Por Mercedes Malavé
San Pablo lo decía allá
por el siglo uno: “si os mordéis y devoráis unos a otros, terminaréis por
destruiros mutuamente”. Hablaba en pleno inicio de fundación de una iglesia
cuyo primer mandato y misión era el amor al prójimo. Nunca ha sido fácil la
fraternidad humana.
Aunque la frase de San
Pablo pueda parecer exagerada o simplemente retórica para fines pedagógicos,
desgraciadamente este «morder y devorar» nunca ha dejado de existir como
manifestación de una libertad mal interpretada.
Nadie tiene derecho a
ensañarse con otro para difamarlo, condenarlo al escarnio público, destruir su
imagen y, mucho menos, atentar contra su vida. Esas conductas claramente son
expresión de fundamentalismo. No existe un derecho a la venganza, y la legítima
defensa no es un concepto abstracto y manipulable.
Unos islamistas que
entran a la redacción de un medio satírico y asesinan a doce personas porque se
burlan de Mahoma y de Alá incurren en prácticas terroristas; y también existe
un terrorismo cibernético que no deja de ser manifestación de un fundamentalismo
creciente incluso entre quienes se adjudican la defensa de una supuesta cultura
occidental que ni ellos mismos terminan de asimilar.
A menudo, las redes
sociales se convierten en una guillotina dispuesta a descabezar de forma
sumaria a todo aquel que exprese una opinión contraria al grupo mayoritario. El
uso de estos medios para fines destructivos está directamente asociado al abuso
de poder. Se usan autoritariamente para manipular información, tergiversar
datos, compartir mensajes privados de forma editada y alterada para conseguir
objetivos destructivos. Quienes hacemos política vivimos expuestos a estos
ataques de aquellos que creen que tienen libertad para destruir la imagen y la
reputación de otro.
En un estado torcido y
sin derecho como el nuestro, los mismos voceros del régimen y sus lacayos
utilizan prácticas delictivas en cuanto al uso y difusión de la información,
violando uno de los objetivos de la ley RESORTE en su artículo 3: “Promover el
efectivo ejercicio y respeto de los derechos humanos, en particular, los que
conciernen a la protección del honor, vida privada, intimidad, propia imagen,
confidencialidad y reputación y al acceso a una información oportuna, veraz e
imparcial, sin censura”.
Que estemos amenazados
por las mismas tentaciones de hace dos mil años no es de extrañar: la
naturaleza humana sigue siendo la misma. Que debamos aprender nuevamente el
justo uso de la libertad, y que, una y otra vez, debamos re-aprender la
prioridad suprema del amor, tampoco es novedoso.
Las lecciones del perdón
y del amor al prójimo nunca serán prueba superada. Digo todo esto parafraseando
a un Papa contemporáneo: Benedicto XVI.
El realismo político
nos obliga a actuar con una libertad constructiva, esperanzadora y propositiva;
a generar confianza mediante el trato respetuoso y fraterno. Es lo que nos
hubiese recomendado el periodista John Carlin si las autoridades le hubiesen
permitido entrar a Venezuela: “Fueron su integridad y su coraje, sumados a su
encanto y su poder de persuasión, los que convencieron a sus enemigos para que
cedieran el poder voluntariamente convencidos de que se trataba de un líder en
quien podían confiar para evitar el camino de la venganza que sus conciencias
culpables tanto temían” (La sonrisa de Mandela).
31-08-20
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