Tulio Hernández 16 de septiembre de 2020
¿Se acuerdan de Carlos Andrés Pérez? Es un ejemplo
claro de lo que trataré de explicar a continuación. La tesis de que desde
finales del siglo XX, al inicio de la crisis de la democracia representativa,
al menos entre los demócratas venezolanos padecemos de una patología colectiva
que bien podríamos llamar “liderofagia”.
Su síntoma mayor es la pulsión a devorar rápidamente a
los mismos líderes que antes, también impulsivamente, encumbramos. Son tres
momentos. Primero, buscamos ansiosamente un salvador de la patria. Mejor decir,
un héroe. En el sentido mitológico del término. Quizás un mago.
Segundo, una vez que lo encontramos, generamos hacia él un enamoramiento,
también colectivo. Mejor, un delirio apasionado. A la manera
adolescente. Y, al final, tercero, cuando se comprende que “el salvador” no lo
es tanto, que no responde de manera express a nuestras expectativas ilusorias,
no saca del sombrero los conejos que todos aguardábamos –pero que él, el líder
de turno, tampoco se había encargado de aclarar que no sabía hacerlo– entonces
lo pateamos.
La multitud, generalmente instigada por unos
opinadores con auctoritas, lo saca de juego. Lo mata en el sentido freudiano.
Como se mata al padre. Viviendo así el placer, casi sensual, de comerse, si es
posible aún vivo, al objeto de ilusión de unos meses atrás.
Carlos Andrés Pérez suscitó pasiones profundas entre
los venezolanos. Fue, a su manera, el primer gran líder de masas mediático del
país. A partir de la campaña electoral de 1973, convocó multitudes que lo
escucharon arrobadas. Saltó charcos. Se vistió con chaquetas cinéticas que a la
mayoría agradaban. Movió los brazos como aspas frenéticas que concitaban
aplausos y suspiros magnéticos.
Nacionalizó el petróleo y el hierro. Creó
Fundayacucho, el pleno empleo, la Gran Venezuela, el Sistema de orquestas. Y
luego, exactamente veinte años después, cayó en desgracia en medio de su
segunda presidencia. El colectivo lo mató. Simbólicamente, claro está. Porque
quienes querían efectivamente asesinarlo, y no metafóricamente, los militares
conjurados en el golpe de Estado de 1992, no lo lograron.
En cambio, lo sacó de juego una élite de civiles
seniles encabezada por Rafael Caldera, Ramón Escovar Salom, Arturo Uslar
Pietri, José Vicente Rangel y el mismísimo Luis Alfaro Ucero, el caudillo de su
partido, que manipuló a su antojo la Corte Suprema de Justicia de entonces. Fue
tan dramático el proceso que, una vez condenado por la cifra ahora risible de
cincuenta mil dólares que traspasó a Violeta Chamorro para su equipo de
seguridad como nueva presidenta de Nicaragua, el Muchacho de Rubio declaró:
“Hubiese preferido otra muerte”.
Pérez –como Bolívar, Guzmán Blanco, Castro y
Betancourt–, murió fuera del país. En su caso, en exilio forzoso. No recibió,
por suerte, porque hubiese sido una deshonra más, homenaje alguno del gobierno
de Nicolás Maduro. Pero igual un pequeño grupo de persistentes militantes de AD
acompañó, sin pompa ni ruido, sus restos al Cementerio del Este.
Desde entonces en adelante, en las filas de la
resistencia democrática al militarismo chavista, no ha pasado un solo año en
que el colectivo opositor no esté buscando un nuevo presidenciable y tramando
cómo deshacerse del líder del momento.
Desde los días de esa ópera bufa del año 2002,
recordada como El Carmonazo, unas tras otras, como a modelos en pasarela, las multitudes han aclamado a posibles fichas
que podrían sentarse a salvar la patria con la varita mágica escondida bajo la
silla de Miraflores.
Recuerdo por aquellos tiempos, años 2002 o 2003, a las
multitudes que aclamaban a generales y almirantes públicamente declarados en
rebeldía contra el gobierno de Chávez incitándolos a conducir un golpe militar
contra el tirano. “Ese sí las tiene bien puestas”, decían. De sus apellidos hoy
pocos se acuerdan.
Leopoldo López alcanzó por el año 2010, en las encuestas
que irritaron la vanidad de Hugo Chávez, el más grande nivel de aceptación que
haya tenido un dirigente político desde 1989 hasta hoy. Pero el colectivo
igual, después, se lo comió. Ahora, aunque sea un jefe de gabinete en las
sombras, yace en las brumas de la Embajada de España.
Henrique Capriles, especialmente en la campaña
electoral de 2015, contra esa equivocación de la genética llamada Maduro,
producía conmociones. Delirios. Arranca-lágrimas y pasiones. Pero, igual le
tocó su turno al cadalso y el colectivo también lo eliminó. Por no defender su
triunfo, comentaban. Lo que no necesariamente significa en Venezuela que esté
muerto.
