Jon Borobia 05 de septiembre de 2020
A
lo largo de nuestra vida de oración también aparecerán dificultades o dudas.
Hay muchas razones para pensar que en esos momentos Dios está especialmente cerca.
Aproximadamente seis siglos antes del nacimiento de
Jesús, el pueblo judío se encontraba dominado por Babilonia. Muchos habían sido
llevados prisioneros a tierra extranjera. Las promesas antiguas parecían
desvanecerse. La tentación de pensar que todo había sido un engaño era muy
próxima. En este contexto, surgen textos proféticos sobre la liberación del
pueblo y, especialmente, oráculos de mucha hondura espiritual en los que Dios
nos manifiesta su cercanía en todo momento. «No temas», repite una y otra vez:
«Si atravesaras por aguas, estaría contigo; si por ríos, no te anegarían. Si
caminaras por el fuego, no te quemaría, ni te abrasarían las llamas» (Is
43,1-2). Y continúa más adelante: «No temas, que yo estoy contigo (…). Traedme
a mis hijos desde lejos y a mis hijas desde los confines de la tierra» (Is
43,5-6).
Un estribillo constante
En el Nuevo Testamento, como es lógico, no desaparece
esa llamada a confiar en Dios, no cesa ese consuelo en medio de las inquietudes
de la vida. Algunas veces el Señor se sirve de sus ángeles, como cuando se
dirige a Zacarías, esposo de santa Isabel, el día en que entró a ofrecer
incienso al santuario; eran ya un matrimonio anciano y no habían podido tener
hijos hasta ese momento. «No temas, porque tu oración ha sido oída» (Lc 1,13),
le dice el ángel. Los mensajeros de Dios habían llevado un anuncio similar
tanto a san José cuando no sabía si recibir o no a María en su casa (cfr. Mt
1,20), como a los pastores cuando se atemorizaron al saber que Dios quería que
fueran los primeros en adorar al niño Jesús recién nacido (cfr. Lc 2,10). Esta
y otras muchas ocasiones son una muestra de que el Señor siempre quiere
acompañarnos en las decisiones importantes de nuestra existencia.
Pero no solo los profetas y los ángeles son portadores
de ese «no temas». Cuando el mismo Dios se hizo hombre, fue él quien
personalmente continuó con ese estribillo en medio de los caminos de la vida de
quienes le rodeaban. Con aquellas mismas palabras, por ejemplo, Jesús anima a
sus oyentes a no dejarse invadir por la incertidumbre del alimento o del
vestido, sino a preocuparse sobre todo por su alma (cfr. Mt 10,31); también
Cristo quiere llevar paz al jefe de la sinagoga que había perdido a su hija
pero no había perdido su fe (cfr. Mt 5,36), dar sosiego a sus apóstoles cuando,
después de una noche de tormenta, lo ven acercarse caminando sobre las aguas
(cfr. Jn 6,19), o tranquilizar a los tres –Pedro, Juan y Santiago– que vieron
su gloria en el Tabor (cfr. Mt 17,7). Dios busca siempre salir al paso de ese
temor, natural ante las manifestaciones ordinarias o extraordinarias de sus
acciones.
También san Josemaría notaba esa reacción divina al
recordar un acontecimiento especial en su vida interior. Concretamente cuando
un día de verano del año 1931, mientras celebraba la santa Misa, comprendió de
un modo especialmente claro que son los hombres y mujeres corrientes quienes
levantarían la cruz de Cristo en todas las actividades humanas.
«Ordinariamente, ante lo sobrenatural, tengo miedo. Después, viene el ne
timeas!, soy Yo»[1]. Ese temor no
se da solamente ante esas acciones singulares de la gracia. Se presenta
también, de diversas maneras, en la vida cristiana ordinaria; por ejemplo,
cuando Dios nos hace vislumbrar la grandeza de su amor y de su misericordia,
cuando comprendemos un poco mejor la profundidad de su entrega en la cruz y en
la Eucaristía, o cuando experimentamos la invitación a seguirle más de cerca...
y nos inquieta qué consecuencias pueden tener esas gracias en nuestra vida.
