Francisco Fernández-Carvajal 17 de septiembre de 2020
@hablarcondios
— Las santas mujeres
que aparecen en el Evangelio.
— Servir al Señor con
las propias cualidades. La aportación de la mujer a la vida de la Iglesia y de
la sociedad.
— La entrega al
servicio de los demás.
I. Sucedió -narra San Lucas en el Evangelio de la Misa1- que
Él recorría ciudades y aldeas predicando y anunciando el reino de Dios; le
acompañaban los doce y algunas mujeres que habían sido libradas de espíritus
malignos y de enfermedades: María, llamada Magdalena, de la que habían salido
siete demonios; y Juana, mujer de Cusa, administrador de Herodes; y Susana, y
otras muchas que les asistían con sus bienes.
En la vida pública de Jesús aparece este grupo de
mujeres que desempeñan un papel conmovedor por su ternura y su adhesión al
Maestro. Es hermoso considerar cómo el Señor quiso apoyarse en su generosidad y
en su desprendimiento. Él, que nunca dejó nada sin agradecer, ¡cómo les pagaría
tanto desvelo y delicadeza para atender sus necesidades domésticas y las de sus
discípulos! En las horas de la Pasión parecen superarse y aventajan a los
discípulos en constancia y valor; a excepción de Juan, fueron las únicas que
tuvieron la firmeza de estar al pie de la cruz, contemplar de cerca los últimos
instantes de Jesús y recoger sus postreras palabras. Y cuando, ya muerto, fue
descendido del patíbulo, estarán presentes en el embalsamamiento y se
aprestarán a completarlo el primer día de la semana, después del obligado
reposo del sábado.
El Señor quiso apresurarse a recompensar esta decidida
fidelidad, y en la aurora de la Resurrección no fue a sus discípulos sino a las
mujeres a las que se apareció en primer lugar. Los ángeles también fueron
vistos únicamente por ellas; Juan y Pedro comprobaron que el sepulcro estaba
vacío, pero no vieron ángeles. Las mujeres fueron favorecidas con esta visión,
tal vez porque estaban mejor preparadas que los hombres y, sobre todo, porque
ellas tenían la misión de continuar el papel de los ángeles y de preparar la
naciente fe de la Iglesia. Tienen un espíritu abierto y un celo inteligente.
«Desde el principio de la misión de Cristo, la mujer demuestra hacia Él y hacia
su misterio una sensibilidad especial, que corresponde a una característica de
su feminidad. Hay que decir también que esto encuentra una confirmación
particular en relación con el misterio pascual; no solo en el momento de la
crucifixión, sino también el día de la resurrección»2.
Ellas se apresuran a cumplir el encargo de avisar a los discípulos y de
recordarles lo que Jesús había anunciado cuando aún estaba en vida. En las
últimas manifestaciones de Jesús resucitado también están presentes. Son, sin duda,
las mismas que han vuelto de Galilea la última vez con los discípulos y las de
Jerusalén y sus alrededores, las hermanas de Lázaro de Betania. Con ellas está
María, la Madre de Jesús3.
El ejemplo de estas mujeres fieles, que sirven a Jesús
con sus bienes y no le desamparan en los peores momentos, son una llamada a
nuestra fidelidad y a nuestro servicio al Señor sin condiciones. Nuestra
actitud ha de ser la de servir a Dios y a los demás con visión sobrenatural,
sin esperar nada a cambio de nuestro servicio; servir incluso al que no
agradece el servicio que se le presta, aunque esta actitud choque con los
criterios humanos. Nos basta entender que cada favor en beneficio de otros es
un servicio directo a Cristo. Lo que hicisteis por uno de estos mis
hermanos más pequeños, por mí lo hicisteis4.
¡Y son tantas las oportunidades de servir a lo largo del día! Serviam! Te
serviré, Señor, todos los días de mi vida, desde el comienzo de la jornada.
Dame tu ayuda.
II. Si
alguien me sirve que me siga, y donde Yo estoy allí estará también mi servidor;
si alguien me sirve, el Padre le honrará5.
Desde los primeros momentos de la Iglesia destaca el
servicio incomparable de la mujer a la extensión del Reino de Dios. «En primer
lugar vemos a aquellas mujeres que personalmente se habían encontrado con
Cristo y le habían seguido, y después de su partida eran asiduas en la
oración juntamente con los Apóstoles en el Cenáculo de Jerusalén hasta
el día de Pentecostés. Aquel día, el Espíritu Santo habló por medio de hijos
e hijas del pueblo de Dios, cumpliéndose así el anuncio del profeta
Joel (Hech 2, 17). Aquellas mujeres, y después otras, tuvieron
una parte activa e importante en la vida de la Iglesia primitiva, en la
edificación de la primera comunidad desde los comienzos –así como de las
comunidades sucesivas– mediante los propios carismas y con su servicio
multiforme»6.
Se puede afirmar que el Cristianismo comenzó en Europa
con una mujer, Lidia, que enseguida inició su misión de convertir desde dentro
el nuevo continente, empezando por su hogar7.
Algo parecido ocurrió entre los samaritanos, a quienes una mujer les habló por
vez primera del Redentor8.
