Humberto García Larralde 03 de septiembre de 2020
A Jorge Díaz Polanco y otros
venezolanos de bien, comprometidos con su país, que no alcanzaron a ver el
final de esta pesadilla
El país se debate entre dos eventualidades, decisivas
para su futuro. No es la pregonada disyuntiva entre un proyecto socialista y
otro capitalista, entre una alardeada “revolución” o un supuesto desarrollo
neoliberal. A pesar de la repetición, ad nauseam, de consignas y
giros retóricos izquierdosos, el proyecto comunistoide nunca tuvo sentido y
jamás será posibilidad en Venezuela. No sólo por su inviabilidad y porque
fracasó rotundamente ahí donde se intentó imponer –sobre millones de
cadáveres—, sino porque no es la intención de quienes hoy comandan el
aparato estatal.
Cuba y el otro museo del terror, Corea del Norte, con
los cuales suele asociarse el término “socialismo”, son regímenes totalitarios
dinásticos, retrógradas, dedicados a consolidar, a sangre y juego, privilegios
para su casta militar dirigente.
Como terminó por reconocer el propio Fidel Castro, no
representan opción para nadie. Pero como el vocablo “socialista” es polisémico,
sirve también para referirse a los estados de bienestar existentes en algunos
países europeos –Dinamarca y otros países escandinavos, el Reino Unido, hoy
gobernado por el Partido Conservador, Alemania, bajo el liderazgo de la
socialcristiana, Angela Merkel–, diametralmente diferentes: economías de
mercado robustas, instituciones sólidas que aseguran derechos individuales,
civiles y políticos para todos, seguridad social omnicomprensiva y los más
altos niveles de vida del globo.
Se trata de prósperos países capitalistas, pero con
profundo contenido social. Pero, al provenir de una cultura política que tuvo
fuerte impronta marxista, la socialdemocracia europea ve obnubilada su
percepción de la abominación comunista, que niega toda idea de justicia y de
libertad. No entiende que cierta prédica de izquierda sirve, hoy, para encubrir
prácticas que en nada se diferencian de las peores expresiones fascistas.
Lo que se juega Venezuela en los próximos meses son
sus posibilidades reales de vida como país o, alternativamente, de segura
muerte. Ya ha avanzado demasiado su desintegración. El 2020 será el séptimo año
consecutivo de contracción: para diciembre, el tamaño de nuestra economía
estará en torno a la cuarta parte de la existente en 2013. No es una mera
estadística. Es el cierre y la quiebra continuada de empresas, la destrucción
de empleo, el colapso de la producción de alimentos y de los servicios
públicos, la hiperinflación desatada por un gasto público financiado con
emisión monetaria, la práctica desaparición del poder de compra de los sueldos
y salarios.
Es la consecuente desnutrición, la desesperación y
angustia de tantos. Son las muertes evitables –de haberse podido conseguir los
medicamentos y salvaguardado el sistema de salud–, es el secuestro del futuro
para una generación de jóvenes, el robo de una jubilación digna para quienes
trabajaron toda su vida.
Son los millones que han tenido que huir, buscando su
sobrevivencia. Y ahora emerge la enorme vulnerabilidad de la población ante la
pandemia mortal que azota el mundo, dada la falta de equipos e insumos, y el
colapso de los hospitales, a pesar del heroico esfuerzo de los trabajadores de
la salud.
Pero no sólo es el desplome económico. Con el desmantelamiento
del marco institucional que aseguraba nuestros derechos y señalaba nuestros
deberes, desaparecen las bases normativas para la convivencia en sociedad. Se
asienta la anomia, el dictamen arbitrario del más fuerte, del que posee las
armas. Las palancas del Estado están, hoy, en manos de militares corruptos y
esbirros cubanos y, crecientemente, de una variada gama de organizaciones
delictivas que aseguran la permanencia de Maduro en el poder sin posibilidades
de ciudadanía, sin apego a normas de convivencia civilizadas y con la absoluta
ruina de nuestros medios de subsistencia, Venezuela está dejando de
ser. Se considera un “Estado fallido”.
Esta consunción no es fruto de guerras ni del azar. Es
el resultado inevitable de un régimen de expoliación articulado en torno al
poder, devenido en Estado Patrimonialista. La narrativa
“socialista” ha servido para justificar el desmantelamiento del Estado de
Derecho y el arrinconamiento de los mecanismos autónomos de mercados en
competencia para la asignación eficiente de recursos productivos.
Los sustituye el arbitrio de la fuerza y la lealtad
hacia quienes la comandan, conformando verdaderas mafias que controlan de
manera exclusiva y excluyente al Estado: la “revolución” puesta al servicio de
una oligarquía criminal[1].
Son los verdugos de Venezuela, en primer lugar, la
cúpula militar corrupta y los agentes nazi-cubanos: Maduro, los hermanitos
Rodríguez, El Aissami y cía., quienes se han adueñado del país. En próximas
entregas, haremos referencia a ello.
Insólitamente, a pesar del desastre urdido por Maduro
y la descomposición de su gobierno, el rechazo masivo de la población y el
repudio internacional a su gestión, se mantiene aferrado al poder. No ha habido
límites éticos, morales o políticos que no haya traspasado con tal de seguir
depredando al país. Su perversidad y capacidad para hacer el mal, al
costo que fuese, ha superado toda expectativa racional.
Cuenta, para ello, con más de 60 años de experiencia
represiva cubana. Pone en evidencia, una vez más, que el fascismo concibe a la
política como una guerra conducida por otros medios, ahora contra una mayoría
decisiva de venezolanos.
Su última agresión ha sido cerrar definitivamente los
mecanismos constitucionales para que ésta exprese su voluntad, maquinando una
farsa para “elegir” en diciembre el parlamento para el período 2021 – 2026, sin
auditoría alguna de máquinas y del registro electoral, y cambiando los
procedimientos de votación y de asignación de diputados.
Para asegurar su triunfo, el tsj de Maduro confiscó
los partidos opositores principales y trampeó la designación del CNE, además de
perseguir dirigentes opositores, muchos presos o en el exilio. Tales comicios,
tan burdamente amañados, han sido denunciados por los voceros de las
democracias occidentales.
No hay forma que la oligarquía criminal ceda el poder,
que no sea por la fuerza. De ahí la imperiosa necesidad de una respuesta unida,
que aglutine la mayor cantidad de voluntades, para convertir a la farsa
electoral de Maduro en una gran derrota política. Ello contribuirá a minar, aún
más, sus bases de sustento, de manera de forzar las puertas de una transición
política que restituya las condiciones necesarias para recuperar la libertad y
el sustento de los venezolanos.
La propuesta lanzada por el presidente (e) Juan Guaidó
debe ser vista con este fin. No es tiempo para visiones de parcela, sino para
aunar esfuerzos que logren la salida del usurpador. En este orden,
organizaciones de la sociedad civil proponen realizar una consulta vinculante,
conforme al artículo 70 de la Constitución, sobre el cese de la usurpación.
Con tal mandato, la Asamblea Nacional electa en 2015
designaría, en un lapso no mayor de dos meses, un gobierno de unidad nacional y
el nombramiento o ratificación de los otros poderes públicos, seguido de la
convocatoria a elecciones generales libres y justas en un plazo perentorio,
solicitando el apoyo y certificación de la comunidad internacional.
El compromiso de los venezolanos demócratas es evitar
que desaparezca nuestro país. No se trata de regresar al pasado –de esos polvos
rentistas, vinieron estos lodos totalitarios—sino de construir una economía
social de mercado, competitiva, de fuerte protagonismo ciudadano. Dependerá de
todos.
Humberto
García Larralde
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