Más fuerte que cualquier duda
La oración, mientras estemos en la tierra, es un
combate[2]. Resulta dramático
que los deseos más nobles del corazón humano –como puede ser vivir en
comunicación con nuestro propio creador– hayan sido parcialmente desfigurados y
desviados por el pecado. Nuestros anhelos de amistad, amor, belleza, verdad,
felicidad o paz están unidos, en nuestra situación actual, al esfuerzo por
superar errores, a la dificultad para vencer algunas resistencias. Y esa
condición general de la vida humana se da también en la relación con el Señor.
En los inicios de la vida de piedad, muchos se asustan
al pensar que no saben hacer oración, o se confunden ante los fracasos, las
inconstancias y el desorden que pueden acompañar el inicio de cualquier tarea.
Se intuye, entonces, que acercarse al Señor significa toparse con la
Cruz; no debe sorprender que aparezcan el dolor, la soledad, las
contradicciones[3]. Se teme
también, con el pasar de los años, que el Señor permita pruebas y oscuridades
que exijan más de lo que podemos ofrecer. O se mira con nerviosismo la
posibilidad de que nos invada la rutina y, al final, tengamos que conformarnos
con una mediocre relación con Dios.
Esas palabras –«no temas»– que escucharon Zacarías,
José, los pastores, Pedro, Juan, Santiago y tantos otros también se dirigen a
cada uno de nosotros a lo largo de toda nuestra vida. Nos recuerdan que, en la
vida de la gracia, lo decisivo no es lo que hacemos sino lo que obra el Señor.
«La oración es una tarea conjunta de Jesucristo y de cada uno de nosotros»[4] en la que
el protagonista principal no es la criatura, que procura estar atenta a la acción
de Dios, sino el Señor y su acción en el alma. Esto lo entendemos con facilidad
cuando Dios nos abre nuevos horizontes, cuando despierta sentimientos de
agradecimiento o nos invita a emprender senderos de santidad… Pero esa misma
confianza debería continuar presente cuando aparecen las dificultades, cuando
sentimos nuestra pequeñez y parece que se cierra la oscuridad a nuestro
alrededor.
«Soy yo, no temáis». Jesús, así como entendía las
dificultades, confusiones, miedos y dudas de aquellos que querían seguirle, lo
sigue haciendo con cada uno de nosotros. Nuestro empeño por vivir a su lado es
siempre menor que el suyo por tenernos cerca. Es él quien está empeñado en que
seamos felices y es lo suficientemente fuerte para lograr ese designio suyo,
contando incluso con nuestras fragilidades.
Disposiciones que ayudan a orar
Por nuestra parte, tenemos que hacer lo posible por
entrar en auténticos caminos de oración. Aunque la conversación con los demás
parezca espontánea o natural, en realidad aprendimos a hablar –y descubrimos
las actitudes elementales del diálogo– con ayuda de otros, muy lentamente. Lo
mismo ocurre en el trato con Dios, porque «la oración debe prender poco a poco
en el alma, como la pequeña semilla que se convertirá más tarde en árbol frondoso»[5]. Y por eso es
comprensible que los discípulos hayan pedido a Jesús que les enseñase a orar
(Cfr. Lc 12,1).
Entre esas actitudes fundamentales para entrar en una
vida de oración están la fe y la confianza, la humildad y la sinceridad. Cuando
oramos con una equivocada disposición –por ejemplo, cuando no queremos revisar
lo que nos aleja de Dios o cuando no estamos dispuestos a renunciar a nuestra
autosuficiencia– corremos el riesgo de hacer estéril la oración. Es verdad que
con frecuencia esas actitudes erróneas son inconscientes. También, si
perseguimos un modelo erróneo de eficacia para nuestra oración, tan frecuente
en nuestra cultura, es fácil que caigamos en la trampa de medir nuestra
relación con el Señor solamente por los resultados que se perciben y que, a la
larga, nos cueste encontrar tiempo para rezar.
