Francisco Fernández-Carvajal 04 de marzo de 2022
@hablarcondios
—
Jesús viene como Médico para sanar a toda la humanidad, pues todos estamos
enfermos. Humildad para ser curados.
—
Cristo remedia nuestros males. Eficacia del sacramento de la Penitencia.
—
Esperanza en el Señor cuando sentimos las propias flaquezas. No tienen
necesidad de médico los sanos sino los enfermos. Esperanza en el
apostolado.
I. El
Evangelio de la Misa1 nos
narra la vocación de Mateo: su llamada por el Señor y la pronta respuesta del
recaudador de tributos. Él, dejándolo todo, se levantó y lo siguió.
El
nuevo apóstol quiso mostrar su agradecimiento a Jesús con un convite que San
Lucas califica de grande. Estaban sentados a la mesa gran
número de recaudadores y otros. Allí estaban todos sus amigos.
Los fariseos se escandalizaron. Les preguntaban a los discípulos: ¿cómo es que coméis y bebéis con publicanos y con pecadores? Los publicanos eran considerados como pecadores, por los beneficios desorbitados que podían obtener en su profesión y por las relaciones que mantenían con los gentiles.
Jesús
replicó a los fariseos con estas consoladoras palabras: No necesitan de
médico los sanos, sino los enfermos. No he venido a llamar a los justos, sino a
los pecadores para que se conviertan2.
Jesús
viene a ofrecer su reino a todos los hombres, su misión es universal. «El
diálogo de salvación no quedó condicionado por los méritos de aquellos a
quienes se dirigía, se abrió para todos los hombres sin discriminación
alguna...»3.
Jesús
viene para todos, pues todos andamos enfermos y somos pecadores, nadie
es bueno, sino uno, Dios4.
Todos debemos acudir a la misericordia y al perdón de Dios para tener
vida5 y alcanzar la salvación. La humanidad no está dividida en
dos bloques: quienes ya están justificados por sus fuerzas, y los pecadores.
Todos necesitamos, cada día, del Señor. Quienes piensan que no tienen necesidad
de Dios no alcanzan la salud, siguen en su muerte o en su enfermedad.
Las
palabras del Señor que se nos presenta como Médico nos mueven a pedir perdón
con humildad y confianza por nuestros pecados y también por los de aquellas
personas que parecen querer seguir viviendo alejados de Dios. Le
decimos hoy, con Santa Teresa: «¡Oh qué recia cosa os pido, verdadero Dios mío:
que queráis a quien no os quiere, que abráis a quien no os llama, que deis
salud a quien gusta de estar enfermo y anda procurando la enfermedad! Vos
decís, Señor mío, que venís a buscar a los pecadores. Éstos, Señor son los
verdaderos pecadores. No miréis nuestra ceguedad, mi Dios, sino la mucha sangre
que derramó vuestro Hijo por nosotros, resplandezca vuestra misericordia en tan
crecida maldad; mirad, Señor, que somos hechura vuestra»6.
Si acudimos así a Jesús, con humildad, siempre tendrá misericordia de nosotros
y de aquellos a quienes procuramos acercar a Él.
II. En
el Antiguo Testamento se describe al Mesías como al pastor que había de venir
para cuidar con solicitud sus ovejas, acudiendo a sanar a las heridas y
enfermas7. Ha venido a buscar lo que estaba perdido, a llamar a los
pecadores, a dar su vida como rescate por muchos8.
Fue Él, según se había profetizado, quien soportó nuestros sufrimientos
y cargó con nuestros dolores, y en sus llagas hemos sido curados9.
Cristo
es el remedio de nuestros males: todos andamos un poco enfermos y por eso
tenemos necesidad de Cristo. «Es Médico y cura nuestro egoísmo, si dejamos que
su gracia penetre hasta el fondo del alma»10.
Debemos ir a Él como el enfermo va al médico, diciendo la verdad de lo que
pasa, con deseos de curarse. «Jesús nos ha advertido que la peor enfermedad es
la hipocresía, el orgullo que lleva a disimular los propios pecados. Con el
Médico es imprescindible una sinceridad absoluta, explicar enteramente la
verdad y decir: Domine, si vis, potes me mundare (Mt 8,
2), Señor, si quieres –y Tú quieres siempre–, puedes curarme. Tú conoces mi
flaqueza, siento estos síntomas, padezco estas otras debilidades. Y le
mostramos sencillamente las llagas; y el pus, si hay pus. Señor. Tú, que has
curado a tantas almas, haz que, al tenerte en mi pecho o al contemplarte en el
Sagrario, te reconozca como Médico divino»11.
Unas
veces, el Señor actuará directamente en nuestra alma: Quiero, sé limpio12,
sigue adelante, sé más humilde, no te preocupes. En otras ocasiones, y siempre
que haya un pecado grave, el Señor dice: Id y mostraos a los sacerdotes13,
al sacramento de la Penitencia, donde el alma encuentra siempre la medicina oportuna.
«Reflexionando
sobre la función de este sacramento –dice el Papa Juan Pablo II–, la conciencia
de la Iglesia descubre en él, además del carácter de juicio..., un carácter
terapéutico o medicinal. Y esto se relaciona con el hecho de que es frecuente en
el Evangelio la presentación de Cristo como Médico, mientras su obra redentora
es llamada a menudo, desde la antigüedad cristiana, medicina salutis.
