Francisco Fernández-Carvajal 03 de septiembre de 2020
@hablarcondios
— El Señor nos cuenta
entre sus íntimos.
— De Jesús aprendemos a
tener muchos amigos. El cristiano está siempre abierto a los demás.
— La caridad mejora y
fortalece la amistad.
I. Después del
banquete que ofreció Mateo al Señor y a sus amigos con motivo de su
llamamiento, algunos judíos se acercaron a Jesús y le preguntaron por qué sus
discípulos no ayunaban como lo hacían los fariseos y los discípulos de Juan. Y
Jesús les contestó: ¿Podéis acaso hacer ayunar a los amigos del esposo,
mientras el esposo está con ellos? Y haciendo mención expresa de la
muerte que Él había de padecer, les dice que cuando les sea arrebatado
el esposo, entonces ayunarán1.
El esposo, entre los hebreos, iba acompañado por otros
jóvenes de su edad, sus íntimos, como una escolta de honor. Se llamaban los
amigos del esposo2,
y su misión era honrar al que iba a contraer nupcias, alegrarse con sus
alegrías, participar de un modo muy particular en los festejos que se
organizaban con motivo de la boda. La imagen nupcial aparece frecuentemente en
la Sagrada Escritura para expresar las relaciones de Dios con su pueblo3.
También la Nueva Alianza del Mesías con su nuevo pueblo, la Iglesia, se
describe bajo esta imagen. Ya el Bautista había llamado a Cristo, esposo, y a
sí mismo amigo del esposo4.
Jesús llama amigos íntimos –los amigos del esposo–
a quienes le siguen, a nosotros; hemos sido invitados a participar más
entrañablemente de sus alegrías, al banquete nupcial, figura de los bienes sin
fin del Reino de los Cielos. En diversas ocasiones el Señor distinguió a los
suyos con el honroso título de amigos. Un día el Maestro,
extendiendo sobre sus discípulos su mano, pronunció estas consoladoras palabras: He
aquí a mi madre y a mis hermanos...5.
Y nos enseñó que quienes creen y le siguen con obras –los que cumplen la
voluntad de mi Padre– ocupan en su corazón un lugar de predilección y le
están unidos con lazos más estrechos que los de la sangre. En el discurso de la
Última Cena les dirá, con sencillez y sinceridad conmovedoras: Como el
Padre me ha amado, así también Yo os he amado... Os he llamado amigos, porque
os he dado a conocer todas las cosas que he oído a mi Padre6.
El Señor quiso ser ejemplo de amistad verdadera y
estuvo abierto a todos, a quienes atraía con particular ternura y afecto.
«Dejaba escapar entonces –comenta bellamente San Bernardo– toda la suavidad de
su corazón; se abría su alma por entero y de ella se esparcía como vapor
invisible el más delicado perfume, el perfume de un alma hermosa, de un corazón
generoso y noble»7.
Y se convertía en amigo fiel y abnegado de todos. De su ser provenía aquel
poder de atracción que San Jerónimo comparó a un imán extraordinario8.
Jesús nos llama amigos. Y nos enseña a acoger a todos,
a ampliar y desarrollar constantemente nuestra capacidad de amistad. Y solo
aprenderemos si le tratamos en la intimidad de una oración confiada: «Para que
este mundo nuestro vaya por un cauce cristiano –el único que merece la pena–,
hemos de vivir una leal amistad con los hombres, basada en una previa leal
amistad con Dios»9.
II. Jesús tuvo
amigos en todas las clases sociales y en todas las profesiones: eran de edad y
de condición bien diversas. Desde personas de gran prestigio social, como
Nicodemo o José de Arimatea, hasta mendigos como Bartimeo. En la mayor parte de
las ciudades y aldeas encontraba gentes que le querían y que se sentían
correspondidas por el Maestro, amigos que no siempre el Evangelio menciona por
sus nombres, pero cuya existencia se deja entrever. En Betania, las hermanas de
Lázaro, con el mensaje confiado y doloroso a un tiempo que le hacen llegar a
Jesús, dejan bien claro el lazo que unía aquella familia con el Maestro: Señor,
mira, el que amas está enfermo10. Jesús
amaba a Marta y María y a Lázaro. Cuando llegó el Maestro a Betania, Lázaro
había muerto. Y, ante la sorpresa de todos, Jesús comenzó a llorar.
Decían entonces los judíos: Mirad cómo le amaba11.
¡Jesús llora por un amigo!, no permanece impasible ante el dolor de quienes más
aprecia, ni ante la experiencia del hombre frente a la muerte; la muerte de una
persona particularmente amada. Jesús llora en silencio lágrimas de hombre; los
que estaban allí quedaron asombrados.
Nunca debemos cansarnos de considerar lo que el Señor
nos quiere. «Jesús es tu amigo. —El Amigo. —Con corazón de carne, como el tuyo.
—Con ojos, de mirar amabilísimo, que lloraron por Lázaro...
»—Y tanto como a Lázaro, te quiere a ti»12.
A Jesús le gustaba conversar con las personas que
acudían a Él o con las que encontraba en el camino. Aprovechaba esas
conversaciones, que en ocasiones se iniciaban sobre temas intrascendentes, para
llegar al fondo de sus almas y llenarlas de amor. Todas las circunstancias
fueron buenas para hacer amigos y llevarles el mensaje divino que había traído
a la tierra. Nosotros no debemos olvidar que «amistad y caridad forman una sola
cosa: luz divina que da calor»13.
