Opus Dei 31 de marzo de 2021
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Reflexión
para meditar el Jueves Santo. Los temas propuestos son: Jesús lava los pies de
sus apóstoles; Dios se nos da en la Eucaristía; actitud agradecida por la
Eucaristía y por el sacerdocio.
«LA VÍSPERA de la fiesta de Pascua, como Jesús sabía
que había llegado su hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los
suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el fin» (Jn 13,1). «Algo grande
ocurrirá en ese día. Es un preámbulo tiernamente afectuoso (...). Comencemos
–nos sugiere san Josemaría– por pedir desde ahora al Espíritu Santo que nos prepare,
para entender cada expresión y cada gesto de Jesucristo»[1]. Esta actitud
atenta hace que hoy recordemos el elocuente gesto que tuvo Jesús lavando los
pies a sus apóstoles.
En la Última Cena, en la inminencia de la Pasión, la
atmósfera era de amor, de intimidad, de recogimiento. «Como Jesús sabía que
todo lo había puesto el Padre en sus manos y que había salido de Dios y a Dios
volvía, se levantó de la cena, se quitó la túnica, tomó una toalla y se la puso
a la cintura. Después echó agua en una jofaina, y empezó a lavarles los pies a
los discípulos y a secarlos con la toalla que se había puesto a la cintura» (Jn
12,3-5). Para los apóstoles debió de ser muy impactante ver a Jesús realizar
este gesto que estaba reservado al siervo del lugar. Seguramente lo habrán
comprendido pasado el tiempo. Incluso hoy a nosotros nos puede resultar
sorprendente imaginar a Dios en esa posición, limpiando con sus manos el polvo
del camino.
Dejarnos lavar los pies por Cristo implica reconocer
que no somos nosotros los que nos hacemos puros, limpios, o santos. «Y esto es
difícil de entender. Si no dejo que el Señor sea mi siervo, que el Señor me
lave, me haga crecer, me perdone, no entraré en el Reino de los Cielos (...).
Dios nos salvó sirviéndonos. Normalmente pensamos que somos nosotros los que
servimos a Dios. No, es él quien nos sirvió gratuitamente, porque nos amó
primero. Es difícil amar sin ser amados, y es aún más difícil servir si no
dejamos que Dios nos sirva»[2]. Esta es la
paradoja cristiana: es Dios quien se adelanta; es él quien toma la iniciativa.
Por eso es tan importante, antes de emprender cualquier tarea apostólica,
aprender a recibir lo que Dios nos quiere dar, aprender a dejarnos limpiar una
y otra vez por su mano.
SI NUNCA dejaremos de sorprendernos de aquel gesto de
Jesús lavando los pies a sus apóstoles, su amor y su humildad tocan alturas
infinitas cuando, durante la cena, «tomó pan, y dando gracias, lo partió y
dijo: “Esto es mi cuerpo, que se da por vosotros; haced esto en conmemoración
mía”. Y de la misma manera, después de cenar, tomó el cáliz, diciendo: “Este
cáliz es la nueva alianza en mi sangre; cuantas veces lo bebáis, hacedlo en
conmemoración mía”» (1 Cor 11,23-25).
El Señor «instituyó este sacramento como memorial
perpetuo de su pasión, como realización de las antiguas figuras, como el mayor
milagro que había hecho y el mayor consuelo para aquellos que dejaría tristes
con su ausencia»[3]. Se nos da Él
mismo: convertido en pan y en vino para nosotros, es, a la vez, una muestra de
sobreabundancia de amor y la mayor expresión que cabe de humildad. El
Sacramento Eucarístico nos permite la identificación con el amado, ser una
misma cosa, fundirnos, compenetrarnos con Dios. San Josemaría señalaba que
«nuestro Señor Jesucristo, como si aún no fueran suficientes todas las otras
pruebas de su misericordia, instituye la Eucaristía para que podamos tenerle siempre
cerca y –en lo que nos es posible entender– porque, movido por su amor, quien
no necesita nada, no quiere prescindir de nosotros. La Trinidad se ha enamorado
del hombre»[4].