Ramos Allup, en su fugaz paso al frente de la Asamblea
Nacional, luego de hablarle golpeado al chavismo y retirar las fotos de Chávez
del Palacio Federal, comenzó a ser visualizado con una banda presidencial en su
pecho. “No hay nada como un político veterano y curtido”, se escuchaba decir.
Pero no se salvó. También, hasta nuevo aviso, quedó sin vida.
Igual ocurrió con Antonio Ledezma después de su
espectacular fuga que recordaba las peripecias de Petkoff. Amado. Admirado.
“Huele a presidente”, decían en las gradas más o menos los mismos que luego
aplaudían a rabiar a Lorenzo Mendoza: hasta que subieron los precios de la
harina pan. Incluso Ramón Guillermo Aveledo, el prudente conductor de la
Coordinadora Democrática, tuvo sus quince minutos. También cayó.
Después vino la fascinación Guaidó. Las multitudes
saludaron emocionadas en febrero de 2019 la llegada del nuevo mesías. “Caramba,
no hay nada como un político joven y sin mancha”, se escuchaba decir en las
gradas a los mismos que alabaron a Ramos por experimentado. Pero también su
ciclo terminó.
Pronto, en un consenso extraño que reunió a escritores
ilustrados con la analista Diosa Canales, la dueña de los senos más leídos del
país, al líder juvenil guaireño una jauría impaciente “le dio hasta con el
tobo”. Para decirlo en habla popular.
Ahora estamos en pleno funeral. Los colaboracionistas
del régimen –náufragos de AD, Copei, el MAS, de PJ, VP y UNT– hacen de
“anfitriones” a las puertas del
nuevo Consejo Nacional Electoral conformado a la medida de la estafa roja.
Mientras, los opositores “liderofágicos” intentan terminar de cavar la tumba
del presidente interino.
Si Mandela hubiese hecho política en Venezuela, y no
en Suráfrica, nunca hubiese llegado a la presidencia de la República. Muy pocos
hubiesen aguardado pacientemente sus veintiocho años de prisión. A los cinco, o
quizás a los tres, seguramente a los dos meses, alguien hubiese gritado: “Ah
no, Nelson, estás como Miranda en La Carraca, ¡enchinchorrado!,
mientras los blancos siguen mandándonos”.
Siguiendo los consejos nuevos de políticos viejos, los
de la horda se darían la vuelta, sacarían los tenedores y las servilletas,
mirarían hacia un lado buscando otro líder para venerarlo, y luego comerlo. Y
otro. Y otro. Y así sucesivamente.
Porque no aprendemos. Los líderes, a ser transparentes
y honestos. A no congraciarse con el colectivo anunciando la Toma de la
Bastilla sin tener los comandos de asalto listos. A no seguir ofreciendo
soluciones mágicas sin involucrar a los ciudadanos en las luchas ni explicarles
con sinceridad el tamaño de derrota que hemos sufrido y las circunstancias
reales, profundas, del secuestro que hemos vivido y estamos viviendo. A tener a
humildad para secarnos las lágrimas en público. Y reconocer las cuotas de la responsabilidad
en las derrotas. No a transferirlas. Ni evadirlas.
Y los ciudadanos, a terminar de aceptar que quienes
nos tienen secuestrados no son brutos, ni tontos, ni enemigos menores.
Ignorantes, sí. Sin escrúpulos, también. Degenerados moralmente, mucho. Malos
gobernantes, sin duda. Pero han tenido de su lado los más grandes avances de la
ingeniería del mal, de las tecnologías de la dominación política autoritaria.
Que no es pequeña cosa heredar casi un siglo de aprendizaje de los mecanismos
oscuros del poder absoluto compartido entre el G2 cubano, la KGB soviética, las
maldades sádicas de los ayatolas iraníes y la tradición perversa de las
guerrillas colombianas.
Terminar de entender que solo una pequeña parte de lo
que nos ocurre es culpa de nuestros compañeros de prisión, que son nuestros
activistas políticos, porque que el grueso del sufrimiento proviene de los
carceleros.
Nuestros verdaderos enemigos. Que no todo el que
piense distinto a nosotros es un chavista de clóset, un vendido, un mediocre, un
bueno para nada. Que ir a la cárcel, o estar en el exilio, o asilado en una
embajada, a veces sin dinero o sin familia; o ser torturado, o perder la vida
intentado un golpe militar para salir de la tiranía, no es un juego menor.
Quien no ha estado en una de esas situaciones que lance la primera piedra.
Ah, y que ya la cuota de salvadores de la patria la
pagamos caro con esa esperanza convertida en estafa que fue Hugo Chávez. Que
ojalá en el futuro no necesitemos héroes sino estadistas. No líderes carismáticos
sino liderazgos compartidos. No comandantes de testículos grandes sino
dirigentes civiles, hombres y mujeres, con el corazón bien puesto y las
neuronas organizadas. No jonroneros que bateen en el noveno y salven el juego,
sino buenos equipos que ganen inning a inning. Y que antes de sentarnos a
cenarnos a otros líderes por lo menos meditemos un minuto en el tamaño de la
indigestión que nos aguarda.
Tulio
Hernández
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