Francisco Fernández-Carvajal 14 de septiembre de 2021
@hablarcondios
— La
palabra es un gran don de Dios y no debe emplearse para el mal.
—
Imitar a Cristo en su conversación amable con todos. Nuestra palabra ha de
enriquecer, alentar, consolar...
—
Pasar por la vida haciendo el bien con la conversación. No
hablar nunca mal de nadie.
I. Con
alusión a alguna canción popular o a un juego de los niños hebreos de entonces,
Jesús reprocha a quienes interpretan torcidamente sus enseñanzas la sinrazón de
sus excusas. Son semejantes a los niños sentados en la plaza que se
gritan unos a otros aquello que dice: Hemos hecho sonar la flauta y no habéis
danzado, hemos cantado lamentaciones y no habéis llorado. Y nos transmite a
continuación el Señor lo que comentaban algunos del Bautista y de Él
mismo: Porque llegó Juan, que no comía pan ni bebía vino, y decís:
Tiene demonio. Llegó el Hijo del Hombre, que come y bebe, y decís: He aquí un
hombre comilón y bebedor, amigo de publicanos y de pecadores1.
El ayuno de Juan es interpretado como obra del demonio; a Jesús, en cambio, le
llaman glotón. San Lucas no tiene reparo alguno en referir las acusaciones que
se dijeron contra el Maestro2.
Lógicamente,
la Sabiduría divina se manifiesta de manera distinta en Juan y en Jesús. Juan
prepara el conocimiento del misterio divino mediante la penitencia; Jesús,
perfecto Dios y perfecto hombre, es portador de la salvación, de la alegría y
de la paz. «Por uno u otro camino –comenta San Juan Crisóstomo– teníais que
haber venido a parar en el Reino de los cielos»3.
El Señor termina así este breve pasaje del Evangelio, que leemos en la Misa de
hoy: Y la sabiduría ha sido manifestada por todos sus hijos. Pero
muchos fariseos y doctores de la Ley no supieron descubrir esa sabiduría que
llega hasta ellos. En vez de cantar la gloria de Dios que tienen delante,
emplean sus palabras en la maledicencia, tergiversando lo que ven y oyen. Sus
ojos no ven las maravillas que se realizan en su presencia, y su corazón está
cerrado ante el bien. ¡Qué distintas eran aquellas otras gentes, a las que en
tantas ocasiones el Señor tenía que imponer silencio porque todavía no había
llegado la hora de su manifestación pública! Y cuando esta llega, próxima ya la
Pasión, toda la multitud de los que bajaban, llena de alegría, comenzó
a alabar a Dios en alta voz por todos los prodigios que habían visto, diciendo:
¡Bendito el Rey que viene en nombre del Señor! ¡Paz en el Cielo y gloria en las
alturas!4. Algunos fariseos pidieron a Jesús que les hiciera callar,
pero Él les respondió: Os digo que si estos callan gritarán las piedras.
La
palabra es un gran don de Dios que nos ha de servir para cantar sus alabanzas y
para hacer siempre el bien con ella, nunca el mal. «Acostúmbrate a hablar
cordialmente de todo y de todos; en particular, de cuantos trabajan en el
servicio de Dios.
»Y
cuando no sea posible, ¡calla!: también los comentarios bruscos o desenfadados
pueden rayar en la murmuración o en la difamación»5.
II. A
Jesús le gustaba conversar con sus discípulos. San Juan nos dejó constancia en
su Evangelio de sus confidencias de la Última Cena. «Conversaba mientras se
encaminaba a otra ciudad –¡aquellas largas caminatas del Señor!–, mientras
paseaba bajo los pórticos del Templo. Conversaba en las casas, con las personas
que estaban a su alrededor, como María, sentada a sus pies, o como Juan, que
tenía reclinada su cabeza sobre el pecho de Jesús»6.
Nunca rehusó el diálogo con quienes se le acercaban en las situaciones de
cultura, de tiempo... más diversas: Nicodemo, la mujer samaritana que había ido
a buscar agua al pozo del pueblo, un ladrón cuando su dolor es más grande...
Con todos se entendía Jesús y todos salían confortados con sus palabras. Y en
esto también hemos de imitar al Maestro. A veces tendremos que vencer la
tendencia a permanecer callados, o la inclinación a hablar con poca medida. Y
siempre será una ocasión de vencer el egoísmo de estar en nuestras cosas para
ocuparnos de lo que preocupa a los demás.