De Cristo aprendemos a tener muchos amigos,
aprovechando las relaciones de vecindad, de trabajo, de estudio, encuentros
fortuitos y otros buscados. El cristiano está siempre abierto a los demás. Con
el amigo se comparte lo mejor que se posee; nosotros no tenemos nada que valga
tanto como la amistad con Jesucristo, afianzada a lo largo de los años, después
de tantos ratos de oración –cuántas cosas le hemos dicho– y de tantos momentos
junto al Sagrario. El afán apostólico y las virtudes humanas de la convivencia
nos ayudarán a encontrar los puntos de unión y de entendimiento con los
compañeros, con los clientes, con las demás personas, y sabremos prescindir y olvidar
lo que desune, cediendo con elegancia en nuestros puntos de vista cuando se
trate de asuntos de poca importancia que separan y van creando distancias que
hacen difícil la confianza y el mutuo entendimiento.
Si nos sabemos amigos de Jesús, sus amigos íntimos,
¿no es lógico que aprendamos lo que es la amistad verdadera y que sepamos, como
Él, llegar al fondo de las almas? ¿Sabemos comunicar el amor a Cristo que
llevamos en el corazón?
III. Un
amigo fiel es poderoso protector; el que lo encuentra halla un tesoro. Nada
vale tanto como un amigo fiel; su precio es incalculable14.
Así nos habla la Sagrada Escritura del valor de la amistad, y a la vez nos
enseña que es necesario buscarla, poner los medios para encontrarla. Y, una vez
hallada, es necesario cultivarla por encima del tiempo, de las distancias, de
todo aquello que tienda a separar: la diversidad de gustos, de opiniones, de
intereses...
La amistad requiere que ayudemos al amigo. «Si
descubres algún defecto en el amigo corrígele en secreto (...). Las
correcciones hacen bien y son de más provecho que una amistad muda»15,
que calla mientras ve que el amigo se hunde. La amistad ha de ser perseverante:
«No cambiemos de amigos como hacen los niños, que se dejan llevar por la ola
fácil de los sentimientos»16. No
te avergüences de defender al amigo17.
«No le abandones en el momento de la necesidad, no le olvides, no le niegues tu
afecto, porque la amistad es el soporte de la vida. Llevemos los unos las
cargas de los otros, como nos enseñó el Apóstol... Si la prosperidad de uno
aprovecha a todos sus amigos, ¿por qué en la adversidad no va a encontrar la
ayuda de todos sus amigos? Ayudémosle con nuestros consejos, unamos nuestros
esfuerzos a los suyos, participemos de sus aflicciones.
»Cuando sea necesario, soportemos incluso grandes
sacrificios por lealtad hacia el amigo. Quizá haya que afrontar enemistades
para defender la causa del amigo inocente, y muy a menudo recibir insultos
cuando trates de responder y rebatir a aquellos que le atacan y le acusan
(...). En la adversidad se prueban los amigos verdaderos, pues en la
prosperidad todos parecen fieles»18.
La caridad sobrenatural fortalece y enriquece la
amistad. El amor a Cristo nos vuelve más humanos, con más capacidad de
comprensión, más abiertos a todos. Si Cristo es el mejor amigo, aprenderemos a
fortalecer una relación que quizá se estaba rompiendo, a quitar un obstáculo, a
superar el egoísmo y la comodidad de quedarnos en nosotros mismos. Junto al
Señor sabremos hacer mejores, llevar a la santidad, a quienes tenemos más
cerca, porque les transmitiremos la fe en Él. A lo largo de los siglos,
¡cuántos han transitado por la senda de la amistad hacia el Señor!
Mira a Cristo. Bien sabes que te considera entre sus
íntimos. Somos los amigos del Esposo, pues nos llama a participar
de su predilección y de sus bienes. Referidas a Cristo, tienen su plenitud
aquellas palabras del Libro del Eclesiástico: El amigo fiel no hay con
qué pagarlo19.
Mostró su fidelidad hasta dar su vida por cada uno de nosotros. Aprendamos de
Él a ser amigos de nuestros amigos, y no dejemos de dar a estos lo mejor que
tenemos: el amor a Jesús.
1 Lc 5,
33-39. —
2 1
Mac 9, 39. —
3 Cfr. Ex 34,
16; Is 54, 5; Jer 2, 2; Os 2,
18 ss. —
4 Jn 3,
29. —
5 Cfr.
Mt 12, 49-50. —
6 Jn 15,
9, 15. —
7 San
Bernardo, Comentario al Cantar de los Cantares, 31, 7.
—
8 Cfr. San
Jerónimo, Comentario al Evangelio de San Mateo, 9, 9.
—
9 San
Josemaría Escrivá, Forja, n. 943. —
10 Jn 11,
3. —
11 Jn 11,
35-36. —
12 San
Josemaría Escrivá, Camino, n. 422. —
13 Cfr. ídem, Forja,
n. 565. —
14 Eclo 6,
14-17. —
15 San
Ambrosio, Sobre el oficio de los ministros, III, 125.
—
16 Ibídem.
—
17 Eclo 22,
31. —
18 San
Ambrosio, o. c., III, 126-127. —
19 Eclo 6,
14.
Tomado de: https://www.hablarcondios.org/meditaciondiaria.aspx
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