“Yo quiero curar, no acusar” –decía San Agustín refiriéndose a la práctica
pastoral penitencial–, y, gracias a la medicina de la Confesión, la experiencia
del pecado no degenera en desesperación»14.
Termina en una gran paz, en una inmensa alegría.
Contamos
siempre con el aliento y la ayuda del Señor para volver y recomenzar. Él es
quien dirige la lucha, y «un jefe en el campo de batalla estima más al soldado
que, después de haber huido, vuelve y ataca con ardor al enemigo, que al que
nunca volvió la espalda, pero tampoco llevó nunca a cabo una acción valerosa»15.
No solo se santifica el que nunca cae sino el que siempre se levanta. Lo malo
no es tener defectos –porque defectos tenemos todos–, sino pactar con ellos, no
luchar. Y Cristo nos cura como Médico y luego nos ayuda a luchar.
III. Si
alguna vez nos sintiéramos especialmente desanimados por alguna enfermedad
espiritual que nos pareciera incurable, no olvidemos estas consoladoras palabras
de Jesús: Los sanos no necesitan médico, sino los enfermos. Todo
tiene remedio. Él está siempre muy cerca de nosotros, pero especialmente en
esos momentos, por muy grande que haya sido la falta, aunque sean muchas las
miserias. Basta ser sincero de verdad.
No lo
olvidemos tampoco si alguna vez en nuestro apostolado personal nos pareciera
que alguien tiene una enfermedad del alma sin aparente solución. Sí la hay,
siempre. Quizá el Señor espera de nosotros más oración y mortificación, más
comprensión y cariño.
«Se
curarán todas tus enfermedades –dice San Agustín–. “Pero es que son muchas”,
dirás. Más poderoso es el Médico. Para el Todopoderoso no hay enfermedad
insanable; tú déjate sólo curar, ponte en sus manos»16.
Debemos
llegarnos a Él como aquellas gentes sencillas que le rodeaban. Como acudían los
ciegos, los cojos, los paralíticos..., que deseaban ardientemente su curación.
Solo aquel que se sabe y se siente manchado experimenta la necesidad profunda
de quedar limpio; solamente quien es consciente de sus heridas y de sus llagas
experimenta la urgencia de ser curado. Hemos de sentir la inquietud por curar
aquellos puntos que nuestro examen de conciencia general o particular nos
enseña que deben ser sanados.
Mateo
dejó aquel día su antigua vida para recomenzar otra nueva junto a Cristo. Hoy
podemos hacer nuestra esta oración de San Ambrosio: «También yo como él quiero
dejar mi antigua vida y no seguir a otro más que a ti, Señor, que curas mis
heridas. ¿Quién podrá separarme del amor a Dios que se manifiesta en ti?...
Estoy atado a la fe, clavado en ella; estoy atado por los santos vínculos del
amor. Todos tus mandamientos serán como un cauterio que tendré siempre adherido
a mi cuerpo...; la medicina escuece, pero aleja la infección de la llaga.
Corta, pues, Señor Jesús, la podredumbre de mis pecados. Mientras me tienes
unido con los vínculos del amor, corta cuanto esté infecto. Ven pronto a sajar
las pasiones escondidas, secretas y múltiples; saja la herida, no sea que la
enfermedad se propague a todo el cuerpo.
»He
hallado un médico que habita en el Cielo, pero que distribuye sus medicinas en
la tierra. Solo Él puede curar mis heridas, porque no las padece; solo Él puede
quitar del corazón la pena y del alma el temor, porque conoce las cosas más
íntimas»17.
Muchos
de los amigos de Mateo que estuvieron con Jesús en aquel banquete se sentirían
acogidos y comprendidos por el trato amable del Señor. Tendría con ellos, sin
duda, singulares muestras de amistad. Más tarde, se convertirían a Él de todo
corazón y aceptarían plenamente su doctrina, que les obligaba a cambiar de vida
en muchos puntos. Formarían parte de la primitiva comunidad de cristianos en
Palestina. Los amigos de Mateo encontraron al Maestro en un banquete. Jesús
aprovechó siempre cualquier circunstancia para llevar a las gentes a la
salvación. También en esto debemos imitarle en nuestro apostolado personal.
1 Lc 5,
27-32. —
2 Lc 5,
31-32. —
3 Pablo
VI, Enc. Ecclesiam suam, 6-VIII-1964. —
4 Mc 10,
18. —
5 Cfr. Jn 10,
28. —
6 Santa
Teresa, Exclamaciones, 8. —
7 Cfr. Is 61,
1 ss; Ez 34, 16 ss. —
8 Cfr. Lc 19,
10. —
9 Is 83,
4 ss. —
10 San
Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 93. —
11 Ibídem.
—
12 Mt 8,
3. —
13 Lc 17,
14. —
14 Juan
Pablo II, Exhort. Apost. Reconciliatio et Paenitentia,
2-XII-1984, 31, II. —
15 San
Gregorio Magno, Homilías sobre los Evangelios, 4, 4.
—
16 San
Agustín, Comentario al Salmo 102. —
17 San
Ambrosio, Comentario al Evangelio según San Lucas, 5, 27.
Tomado
de: https://www.hablarcondios.org/meditaciondiaria.aspx
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Para comentar usted debe colocar una dirección de correo electrónico