Trino Márquez 06 de marzo de 2022
@trinomarquezc
Escribir
sobre lo que sucede en Ucrania resulta desgarrador. Ver las imágenes de la
destrucción de un país que ha sufrido tanto a lo largo de su historia,
conmociona. Percibir que carece de límites la psicopatía de un megalómano que
se considera predestinado para reeditar la imagen de la Rusia imperial, aterra.
Una
victoria militar de Vladimir Putin en Ucrania sería catastrófica para Europa y
el mundo democrático, cada vez más reducido y amenazado por el avance del
autoritarismo en el planeta.
Occidente tiene que derrotar a ese autócrata porque su triunfo hará imposible para el viejo continente la coexistencia pacífica con su régimen, basado en el poderío militar, la amenaza nuclear al globo terrestre y la vocación expansionista.
Con
Putin solo es posible la confrontación o el vasallaje. Hasta ahora la vía para
oponerse a su brutalidad han sido las sanciones económicas y el apoyo militar a
la férrea resistencia ofrecida por el pueblo ucraniano, su Presidente y su
liderazgo. ¿Será suficiente?
Demolido
el Muro de Berlín y colapsada la Unión Soviética, los países más desarrollados
del mundo entendieron la necesidad de reducir las tensiones con la Federación
Rusa, nombre oficial de esa nación, porque el nuevo orden internacional
requería promover el desarrollo sostenido y la democracia liberal en los países
que habían padecido el comunismo durante décadas.
Se
consideró importante incorporar a Rusia en el grupo de los siete países más
prósperos, el G7, aunque su economía tuviese las características de la mayoría
de las naciones subdesarrolladas: estaba basada en la explotación de materias
primas, commodities, como el petróleo y el gas natural, con
insuficiente diversificación industrial. Incluirlo como invitado permanente a
las reuniones del G7 fomentaría que ese gigante aprovechara los beneficios de
la globalización, proceso en pleno crecimiento.
Durante
los años posteriores a la desaparición de la Guerra Fría, cuando gobernaba
Boris Yelsin, Rusia intervino en el escenario mundial como socio de los grandes
países industriales y democráticos.
Poco
después del ascenso de Putin al poder, el 31 de diciembre del 1999, comenzaron
a aparecer las dificultades. El antiguo agente del KGB, convencido de que la
desaparición de la URSS había sido un error de los dirigentes y una catástrofe
histórica, empezó a perfilar una estrategia con dos vertientes distintas,
aunque complementarias: eternizarse en el Kremlin y reconquistar los
territorios que habían formado parte de la Unión Soviética.
Para
recuperar la grandeza pérdida frente a Estados Unidos y los demás países
occidentales –a los cuales consideraba sus rivales y por quienes se sentía
menospreciado, a pesar de los intentos por colocar a Rusia en el primer plano
mundial- era indispensable que él, dotado de un plan estratégico fraguado
durante años, permaneciera indefinidamente en el poder. Todos los caudillos se
consideran imprescindibles.
Con
esa imagen de Rusia y de su misión en este mundo comenzó a dar los pasos que lo
convertirían en el amo absoluto de la nación y en la encarnación de un nuevo
zar o, más reciente, del nuevo Stalin.
Aplastó
el movimiento separatista de la pequeña región de Chechenia, fomentó los grupos
secesionistas de Georgia (Osetia del Sur y Abjasia), de Moldavia, de la región
del Donbás, en Ucrania, invadió la península de Crimea, apoyó al gobierno
prorruso de Kazajistán y, finalmente, ahora se decidió por la invasión masiva
de Ucrania.
En
cada una de las zonas desprendidas estableció un gobierno títere, que obedece
sus órdenes como si se tratase de ucases. En cada caso recurrió a la misma
patraña: la ‘sufrida’ población rusa que vivía en esos territorios estaba
siendo masacrada por el ‘nazista’ gobierno ucraniano o georgiano.
En
Ucrania, el despliegue de fuerza y la demostración de poderío militar han
desbordado todas las actuaciones anteriores. Putin ha querido enviar un mensaje
categórico a las democracias occidentales: posee la determinación y el
potencial suficientes para aniquilar a quien se le oponga a sus planes
imperiales.
Por
fortuna para los demócratas de la Tierra, el pueblo ucraniano y su líder, el presidente
Volodímir Zelenski, han dado muestras de un heroísmo tan conmovedor, que ha
despertado la solidaridad y admiración de casi todo el planeta, menos de los
villanos de siempre: Cuba, Nicaragua y Venezuela, en América Latina.
La
violencia, arbitrariedad y cinismo con la que actúa Putin contra el noble
pueblo ucraniano colocó la confrontación de las democracias occidentales con
Rusia en un plano inédito. Hasta ahora se sabía que ese déspota carecía de
escrúpulos. Que no le importaba envenenar o encarcelar periodistas, dirigentes
políticos o empresarios que se le opusieran. También se sabía que financiaba
grupos de mercenarios con el fin de atizar cismas en países vecinos que no
querían ser devorados por Rusia.
Todos
sus métodos hamponiles eran conocidos. Sin embargo, se dudaba de que fuera
capaz de actuar como un matón de barrio contra un pueblo cuyo único deseo desde
que se disolvió la URSS en 1991, ha sido independizarse de la nación a la que
considera su azote porque la ha sometido y maltratado en distintos momentos, el
más grave fue en la década de los años treinta del siglo XX, cuando el asedio
de Stalin, holodomor, produjo millones de muertes.
La
venganza de Putin contra Occidente por lo que considera un vejamen no se
detendrá si logra apoderarse de Ucrania. Hoy considera que debe adueñarse de
ese territorio porque por allí pasan los ductos que llevan el gas a Europa.
Mañana
dirá lo mismo de su vecina Polonia. Así seguirá hasta apoderarse de todo el
Este del continente. Cuando era invitado al G7, no depuso su comportamiento
hostil. Si triunfa, menos lo hará. Mejor es derrotarlo en Ucrania. Luego será
más difícil y más costoso.
Trino Márquez
@trinomarquezc
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