La
palabra, regalo de Dios al hombre, nos ha de servir para hacer el bien: para
consolar al que sufre, al que por cualquier circunstancia está pasando una mala
temporada; para enseñar al que no sabe; para corregir amablemente al que yerra;
para fortalecer al débil, teniendo en cuenta que –como dice la Sagrada
Escritura– la lengua del sabio cura las heridas7;
para levantar amablemente a quien ha caído, como Jesús hace constantemente. A
muchos, que andan perdidos en la vida, les enseñaremos el camino. «Me acuerdo
una vez –relata un buen escritor– que en el Pirineo, a mediodía, avanzábamos
perdidos por las altas soledades (...). De pronto, envuelto en el gritar del
viento oímos un son de esquilas; y nuestros ojos azorados, poco hechos a
aquellas grandezas, tardaron mucho en descubrir una yeguada que abajo, en una
rara verdor, pacía. Hacia allí nos encaminamos esperanzados (...). Pedimos
camino al hombre, que era como de piedra; y él, volviendo los ojos en su rostro
extático, alzó lentamente el brazo señalando vagamente un atajo, y movió los
labios. En la atronadora marejada del viento, que ahogaba toda voz, solo dos
palabras sobrenadaban que el pastor repetía con terquedad: “Aquella canal...”,
estas eran sus palabras, y señalaba vagamente allá, hacia la altura. ¡Cuán
bellas eran las dos palabras gravemente dichas contra el viento! (...). La
canal era el camino, la canal por donde bajaban las aguas de las nieves
derretidas. Y no era cualquiera, sino aquella canal que el
hombre conocía bien entre todas por su fisonomía especial y propia que para él
tenía; era aquella canal. ¿Lo veis? Para mí esto es hablar»8:
enriquecer, orientar, animar, alegrar, consolar, hacer amable el camino...
«Descubro también que mi persona se enriquece por medio de la conversación.
Porque poseer sólidas convicciones es hermoso; pero más hermoso todavía es
poderlas comunicar y verlas compartidas y apreciadas por otros»9.
Muchas
de las personas que nos rodean andan perdidas en su pesimismo, en la
ignorancia, en la falta de sentido de lo que hacen... Nuestras palabras,
siempre alentadoras, han de indicar a muchos los caminos que llevan a la
alegría, a la paz, a descubrir la propia vocación... «Aquella canal», por aquel
camino se encuentra a Dios. Y muchos encontrarán a Cristo en esas confidencias
normales llenas de sentido positivo, que se dan en medio de la vida corriente
de todos los días.
III. La
palabra «es uno de los dones más preciosos que el hombre ha recibido de Dios,
regalo bellísimo para manifestar altos pensamientos de amor y de amistad con el
Señor y con sus criaturas»10,
y no podemos utilizarla de modo frívolo, vacío o inconsiderado, como ocurre en
la locuacidad, y menos aun para faltar con ella a la verdad o a la caridad,
pues la lengua –como afirma el Apóstol Santiago– se puede convertir en un
mundo de iniquidad11,
haciendo mucho daño a nuestro alrededor: discusiones estériles, burlas,
ironías, maledicencia, calumnias... ¡Cuánto amor roto, cuánta amistad perdida,
porque no se supo callar a tiempo!
¡Qué
alta consideración tenía Jesús de la palabra y de la conversación!: Yo
os digo que de cualquier palabra ociosa que hablen los hombres han de dar
cuenta en el día del juicio12.
Palabra ociosa es aquella que no aprovecha ni al que la dice ni al que la
escucha, y proviene de un interior vacío y empobrecido. Esa manera
descontrolada de hablar, esos modos difícilmente compatibles con una persona
que busca la presencia de Dios allí donde se encuentre, suelen ser síntoma de
tibieza, de falta de contenido interior. El hombre de bien, de su buen
fondo saca cosas buenas; y el hombre malo, de su mal fondo saca cosas malas13.
De
esas conversaciones, en las que se pudo hacer el bien y no se hizo, pedirá
cuenta el Señor. «Después de ver en qué se emplean, ¡íntegras!, muchas vidas
(lengua, lengua, lengua con todas sus consecuencias), me parece más necesario y
más amable el silencio. -Y entiendo muy bien que pidas cuenta, Señor, de la
palabra ociosa»14. De la conversación vana y superficial a la murmuración, al
chisme, al enredo, a la susurración o a la calumnia suele haber un camino muy
corto. Es difícil controlar la lengua si no hay presencia de Dios. De nosotros,
de cada cristiano que quiere seguir a Cristo, se tendría que decir que en
ninguna circunstancia nos oyeron hablar mal de nadie. Por el contrario, de cada
uno se debería poder afirmar que pasó por la vida, como Cristo, haciendo
el bien15. También con la palabra, con una conversación sencilla llena
de interés por los demás. Aun el mismo saludo ha de llevar el bien a quienes
nos encontramos cada día: es como decirles: ¡qué alegría haberte encontrado en
mi camino!
1 Lc 7,
31-35. —
2 Cfr. Sagrada
Biblia, Santos Evangelios, EUNSA, Pamplona 1983, nota
a Mt 11, 16-19. —
3 San
Juan Crisóstomo, Homilías sobre San Mateo, 37, 4. —
4 Lc 19,
37-38. —
5 San
Josemaría Escrivá, Surco, Rialp, 3ª ed., Madrid 1986, n.
902. —
6 A.
Luciani, Ilustrísimos señores, BAC, 2ª ed., Madrid 1978, p,
266. —
7 Cfr. Prov 12,
18. —
8 J.
Maragall, Elogio de la palabra, Salvat, Madrid 1970, p. 24.
—
9 A.
Luciani, o. c., p, 206.—
10 San
Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, 298. —
11 Sant 3,
6. —
12 Mt 12,
36. —
13 Mt 12,
35. —
14 San
Josemaría Escrivá, Camino, Rialp, 30ª ed., Madrid 1976, n.
447. —
15 Hech 10,
38.
Tomado
de: https://www.hablarcondios.org/meditaciondiaria/1/
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