No salimos de nuestro asombro. Por mucho que nos
imaginemos todo lo que Dios Padre nos ha regalado, nunca acertaremos a
comprenderlo: «Es medicina de inmortalidad, antídoto para no morir, remedio
para vivir en Jesucristo para siempre»[5]. No merecemos
tanto cuidado, tanto cariño, tanta atención. Tratamos de corresponder, pero
incluso para hacerlo necesitamos su ayuda. Por eso, «lo primero no es nuestro
obrar, nuestra capacidad moral. El cristianismo es ante todo don: Dios se da a
nosotros; no da algo, se da a sí mismo (...). Por eso, el acto central del ser
cristianos es la Eucaristía: la gratitud por haber recibido sus dones, la
alegría por la vida nueva que él nos da»[6].
EN LAS PALABRAS del sacerdote antes de la consagración
–«dando gracias, te bendijo, lo partió y lo dio a sus discípulos diciendo...»–
percibimos la disposición agradecida del corazón de Jesús de frente a Dios
Padre. Nosotros queremos tener la misma actitud de Cristo en esta víspera
santa. Del agradecimiento es fácil que brote la generosidad para extender esa
vida nueva que hemos recibido. Trataremos de amar a los que él ama y como él
los ama: «Un mandamiento nuevo os doy: que os améis unos a otros. Como yo os he
amado, amaos también unos a otros» (Jn 13,34). Por Cristo, con Él y en Él,
somos capaces de amar hasta el extremo. Como Jesús, nos arrodillamos ante los
hombres para limpiarles los pies. Comprendemos sus miserias y las cargamos
sobre nuestros hombros.
Desaparecen los juicios, las envidias y comparaciones,
que se transforman en intercesión, alegría y agradecimiento a Dios por las
maravillas que hace en los demás. «En la santísima Eucaristía se contiene todo
el bien espiritual de la Iglesia, a saber, Cristo mismo, nuestra Pascua y Pan
vivo por su carne, que da la vida a los hombres, vivificada y vivificante por
el Espíritu Santo»[7]. De ahí
sacamos fuerza y vida para llevarla hasta el último rincón de la tierra, hasta
el corazón de cada persona que nos rodea.
Podemos aprovechar este día en que Dios regaló a su
Iglesia este sacramento para rezar también por la santidad de los sacerdotes,
para que sirvan cada día a la Iglesia con el mismo amor del Señor. Con nuestra
oración podemos ayudarles a hacer realidad este deseo que les mueve como
sacerdotes: «No elegimos nosotros qué hacer, sino que somos servidores de
Cristo en la Iglesia y trabajamos como la Iglesia nos dice, donde la Iglesia
nos llama, y tratamos de ser precisamente así: servidores que no hacen su
voluntad, sino la voluntad del Señor. En la Iglesia somos realmente embajadores
de Cristo y servidores del Evangelio»[8].
Entre tanto don que recordamos hoy, sabemos que Jesús
nos ha dado también a su Madre. A ella, testigo principal del sacrificio de
Cristo, podemos acudir para, con su ayuda, tener una vida animada por el
agradecimiento humilde de tantos dones recibidos.
[1] San Josemaría, Es Cristo que pasa,
n. 83.
[2] Francisco, Homilía, 5-IV-2020.
[3] Santo Tomás de Aquino, Opúsculo 57,
en la fiesta del Cuerpo de Cristo, lect. 1-4.
[4] San Josemaría, Es Cristo que pasa,
n. 84.
[5] San Ignacio de Antioquía, Epístola a los
Efesios, 90.
[6] Benedicto XVI, Homilía, 20-III-2008.
[7] Concilio Vaticano II, decreto Presbyterorum
ordinis, n. 5.
[8] Benedicto XVI, Lectio divina,
10-III-2011.
Tomado de: https://www.opusdei.org/es-ve/document/meditaciones-semana-santa-jueves-santo/
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