De entre esas disposiciones íntimas para orar, son
singularmente esenciales las que se refieren a la confianza en el Señor. A
pesar de tener buena voluntad, ciertas lagunas en la formación
llevan a no pocas personas a vivir con una noción equivocada de Dios y de sí
mismas. Unas veces pueden imaginar que Dios es un juez rígido, que exige una
conducta perfecta; otras veces pueden pensar que hemos de recibir lo que
pedimos tal y como lo queremos nosotros; o que los pecados son una barrera
insalvable para alcanzar un trato sincero con el Señor. Aunque pueda parecer
obvio, necesitamos construir nuestra vida de oración sobre el cimiento seguro
de algunas verdades nucleares de la fe. Por ejemplo, que Dios es un Padre
amoroso que se goza en nuestro trato; que la oración es siempre eficaz porque
él atiende nuestras súplicas aunque sus caminos no sean los nuestros; o que
nuestras ofensas son precisamente ocasión para acercarnos de nuevo a nuestro
salvador.
Regalar a Dios nuestras dificultades
«¿Que no sabes orar? –Ponte en la presencia de Dios, y
en cuanto comiences a decir: “Señor, ¡que no sé hacer oración!...”, está seguro
de que has empezado a hacerla»[6]. Como hizo con
los apóstoles, el Señor nos va enseñando poco a poco a crecer en esas actitudes
íntimas, si no nos escondemos en el monólogo interior ni en una oración
anónima, ajena a nuestros deseos y preocupaciones reales[7].
Como les ocurría a ellos, nuestra relación con el
Señor avanza en medio de las propias debilidades. La falta de tiempo, las
distracciones, el cansancio o la rutina son habituales en la oración, de modo
similar a como se dan también en las relaciones humanas. A veces esto exige
cuidar el orden, vencer la pereza, situar lo importante por encima de lo
urgente. Otras veces requiere realismo para ajustar con finura los momentos
dedicados al Señor, como tiene que hacer una madre de familia que no puede
desentenderse de sus hijos pequeños en ningún momento. Sabemos que, en
ocasiones, «en la oración hace falta una atención difícil de encauzar»[8]. Nos dispersan
las preocupaciones, las tareas pendientes, los estímulos de las pantallas. Y lo
malo de todo esto es que puede confundir nuestro propio mundo interior: surgen
las heridas del amor propio, las comparaciones, los sueños y fantasías, los
resentimientos o los recuerdos de cualquier clase. Podemos experimentar que, a
pesar de sabernos en la presencia de Dios, «bullen en la cabeza los asuntos en
los momentos más inoportunos»[9].
Nos afecta también, como es lógico, el cansancio
físico: «El trabajo rinde tu cuerpo y no puedes hacer oración»[10]. Nos puede
servir de consuelo recordar que la fatiga también adormece a los apóstoles en
la gloria del Tabor (Lc 9,32) o en la angustia de Getsemaní (Lc 22,45). Y,
además del cansancio físico, en nuestra cultura es frecuente una clase de
cansancio interior que nace de la ansiedad en las tareas, de la presión en la
profesión y en las relaciones sociales, o de la incertidumbre ante el futuro… y
que este estado interior puede aumentar la dificultad para meditar con
serenidad.
El Señor entiende bien –de hecho, mucho mejor que nosotros–
esas dificultades. Por eso, aunque nos hagan sufrir porque desearíamos un trato
más delicado con él, muchas veces «no importa... si no consigues concentrarte y
recogerte»[11]. Podemos
intentar hablar con Jesús precisamente de esos asuntos, noticias, personas o
recuerdos que ocupan nuestra imaginación. A Dios le interesa todo lo nuestro,
por trivial o insignificante que parezca. Y, con frecuencia, nos ayudará a
valorar esos asuntos, personas o reacciones de otro modo, con sentido
sobrenatural, desde la caridad. Así como hacen los niños en brazos de su madre,
podemos descansar en él, entregarle nuestro aturdimiento, refugiarnos en su corazón
para alcanzar la paz.
Un empeño mayor que el nuestro
Probablemente, las dificultades más graves «son las
astucias del Tentador, que hace todo lo posible por separar al hombre de la
oración, de la unión con su Dios»[12]. Nuestro
Señor fue tentado por el demonio al final de aquellos cuarenta días de retiro
en el desierto, cuando sentía el hambre y la debilidad (Mt 4,3). Ordinariamente,
el maligno aprovecha nuestras distracciones y pecados para introducir en el
alma la desconfianza, la desesperanza y la renuncia al amor. Por el contrario,
como aparece constantemente en el Evangelio, nuestra debilidad es en realidad
un motivo para acercarnos aún más al Señor. Y, «a medida que se avanza en la
vida interior, se perciben con más claridad los defectos personales»[13].
