José Toro Hardy 03 de septiembre de 2020
@josetorohardy
Un
criminólogo sueco de nombre Nils Bejerot, acuñó el término Síndrome de
Estocolmo al analizar un asalto que ocurrió en la capital de Suecia el 23 de
agosto de 1973. Los hechos ocurrieron así: un presidario de nombre Jan Erik Olsson encabezó un asalto al Banco
de Crédito Norrmalstorg. Dos oficiales de la policía respondieron rápidamente a
la alarma emitida por los empleados y se hicieron presentes. Uno de ellos fue
herido por los atracadores y el segundo fue sometido. Olsson tomó cuatro
rehenes y para liberarlos exigió que se le entregarán 3 millones de coronas
suecas y un vehículo para huir.
Comenzó
entonces un proceso de negociaciones entre los atracadores y la policía. Los
rehenes, a pesar de que sus vidas estaban amenazadas, se pusieron de parte de
sus captores. Respondiendo quizá al instinto de supervivencia, protegieron a
los secuestradores para evitar que fuesen atacados por la policía. Finalmente, después de casi una semana los
delincuentes se entregaron y nadie más resultó herido.
Durante
el juicio, los secuestrados se resistieron a testificar. Se había producido una
suerte de identificación de las víctimas con las motivaciones de los
delincuentes.
Un
caso similar fue el de Patricia Hearst, nieta del magnate de la comunicación
William Hearst, quien en febrero de 1974 fue secuestrada por el Ejército
Simbionés de Liberación y que terminó uniéndose a sus victimarios, a pesar de
que su familia había pagado un fuerte rescate.
Según
el FBI se trata de un fenómeno sicológico frecuente en el cual las víctimas de
un secuestro desarrollan una relación de complicidad e incluso un vínculo
afectivo con sus captores.
Algo
parecido pareciera estar ocurriendo en Venezuela. El país luce secuestrado por
un grupo político que ha acabado con las libertades ciudadanas y con las
instituciones democráticas, ha destrozado la economía y ha arrastrado al país a
la mayor hiperinflación del mundo, ha arrasado con su industria petrolera y con
su aparato productivo y ha empobrecido brutalmente a los ciudadanos,
justificando sus atrocidades con una supuesta ideología.
Sin
embargo, algunos miembros de la dirigencia opositora parecen haber desarrollado
una suerte de vínculo, que en algunos casos luce afectivo, con los
secuestradores del país y tal como ocurrió en el referido caso en Suecia o en
el de Patricia Hearst, están actuando de la forma que más conviene a sus
raptores.
Justificaciones
para este tipo de posturas puede haber muchas, incluso muy racionales y bien
articuladas. Sin embargo, es obvio el daño
causado por los raptores y no cabe la menor duda de que cuando casi 60
países del mundo se han puesto de acuerdo para contribuir en la búsqueda de una
salida a la tragedia que padece Venezuela, luce por decir lo menos poco
oportuno que se produzcan grietas en la oposición, que no sólo la debilitan,
sino que además pueden conducir a una pérdida de interés por parte de la
comunidad internacional.
No
es nuestra intención atacar a ningún miembro de lo que debería ser una
oposición monolíticamente unida en torno a la búsqueda de la libertad.
Pero
parece evidente que algunos anteponen sus ambiciones personales, ya sean
políticas o de otro orden, al interés
mayoritario de los venezolanos. En algunos casos, aún tenazmente opuestos al
régimen, se refugian en una suerte de “realismo mágico” como ha dicho Elliott
Abrams convencidos, de buena fe, de que basta con pedirle a otros que vengan a
rescatarnos para que lo lleven a cabo. Sin embargo, quienes supuestamente
deberían cumplir con esa misión no lucen
por el momento dispuestos a hacerlo y así lo hacen saber.
Quizá
en el futuro, además del Síndrome de Estocolmo, en algunas universidades del
mundo se estudie el Síndrome Venezuela para referirse a la inexplicable
actuación de algunos líderes opositores del país que no aceptan que es el
momento de lograr una unidad pétrea para poder lograr un cambio que el país
necesita con urgencia.
José
Toro Hardy
@josetorohardy
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