Los Apóstoles, que habían ido por alimentos a ese mismo pueblo, quizá no se
atrevieron a decir por todas partes, como lo haría más tarde la mujer, que el
Mesías estaba allí mismo, en las afueras de la ciudad. La Iglesia tuvo siempre
una profunda comprensión del papel que la mujer cristiana como madre, esposa y
hermana debía desempeñar en la propagación del Cristianismo. Los escritos
apostólicos nos han dejado constancia de muchas de estas mujeres: Lidia en
Filipo, Priscila y Cloe en Corinto, Febe en Cencreas, la madre de Rufo –que
también para Pablo fue como una madre–, las hijas de Felipe el de Cesarea, etc.
Todos hemos de poner al servicio del Señor y de los
demás lo que hemos recibido. «La mujer está llamada a llevar a la familia, a la
sociedad civil, a la Iglesia, algo característico, que le es propio y que solo
ella puede dar: su delicada ternura, su generosidad incansable, su amor por lo
concreto, su agudeza de ingenio, su capacidad de intuición, su piedad profunda
y sencilla, su tenacidad...»9.
La Iglesia espera de la mujer su compromiso en favor de lo que constituye la
verdadera dignidad de la persona humana. El Cuerpo místico de Cristo «no cesa
de enriquecerse con el testimonio de tantas mujeres que realizan su vocación a
la santidad. Las mujeres santas son una encarnación del ideal femenino, pero
son también un modelo para todos los cristianos, un modelo de la sequela
Christi -seguimiento de Cristo-, un ejemplo de cómo la esposa ha de
responder con amor al amor del esposo»10.
El Señor nos pide a todos que le sirvamos a Él, a la
Iglesia santa, a la sociedad, a nuestros hermanos los hombres, con nuestros
bienes, con nuestra inteligencia, con todos los talentos que nos ha dado.
Entonces entenderemos la hondura de esa verdad: servir es reinar11.
III. «El
hombre, única criatura terrestre a la que Dios ha amado por sí misma, no puede
encontrar su plenitud si no es en la entrega sincera de sí mismo a los demás»12.
El Papa Juan Pablo II aplica estas palabras del Concilio Vaticano II especialmente
a la mujer, quien «no puede encontrase a sí misma si no es dando amor a los
demás»13. Es en el amor, en la entrega, en el servicio a los demás
donde la persona humana, y quizá de un modo especial la mujer, lleva a cabo la
vocación recibida por Dios. Cuando la mujer pone en servicio de los demás las
cualidades recibidas del Señor, entonces «su vida y su trabajo serán realmente
constructivos y fecundos, llenos de sentido, lo mismo si pasa el día dedicada a
su marido y a sus hijos que si, habiendo renunciado al matrimonio por alguna
razón noble, se ha entregado de lleno a otras tareas. Cada una en su propio
camino, siendo fiel a la vocación humana y divina, puede realizar y realiza de
hecho la plenitud de la personalidad femenina. No olvidemos que Santa María,
Madre de Dios y Madre de los hombres, es no solo modelo, sino también prueba
del valor trascendente que puede alcanzar una vida en apariencia sin relieve»14.
Hoy, al considerar la generosidad y la fidelidad de
estas mujeres, pensemos cómo es la nuestra. Examinemos si contribuimos, también
materialmente –con medios económicos– a la extensión del Reino de Cristo, si
somos generosos con nuestro tiempo, quizá escaso, en servicio de los demás... Y
si todo lo llevamos a cabo impregnado de una profunda dicha, del gozo
particular que da la generosidad. No olvidemos al terminar nuestra oración que
tanto en la vida pública como en las horas de la Pasión, y muy probablemente en
los días que siguieron a la Resurrección, estas mujeres de las que hoy nos
habla San Lucas gozaron de un especial privilegio: permanecieron en un trato
más asiduo y más íntimo con María que los mismos discípulos. Aquí encontraron
el secreto de su generosidad y de su constancia en seguir al Maestro. A Ella
acudimos nosotros para que nos ayude a ser fieles y desprendidos. Junto a Ella
solo encontraremos ocasiones de servir, y así lograremos olvidarnos de nosotros
mismos.
1 Lc 8,
1-3. —
2 Juan
Pablo II, Carta Apost. Mulieris dignitatem, 15-VIII-1988,
16. —
3 Cfr. Indart, Jesús
en su mundo, Herder, Barcelona 1963, p. 81 ss. —
4 Mt 25,
40. —
5 Jn 12,
26. —
6 Juan
Pablo II, loc. cit., 27. —
7 Cfr. Hech 16,
14-15. —
8 Cfr. Jn 4,
39. —
9 Conversaciones
con Monseñor Escrivá de Balaguer, Rialp, 14ª ed., Madrid 1985, n. 87.
—
10 Juan
Pablo II, loc. cit., 27. —
11 Cfr. Conc.
Vat. II, Const. Lumen gentium, 36. —
12 ídem,
Const. Gaudium et spes, 24. —
13 Juan
Pablo II, loc. cit., 30. —
14 Conversaciones
con Monseñor Escrivá de Balaguer, loc. cit.
Tomado de: https://www.hablarcondios.org/meditaciondiaria.aspx
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Para comentar usted debe colocar una dirección de correo electrónico