los altares es
el que ahora legítimamente clama porque salga del poder con las mismas normas
con las que entró en 1998: Las electorales. Porque a eso se acostumbraron los
ciudadanos. A la contienda en condiciones equitativas y no a los sainetes. Los
anticuerpos políticos saben identificar los señuelos que lanzan los autócratas.
Esos anticuerpos son una especie de guardia pretoriana
de la democracia. Porque así como la democracia tiene quien la defienda también
tiene quien la ataque. La atacó Chávez el 4 de febrero de 1992 a punta de
tanquetas. La volvieron a atacar los sediciosos el 27 de noviembre de 1992. La
atacaron quienes siempre guardaron un as insurreccional bajo la manga. Esa es
una realidad. La otra es que hay un ejército de linfocitos que defienden la libertad.
El Señor del Papagayo, por ejemplo, es un linfocito. Liliana
Ortega es un linfocito. Un pavimento poblado de manifestantes es
una masa de linfocitos. Hay que reconocer que muchos de quienes protestan lo
hacen en demanda de servicios básicos. Piden agua, luz, gas.
Claman por comida. O por medicinas. El 65% de las
protestas registradas en estos veinte años obedece a razones
socioeconómicas. Tan solo 35% entra en el cuadrante político. Pero cómo
pesa ese 35%. La verdad es que, en el fondo, todo gira en torno al descontento
con un gobierno incapaz de hacer un mea culpa. Y que debe ser
reemplazado. Eso entra en el terreno de la política. Los linfocitos lo saben.
Gloria
M. Bastidas
@gloriabastidas
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