Con apariencia de humildad, el demonio puede hacernos
creer que somos indignos de tratar a Dios, que nuestros deseos de entrega son
aparentes y que pueden esconder cierta dosis de hipocresía y de falta de
determinación. «¿Piensas que tus pecados son muchos, que el Señor no podrá
oírte?»[14]. La
conciencia de nuestra indignidad –tan valiosa en sí misma– puede provocar
entonces un sufrimiento real, pero equivocado, que poco tiene que ver con el
dolor verdadero, y que puede encerrarnos en una actitud quejumbrosa, que
incluso llega a imposibilitar la oración. Por supuesto que la tibieza y los
pecados pueden ser un obstáculo para la oración, pero no en ese sentido. El
Señor no deja de amarnos por grandes que sean nuestras flaquezas. No le
asustan, ni le sorprenden, y no renuncia a su deseo de que alcancemos la
santidad. Aunque llegásemos deliberadamente a pactar con la rutina, con el
conformismo o con la tibieza, Dios no dejaría de esperar nuestro retorno.
Pero el enemigo también puede tentar «incluso cuando
el alma arde encendida en el amor de Dios. Sabe que entonces la caída es más
difícil, pero que –si consigue que la criatura ofenda a su Señor, aunque sea en
poco– podrá lanzar sobre aquella conciencia la grave tentación de la
desesperanza»[15]. Entonces
pueden aparecer la amargura y el desencanto. Para mantener viva la esperanza en
todo momento, es necesario ser realistas, admitir nuestra poquedad, caer en la
cuenta de que ese supuesto ideal de santidad que teníamos en mente –una
plenitud inalcanzable– es equivocado. Necesitamos advertir que solo importa
agradar a Dios, y, sobre todo, que lo realmente decisivo es lo que obra el
Señor con su amor poderoso contando con nuestra lucha y con nuestra flaqueza.
La esperanza cristiana no es una esperanza simplemente
humana, basada en nuestras fuerzas, o en la intuición natural sobre la bondad
del creador. La esperanza es un don que nos excede, que el Espíritu Santo
infunde y renueva constantemente en nosotros. En esos momentos de desaliento,
«es la hora de clamar: acuérdate de las promesas que me has hecho, para
llenarme de esperanza: esto me consuela en mi nada, y llena mi vivir de
fortaleza (Sal 118, 49-50)»[16]. Es Dios
quien nos ha llamado. Es Dios quien está empeñado, más que nosotros, en
llevarnos a la unión con él y quien tiene el poder para conseguirlo.
Cuando la oscuridad es luz
A lo largo de la vida, como en todas las relaciones
duraderas, el Señor nos va enseñando a entenderle cada vez mejor y a
entendernos a nosotros mismos de manera distinta. Es diferente el trato de
Pedro con Jesús al principio, en su primer encuentro en las cercanías del
Jordán, que después de su muerte y resurrección, en la orilla del lago de
Genesaret. También ocurre así con nosotros. No debería extrañarnos que el Señor
nos lleve por caminos divinos que no son los que teníamos pensados. A veces se
esconde, aunque vayamos a buscarle con sincera piedad, como cuando no le
encontraron las mujeres que fueron al sepulcro (Lc 24,3). Otras veces, en
cambio, se hace presente cuando estamos encerrados en nosotros mismos, como
cuando se presentó a los apóstoles en el cenáculo (Lc 24,36). Si mantenemos la
confianza, cuando pase el tiempo, descubriremos que aquella oscuridad era
luminosa, que Cristo mismo nos abrazaba solícitamente –«no temas», nos repetía–
en aquellos momentos en los que estábamos forjando nuestro corazón a su medida.
[1] Beato Álvaro del Portillo, Una vida para
Dios. Reflexiones en torno a la figura de Josemaría Escrivá de Balaguer,
Rialp, Madrid, 1992, pp. 163-164.
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